Había viajado a Alemania para resolver ciertos asuntos que venían perturbando a los Di Vincenzo. El territorio italiano les pertenecía, pero los alemanes comenzaban, poco a poco, a disputarles terreno. La rubia no estaba dispuesta a permitirlo, así que decidió enfrentar directamente al líder de la mafia alemana, el reconocido Klaus Reichenbach.

Sabía que nada sería fácil. El primer intento de asesinato se dio la misma noche de su llegada, en el hotel donde se hospedaba. Mientras se desvestía para tomar una ducha, percibió algo extraño. Una sombra, apenas visible, se ocultaba entre las puertas entreabiertas del inmenso clóset.

Una sonrisa ladeada asomó en sus labios. Con la rapidez y destreza que la caracterizaban, se abalanzó sobre el intruso, lo sacó de su escondite y lo arrojó al suelo con fuerza, colocando su pie—todavía con zapatillas—sobre su garganta.

—Vaya, qué seguridad tan lamentable tiene este lugar —soltó con desprecio—. ¿De verdad pensaste que soy solo una muñeca de porcelana sin cerebro? No, cariño... no soy solo eso.

Con un gesto frío y calculado, retiró el pie de su garganta y lo ayudó a levantarse con una aparente cortesía que helaba la sangre.

—Ahora lárgate, y dile a ese pendejo que no va a impedir que le arranque las tripas. Y si no lo haces… te buscaré, y te las sacaré a ti.

Le abrió la puerta con elegancia, como si lo estuviera despidiendo de una reunión de negocios, y esperó en silencio hasta que abandonara la habitación.
Había viajado a Alemania para resolver ciertos asuntos que venían perturbando a los Di Vincenzo. El territorio italiano les pertenecía, pero los alemanes comenzaban, poco a poco, a disputarles terreno. La rubia no estaba dispuesta a permitirlo, así que decidió enfrentar directamente al líder de la mafia alemana, el reconocido Klaus Reichenbach. Sabía que nada sería fácil. El primer intento de asesinato se dio la misma noche de su llegada, en el hotel donde se hospedaba. Mientras se desvestía para tomar una ducha, percibió algo extraño. Una sombra, apenas visible, se ocultaba entre las puertas entreabiertas del inmenso clóset. Una sonrisa ladeada asomó en sus labios. Con la rapidez y destreza que la caracterizaban, se abalanzó sobre el intruso, lo sacó de su escondite y lo arrojó al suelo con fuerza, colocando su pie—todavía con zapatillas—sobre su garganta. —Vaya, qué seguridad tan lamentable tiene este lugar —soltó con desprecio—. ¿De verdad pensaste que soy solo una muñeca de porcelana sin cerebro? No, cariño... no soy solo eso. Con un gesto frío y calculado, retiró el pie de su garganta y lo ayudó a levantarse con una aparente cortesía que helaba la sangre. —Ahora lárgate, y dile a ese pendejo que no va a impedir que le arranque las tripas. Y si no lo haces… te buscaré, y te las sacaré a ti. Le abrió la puerta con elegancia, como si lo estuviera despidiendo de una reunión de negocios, y esperó en silencio hasta que abandonara la habitación.
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