La mañana había comenzado como cualquier otra, marcada por el rigor de la rutina. Primero un duelo rápido contra uno de los hijos de Ares —intenso, pero predecible—, luego una práctica más desafiante con Percy, donde la agilidad había pesado más que la fuerza. Ahora, sola en el centro del campo, Annabeth se enfrentaba a un maniquí de madera desgastado por los años y los combates simulados.
Blandía su daga de bronce celestial con precisión meticulosa, cada golpe midiendo distancias, cada movimiento afinando la memoria muscular. Pero su mirada ya no brillaba con entusiasmo. El ritmo se volvía monótono. El maniquí, inmóvil, no representaba un verdadero reto.
Cansada, bajó el arma. Caminó hacia una mesa cercana, se dejó caer en una de las sillas y apoyó los codos sobre la superficie de madera. Dejó que su frente golpeara la mesa.
—Qué aburrido...
Suspiró.
Blandía su daga de bronce celestial con precisión meticulosa, cada golpe midiendo distancias, cada movimiento afinando la memoria muscular. Pero su mirada ya no brillaba con entusiasmo. El ritmo se volvía monótono. El maniquí, inmóvil, no representaba un verdadero reto.
Cansada, bajó el arma. Caminó hacia una mesa cercana, se dejó caer en una de las sillas y apoyó los codos sobre la superficie de madera. Dejó que su frente golpeara la mesa.
—Qué aburrido...
Suspiró.
La mañana había comenzado como cualquier otra, marcada por el rigor de la rutina. Primero un duelo rápido contra uno de los hijos de Ares —intenso, pero predecible—, luego una práctica más desafiante con Percy, donde la agilidad había pesado más que la fuerza. Ahora, sola en el centro del campo, Annabeth se enfrentaba a un maniquí de madera desgastado por los años y los combates simulados.
Blandía su daga de bronce celestial con precisión meticulosa, cada golpe midiendo distancias, cada movimiento afinando la memoria muscular. Pero su mirada ya no brillaba con entusiasmo. El ritmo se volvía monótono. El maniquí, inmóvil, no representaba un verdadero reto.
Cansada, bajó el arma. Caminó hacia una mesa cercana, se dejó caer en una de las sillas y apoyó los codos sobre la superficie de madera. Dejó que su frente golpeara la mesa.
—Qué aburrido...
Suspiró.

