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“Recuerdos de Elisabetta”

Permanecía en silencio frente al ventanal antiguo del palazzo, donde la luz del atardecer entraba como oro líquido y acariciaba su piel. Vestía un delicado vestido de seda color champán, bordado con hilos dorados que parecían haber sido tejidos por los dioses mismos. Sus rizos rubios caían sobre sus hombros desnudos como cascadas de luz, y sus ojos, de un violeta profundo, parecían perdidos en otro tiempo.

Entre sus dedos sostenía un colgante antiguo: una mariposa en filigrana de oro, el mismo que solía llevar su madre, Erin Fitzgerald, antes de que la muerte se la llevara tan temprano. Aquella joya no tenía precio para Elisabetta. No por su valor material, sino por los recuerdos que cargaba en silencio.

—“Mamá…”, murmuró, con una voz tan suave que apenas fue un suspiro. “¿Serías feliz si vieras en lo que me he convertido?”

La habitación estaba en calma, pero en su mente resonaban risas pasadas. El eco de los pasos de su madre al entrar en la misma sala, el perfume a gardenias, la calidez de sus brazos. Todo eso estaba lejos… y sin embargo, tan presente como su propia piel.

Elisabetta cerró los ojos, dejando que una sola lágrima cayera por su mejilla. No lloraba a menudo. Ser la “Farfalla della Morte” no le permitía tales debilidades. Pero en esos breves instantes de soledad, cuando la máscara se desvanecía, la niña que había perdido a su madre volvía a asomar.

Se giró hacia el retrato colgado en la pared: Erin, joven, sonriente, abrazando a dos niños gemelos. Flavio y ella, cuando el mundo aún era cálido.

—“He tomado el poder, mamma… como tú decías que haría. Pero a veces…” —su voz se quebró— “a veces solo quisiera volver a esos días en los que lo único que importaba era tu abrazo.”

Elisabetta besó el colgante, luego lo dejó caer sobre su pecho, brillando con la misma intensidad que sus ojos.

Y entonces, se giró hacia la puerta, su mirada endureciéndose de nuevo. La reina volvía al trono.

Pero el recuerdo… ese nunca la abandonaría.
“Recuerdos de Elisabetta” Permanecía en silencio frente al ventanal antiguo del palazzo, donde la luz del atardecer entraba como oro líquido y acariciaba su piel. Vestía un delicado vestido de seda color champán, bordado con hilos dorados que parecían haber sido tejidos por los dioses mismos. Sus rizos rubios caían sobre sus hombros desnudos como cascadas de luz, y sus ojos, de un violeta profundo, parecían perdidos en otro tiempo. Entre sus dedos sostenía un colgante antiguo: una mariposa en filigrana de oro, el mismo que solía llevar su madre, Erin Fitzgerald, antes de que la muerte se la llevara tan temprano. Aquella joya no tenía precio para Elisabetta. No por su valor material, sino por los recuerdos que cargaba en silencio. —“Mamá…”, murmuró, con una voz tan suave que apenas fue un suspiro. “¿Serías feliz si vieras en lo que me he convertido?” La habitación estaba en calma, pero en su mente resonaban risas pasadas. El eco de los pasos de su madre al entrar en la misma sala, el perfume a gardenias, la calidez de sus brazos. Todo eso estaba lejos… y sin embargo, tan presente como su propia piel. Elisabetta cerró los ojos, dejando que una sola lágrima cayera por su mejilla. No lloraba a menudo. Ser la “Farfalla della Morte” no le permitía tales debilidades. Pero en esos breves instantes de soledad, cuando la máscara se desvanecía, la niña que había perdido a su madre volvía a asomar. Se giró hacia el retrato colgado en la pared: Erin, joven, sonriente, abrazando a dos niños gemelos. Flavio y ella, cuando el mundo aún era cálido. —“He tomado el poder, mamma… como tú decías que haría. Pero a veces…” —su voz se quebró— “a veces solo quisiera volver a esos días en los que lo único que importaba era tu abrazo.” Elisabetta besó el colgante, luego lo dejó caer sobre su pecho, brillando con la misma intensidad que sus ojos. Y entonces, se giró hacia la puerta, su mirada endureciéndose de nuevo. La reina volvía al trono. Pero el recuerdo… ese nunca la abandonaría.
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