A veces, Carmina se preguntaba si algo en ella estaba roto.

No era tristeza lo que sentía, no exactamente. Era más bien una especie de calma vacía, como si su pecho supiera desde siempre que el amor —el de verdad, ese que desborda— no estaba hecho para ella. Observaba a los demás con una mezcla de ternura y desconcierto. Le parecía hermoso cómo podían entregarse con tanta naturalidad, con ese fervor ciego que sólo nace del deseo de pertenecer a otro.

Pero ella no.
Ella nunca sintió esa urgencia.

Solo una vez se había enamorado con todas las letras, de Nicolás, el hijo de los panaderos. Lo recordaba con la nitidez cruel de lo irrepetible: su risa torpe, el olor a harina en su ropa, las conversaciones que se quedaban flotando en el aire cuando él se iba. Pero desde que desapareció, sin dejar rastro ni despedida, algo en ella se cerró como una flor ante el frío. Y desde entonces, no volvió a sentir algo similar por nadie.

Sus días se deslizaban entre los deberes, las pequeñas rutinas y las conversaciones donde fingía entender el fuego que describían los demás. Decía que no había encontrado a la persona adecuada, que tal vez era exigente. Mentiras suaves, inofensivas. Porque la verdad era más silenciosa y más dura: no sabía cómo se sentía amar. No como lo hacían otros. No como le habían dicho que debía sentirse.

Y sin embargo, cada noche, cuando el mundo bajaba el volumen y el eco de sí misma la alcanzaba, ese deseo —ese maldito deseo— seguía allí, como una astilla bajo la piel.

Una parte de ella lo anhelaba. Ser mirada de forma distinta. Ser elegida. Ser querida con esa intensidad que jamás había experimentado otra vez.

Y entonces, en uno de esos momentos en los que el alma se cansa de contenerse, se atrevió a murmurar al vacío:

"Dios, si mi destino es estar sola, quítame este deseo de ser amada."

Porque no dolía la soledad, no realmente.
Lo que dolía era ese anhelo sin sentido, esa sed sin agua, ese hueco sin forma que ni siquiera sabía cómo llenar.

Y Carmina siguió ahí, quieta, respirando despacio.
Con los ojos abiertos.
Con el pecho intacto.
Y el corazón, aún callado, escuchando el murmullo de una ausencia que no sabía cómo nombrar.
A veces, Carmina se preguntaba si algo en ella estaba roto. No era tristeza lo que sentía, no exactamente. Era más bien una especie de calma vacía, como si su pecho supiera desde siempre que el amor —el de verdad, ese que desborda— no estaba hecho para ella. Observaba a los demás con una mezcla de ternura y desconcierto. Le parecía hermoso cómo podían entregarse con tanta naturalidad, con ese fervor ciego que sólo nace del deseo de pertenecer a otro. Pero ella no. Ella nunca sintió esa urgencia. Solo una vez se había enamorado con todas las letras, de Nicolás, el hijo de los panaderos. Lo recordaba con la nitidez cruel de lo irrepetible: su risa torpe, el olor a harina en su ropa, las conversaciones que se quedaban flotando en el aire cuando él se iba. Pero desde que desapareció, sin dejar rastro ni despedida, algo en ella se cerró como una flor ante el frío. Y desde entonces, no volvió a sentir algo similar por nadie. Sus días se deslizaban entre los deberes, las pequeñas rutinas y las conversaciones donde fingía entender el fuego que describían los demás. Decía que no había encontrado a la persona adecuada, que tal vez era exigente. Mentiras suaves, inofensivas. Porque la verdad era más silenciosa y más dura: no sabía cómo se sentía amar. No como lo hacían otros. No como le habían dicho que debía sentirse. Y sin embargo, cada noche, cuando el mundo bajaba el volumen y el eco de sí misma la alcanzaba, ese deseo —ese maldito deseo— seguía allí, como una astilla bajo la piel. Una parte de ella lo anhelaba. Ser mirada de forma distinta. Ser elegida. Ser querida con esa intensidad que jamás había experimentado otra vez. Y entonces, en uno de esos momentos en los que el alma se cansa de contenerse, se atrevió a murmurar al vacío: "Dios, si mi destino es estar sola, quítame este deseo de ser amada." Porque no dolía la soledad, no realmente. Lo que dolía era ese anhelo sin sentido, esa sed sin agua, ese hueco sin forma que ni siquiera sabía cómo llenar. Y Carmina siguió ahí, quieta, respirando despacio. Con los ojos abiertos. Con el pecho intacto. Y el corazón, aún callado, escuchando el murmullo de una ausencia que no sabía cómo nombrar.
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