Era muy temprano por la mañana y el sol ni siquiera asomaba aún entre las colinas blancas. Estaba oscuro, la calle cubierta por la bruma. El fuego se había apagado hace varias horas, ya ni siquiera humeaba. Hacía frío.
¿Por qué estaba fuera a esas horas? Debía volver a casa, tenía cosas que hacer y alguien a quien acompañar. Pero, ¿Dónde estaba su casa?
¿Realmente tenía casa a la cual volver?
Tenía mucha hambre, el estómago le dolía. Se levantó por instinto como si con ello pudiera engañar a su mente haciéndole creer que iría a por comida, cuando la realidad era que no tenía ni una migaja de pan.
Pan, pensó. Y de pronto supo donde ir.
Caminó descalzo dejando tenues huellas en el suelo de nieve sucia por el fango. Se dirigía hacia la casa de la panadera, una mujer reumática que solía empezar tarde sus labores. Se detuvo frente a un par de tablas rajadas por el paso del tiempo cuyos clavos se soltaban de sólo jalar. Con astucia, usó sus pequeñas manos para hacer palanca y retirarlas una por una, con cuidado y apenas haciendo algo de ruido que, seguramente, sería disimulado por la aullido de las ráfagas de viento helado. Pronto pudo colarse en el agujero, su cuerpo era bastante delgado. A hurtadillas y medio agachado se coló dentro fundiéndose con las sombras, sabía que era en el sótano donde encontraría el pan duro que sobró del día anterior.
Bajó las escaleras sin hacer ruido al apoyar los pies tan cerca de la pared como pudo. El sitio estaba tan oscuro como la boca de un lobo, pero ėl podía ver bien en la oscuridad. Fue hacia las estanterías de madera donde estaban las bandejas cubiertas con viejos paños que alguna vez fueron blancos. Era su día de suerte, había sobrado suficiente pan para todos.
¿Todos? Si, todos. Había suficiente pan como para... ¿Cuántos eran? Sabía que necesitaría al menos tres piezas grandes o más, si podía cargarlas.
Entonces se encendió la luz y la silueta de una mujer se dibujó en la puerta, y pudo ver con espanto que traía un rodillo en la mano. Bajaba las escaleras sin dificultad, ni siquiera se sostenía de la baranda, como si fuera joven, descendía lentamente dándose golpecitos como un verdugo con el rodillo en la palma de la mano. Como si se regocijara de haber acorralado a una odiosa rata.
Lo era, él lo sabía. No era más que una odiosa rata de callejón en busca de comida, una detestable rata atrapada. Una rata que no suplicaría clemencia ni lloraría de dolor, porque había aprendido que con ello sólo alimentaba el ego de su verdugo.
El rodillo le dio primero en el brazo que levantó para protegerse la cabeza, y pudo sentir como una sustancia pegajosa se le adhería a la piel dejando un hilillo viscoso. El segundo golpe salpicó alrededor con restos de moco de varios colores. El tercero le dio en el abdomen y le arrancó el aire de los pulmones, hizo que se doblara y cayera de rodillas al piso. El cuarto, el quinto y el sexto le dieron en la espalda, antes de hacerle ceder de costado contra el piso, sobre las gelatinosas manchas multicolores. Desde ahí, entre sacudidas, pudo ver el cabello rubio y liso de la mujer revolviéndose con cada golpe, como una cortina dorada a merced del viento sobre un rostro afilado, con una expresión de victoria y una sonrisa burlona como resultado de una traición provechosa.
Así vio venir el golpe que le daría en la cabeza.
Confundido, abre los ojos de pronto y se incorpora sentándose de golpe en la cama. Tiene la respiración agitada, le sudan las manos y siente algo extraño en lo que ve, como si faltara algo, le es muy incómodo.
¿Dónde está? No reconoce la habitación.
¿Será que la mujer le rompió la cabeza y ya no le funciona?
Y para colmo, tiene que ir al baño.
Sin reparar en quien comparte la cama con él, aparta las mantas y ve dos puertas. Una de ellas tiene una mirilla y una manija grande, detallada, pesada, esa no luce como la puerta de un baño. Se levanta para ir por la otra puerta, pero un latigazo de un punzante dolor se apodera de su pierna izquierda y le recorre hasta el hombro, le arranca un alarido y le hace caer de costado al piso, sobre la mullida alfombra, revolviéndose.
El recuerdo del rostro siniestro de la mujer del rodillo se instala en su mente, mientras hace rechinar sus dientes, y se funde con otro, uno donde se encuentra en el piso de un bar.
