El cartel de “cerrado” colgaba torcido sobre la puerta de cristal, reflejando la luz cálida del atardecer. Carmina echó la llave con un suspiro largo, ese que solo se suelta cuando el día por fin se rinde. La tienda de conveniencia estaba en silencio, salvo por el zumbido lejano de un refrigerador y el tenue golpeteo del reloj sobre la pared.
Cruzó el pequeño pasillo trasero y se dejó caer en el sillón desfondado de la trastienda, ese que había heredado con el local y que se negaba a jubilarse. Se quitó los zapatos sin desatarse los cordones y estiró las piernas sobre una caja de refrescos sin abrir. En la mesita baja, junto a un vaso de agua tibia y un cenicero con una sola colilla, descansaba su libro a medio leer. No lo abrió.
En vez de eso, cerró los ojos un momento y escuchó. El mundo afuera pasaba sin ella por primera vez en todo el día. El canto intermitente de un ave, el rugido suave de un motor distante, y el crujir de las vigas viejas que conocían bien el peso de su rutina.
Por un instante, no era dueña ni empleada ni nada que tuviera que preocuparse por los inventarios o los clientes que preguntaban por cosas que no vendía. Solo era Carmina, con las mejillas aún tibias por el sol de la tarde, y un minuto de paz que no tenía precio.
Cruzó el pequeño pasillo trasero y se dejó caer en el sillón desfondado de la trastienda, ese que había heredado con el local y que se negaba a jubilarse. Se quitó los zapatos sin desatarse los cordones y estiró las piernas sobre una caja de refrescos sin abrir. En la mesita baja, junto a un vaso de agua tibia y un cenicero con una sola colilla, descansaba su libro a medio leer. No lo abrió.
En vez de eso, cerró los ojos un momento y escuchó. El mundo afuera pasaba sin ella por primera vez en todo el día. El canto intermitente de un ave, el rugido suave de un motor distante, y el crujir de las vigas viejas que conocían bien el peso de su rutina.
Por un instante, no era dueña ni empleada ni nada que tuviera que preocuparse por los inventarios o los clientes que preguntaban por cosas que no vendía. Solo era Carmina, con las mejillas aún tibias por el sol de la tarde, y un minuto de paz que no tenía precio.
El cartel de “cerrado” colgaba torcido sobre la puerta de cristal, reflejando la luz cálida del atardecer. Carmina echó la llave con un suspiro largo, ese que solo se suelta cuando el día por fin se rinde. La tienda de conveniencia estaba en silencio, salvo por el zumbido lejano de un refrigerador y el tenue golpeteo del reloj sobre la pared.
Cruzó el pequeño pasillo trasero y se dejó caer en el sillón desfondado de la trastienda, ese que había heredado con el local y que se negaba a jubilarse. Se quitó los zapatos sin desatarse los cordones y estiró las piernas sobre una caja de refrescos sin abrir. En la mesita baja, junto a un vaso de agua tibia y un cenicero con una sola colilla, descansaba su libro a medio leer. No lo abrió.
En vez de eso, cerró los ojos un momento y escuchó. El mundo afuera pasaba sin ella por primera vez en todo el día. El canto intermitente de un ave, el rugido suave de un motor distante, y el crujir de las vigas viejas que conocían bien el peso de su rutina.
Por un instante, no era dueña ni empleada ni nada que tuviera que preocuparse por los inventarios o los clientes que preguntaban por cosas que no vendía. Solo era Carmina, con las mejillas aún tibias por el sol de la tarde, y un minuto de paz que no tenía precio.