¿Adda?
#ParaNadaNormal #ElBrujoCojo
¿Por qué estaba fuera a esas horas? Debía volver a casa, tenía cosas que hacer y alguien a quien acompañar. Pero, ¿Dónde estaba su casa?
¿Realmente tenía casa a la cual volver?
Tenía mucha hambre, el estómago le dolía. Se levantó por instinto como si con ello pudiera engañar a su mente haciéndole creer que iría a por comida, cuando la realidad era que no tenía ni una migaja de pan.
Pan, pensó. Y de pronto supo donde ir.
Caminó descalzo dejando tenues huellas en el suelo de nieve sucia por el fango. Se dirigía hacia la casa de la panadera, una mujer reumática que solía empezar tarde sus labores. Se detuvo frente a un par de tablas rajadas por el paso del tiempo cuyos clavos se soltaban de sólo jalar. Con astucia, usó sus pequeñas manos para hacer palanca y retirarlas una por una, con cuidado y apenas haciendo algo de ruido que, seguramente, sería disimulado por la aullido de las ráfagas de viento helado. Pronto pudo colarse en el agujero, su cuerpo era bastante delgado. A hurtadillas y medio agachado se coló dentro fundiéndose con las sombras, sabía que era en el sótano donde encontraría el pan duro que sobró del día anterior.
Bajó las escaleras sin hacer ruido al apoyar los pies tan cerca de la pared como pudo. El sitio estaba tan oscuro como la boca de un lobo, pero ėl podía ver bien en la oscuridad. Fue hacia las estanterías de madera donde estaban las bandejas cubiertas con viejos paños que alguna vez fueron blancos. Era su día de suerte, había sobrado suficiente pan para todos.
¿Todos? Si, todos. Había suficiente pan como para... ¿Cuántos eran? Sabía que necesitaría al menos tres piezas grandes o más, si podía cargarlas.
Entonces se encendió la luz y la silueta de una mujer se dibujó en la puerta, y pudo ver con espanto que traía un rodillo en la mano. Bajaba las escaleras sin dificultad, ni siquiera se sostenía de la baranda, como si fuera joven, descendía lentamente dándose golpecitos como un verdugo con el rodillo en la palma de la mano. Como si se regocijara de haber acorralado a una odiosa rata.
Lo era, él lo sabía. No era más que una odiosa rata de callejón en busca de comida, una detestable rata atrapada. Una rata que no suplicaría clemencia ni lloraría de dolor, porque había aprendido que con ello sólo alimentaba el ego de su verdugo.
El rodillo le dio primero en el brazo que levantó para protegerse la cabeza, y pudo sentir como una sustancia pegajosa se le adhería a la piel dejando un hilillo viscoso. El segundo golpe salpicó alrededor con restos de moco de varios colores. El tercero le dio en el abdomen y le arrancó el aire de los pulmones, hizo que se doblara y cayera de rodillas al piso. El cuarto, el quinto y el sexto le dieron en la espalda, antes de hacerle ceder de costado contra el piso, sobre las gelatinosas manchas multicolores. Desde ahí, entre sacudidas, pudo ver el cabello rubio y liso de la mujer revolviéndose con cada golpe, como una cortina dorada a merced del viento sobre un rostro afilado, con una expresión de victoria y una sonrisa burlona como resultado de una traición provechosa.
Así vio venir el golpe que le daría en la cabeza.
Confundido, abre los ojos de pronto y se incorpora sentándose de golpe en la cama. Tiene la respiración agitada, le sudan las manos y siente algo extraño en lo que ve, como si faltara algo, le es muy incómodo.
¿Dónde está? No reconoce la habitación.
¿Será que la mujer le rompió la cabeza y ya no le funciona?
Y para colmo, tiene que ir al baño.
Sin reparar en quien comparte la cama con él, aparta las mantas y ve dos puertas. Una de ellas tiene una mirilla y una manija grande, detallada, pesada, esa no luce como la puerta de un baño. Se levanta para ir por la otra puerta, pero un latigazo de un punzante dolor se apodera de su pierna izquierda y le recorre hasta el hombro, le arranca un alarido y le hace caer de costado al piso, sobre la mullida alfombra, revolviéndose.
El recuerdo del rostro siniestro de la mujer del rodillo se instala en su mente, mientras hace rechinar sus dientes, y se funde con otro, uno donde se encuentra en el piso de un bar.
¿Adda?
#ParaNadaNormal #ElBrujoCojo
Era muy temprano por la mañana y el sol ni siquiera asomaba aún entre las colinas blancas. Estaba oscuro, la calle cubierta por la bruma. El fuego se había apagado hace varias horas, ya ni siquiera humeaba. Hacía frío.
¿Por qué estaba fuera a esas horas? Debía volver a casa, tenía cosas que hacer y alguien a quien acompañar. Pero, ¿Dónde estaba su casa?
¿Realmente tenía casa a la cual volver?
Tenía mucha hambre, el estómago le dolía. Se levantó por instinto como si con ello pudiera engañar a su mente haciéndole creer que iría a por comida, cuando la realidad era que no tenía ni una migaja de pan.
Pan, pensó. Y de pronto supo donde ir.
Caminó descalzo dejando tenues huellas en el suelo de nieve sucia por el fango. Se dirigía hacia la casa de la panadera, una mujer reumática que solía empezar tarde sus labores. Se detuvo frente a un par de tablas rajadas por el paso del tiempo cuyos clavos se soltaban de sólo jalar. Con astucia, usó sus pequeñas manos para hacer palanca y retirarlas una por una, con cuidado y apenas haciendo algo de ruido que, seguramente, sería disimulado por la aullido de las ráfagas de viento helado. Pronto pudo colarse en el agujero, su cuerpo era bastante delgado. A hurtadillas y medio agachado se coló dentro fundiéndose con las sombras, sabía que era en el sótano donde encontraría el pan duro que sobró del día anterior.
Bajó las escaleras sin hacer ruido al apoyar los pies tan cerca de la pared como pudo. El sitio estaba tan oscuro como la boca de un lobo, pero ėl podía ver bien en la oscuridad. Fue hacia las estanterías de madera donde estaban las bandejas cubiertas con viejos paños que alguna vez fueron blancos. Era su día de suerte, había sobrado suficiente pan para todos.
¿Todos? Si, todos. Había suficiente pan como para... ¿Cuántos eran? Sabía que necesitaría al menos tres piezas grandes o más, si podía cargarlas.
Entonces se encendió la luz y la silueta de una mujer se dibujó en la puerta, y pudo ver con espanto que traía un rodillo en la mano. Bajaba las escaleras sin dificultad, ni siquiera se sostenía de la baranda, como si fuera joven, descendía lentamente dándose golpecitos como un verdugo con el rodillo en la palma de la mano. Como si se regocijara de haber acorralado a una odiosa rata.
Lo era, él lo sabía. No era más que una odiosa rata de callejón en busca de comida, una detestable rata atrapada. Una rata que no suplicaría clemencia ni lloraría de dolor, porque había aprendido que con ello sólo alimentaba el ego de su verdugo.
El rodillo le dio primero en el brazo que levantó para protegerse la cabeza, y pudo sentir como una sustancia pegajosa se le adhería a la piel dejando un hilillo viscoso. El segundo golpe salpicó alrededor con restos de moco de varios colores. El tercero le dio en el abdomen y le arrancó el aire de los pulmones, hizo que se doblara y cayera de rodillas al piso. El cuarto, el quinto y el sexto le dieron en la espalda, antes de hacerle ceder de costado contra el piso, sobre las gelatinosas manchas multicolores. Desde ahí, entre sacudidas, pudo ver el cabello rubio y liso de la mujer revolviéndose con cada golpe, como una cortina dorada a merced del viento sobre un rostro afilado, con una expresión de victoria y una sonrisa burlona como resultado de una traición provechosa.
Así vio venir el golpe que le daría en la cabeza.
Confundido, abre los ojos de pronto y se incorpora sentándose de golpe en la cama. Tiene la respiración agitada, le sudan las manos y siente algo extraño en lo que ve, como si faltara algo, le es muy incómodo.
¿Dónde está? No reconoce la habitación.
¿Será que la mujer le rompió la cabeza y ya no le funciona?
Y para colmo, tiene que ir al baño.
Sin reparar en quien comparte la cama con él, aparta las mantas y ve dos puertas. Una de ellas tiene una mirilla y una manija grande, detallada, pesada, esa no luce como la puerta de un baño. Se levanta para ir por la otra puerta, pero un latigazo de un punzante dolor se apodera de su pierna izquierda y le recorre hasta el hombro, le arranca un alarido y le hace caer de costado al piso, sobre la mullida alfombra, revolviéndose.
El recuerdo del rostro siniestro de la mujer del rodillo se instala en su mente, mientras hace rechinar sus dientes, y se funde con otro, uno donde se encuentra en el piso de un bar.
¿Adda?
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