Cho siempre fue un ser distinto, como una nota disonante en una melodía predecible. Con su personalidad enigmática, se había ganado una reputación callada entre sus compañeros. Todos la reconocían por su belleza etérea: piel blanca como la cera de una vela, maquillaje apenas insinuado como un suspiro, y un largo cabello negro que caía por su espalda como un río nocturno. Había algo en ella que parecía ajeno al mundo, como si caminara con un pie en otra realidad.
Durante los recesos, en lugar de charlar o reír como los demás, se quedaba en su escritorio, barajando sus cartas del tarot con una concentración ritual. Parecía invocar respuestas a preguntas que nadie se atrevía a formular. Y, sin embargo, escondía un secreto que jamás leería en sus cartas.
Estaba enamorada.
No de un compañero. No de algún chico que pasara por el pasillo y le dirigiera una sonrisa casual. No. Su corazón, tan lleno de silencios, había sido tocado por una presencia que brillaba como el sol en medio del invierno: uno de sus profesores.
Era joven, recién egresado, alto como un sueño que se escapa y con una sonrisa capaz de incendiar el aire a su paso. Cuando lo vio por primera vez, algo en ella se rompió —o quizás se encendió—. Un flechazo. Así, sin más.
Desde entonces, cada día era una danza secreta para acercarse a él. Se volvió aún más aplicada en su clase, meticulosa, dedicada. Aprovechaba cualquier pretexto para acercarse a su escritorio durante los descansos. Aunque fueran solo dos minutos… dos fugaces minutos en los que él levantaba la vista y le sonreía. Eso bastaba para llenar sus tardes enteras.
Y él, él parecía notarlo. No del todo. Pero tampoco era ciego.
Halagaba su trabajo. A veces hacía un comentario que, en labios de otro, hubiera sido trivial, pero que en los suyos sonaba como una declaración celestial. Para Cho, esos elogios eran gotas de agua en un desierto familiar. En una casa donde sus palabras eran ignoradas, donde nadie parecía ver su brillo, esas pequeñas atenciones se sentían como amor verdadero.
Y él, joven, con el ego aún moldeable y hambriento, percibía aquella devoción inocente que se escondía en las miradas largas y en los silencios cargados. Le seguía el juego, sí, con cautela. Pero no con indiferencia.
Todo cambió una tarde gris.
Cho, caminando por el pasillo rumbo al área de maestros, se detuvo un momento, atraída por el eco de voces masculinas. Era él. Reconoció su voz al instante, cálida, cercana. Estaba hablando con el profesor de educación física. Y entonces lo oyó, sin preámbulos, como si el universo se burlara de su pequeño secreto:
"Sí, voy a pedirle matrimonio. Ya tengo el anillo. Hemos sido novios desde que teníamos 15 años. Creo que ya es hora."
Cho no necesitó escuchar más.
El mundo se deslizó bajo sus pies. Se dio la media vuelta, con la cara encendida no de ira, sino de vergüenza. El corazón palpitándole como un tambor roto. Había estado soñando despierta, bordando ilusiones con hilos de aire.
Claro que nunca la tomaría en serio.
Claro que jamás cruzaría esa distancia invisible entre ellos.
Después de todo, ella era apenas una niña.
Y él, un adulto con promesas reales en los bolsillos.
Durante los recesos, en lugar de charlar o reír como los demás, se quedaba en su escritorio, barajando sus cartas del tarot con una concentración ritual. Parecía invocar respuestas a preguntas que nadie se atrevía a formular. Y, sin embargo, escondía un secreto que jamás leería en sus cartas.
Estaba enamorada.
No de un compañero. No de algún chico que pasara por el pasillo y le dirigiera una sonrisa casual. No. Su corazón, tan lleno de silencios, había sido tocado por una presencia que brillaba como el sol en medio del invierno: uno de sus profesores.
Era joven, recién egresado, alto como un sueño que se escapa y con una sonrisa capaz de incendiar el aire a su paso. Cuando lo vio por primera vez, algo en ella se rompió —o quizás se encendió—. Un flechazo. Así, sin más.
Desde entonces, cada día era una danza secreta para acercarse a él. Se volvió aún más aplicada en su clase, meticulosa, dedicada. Aprovechaba cualquier pretexto para acercarse a su escritorio durante los descansos. Aunque fueran solo dos minutos… dos fugaces minutos en los que él levantaba la vista y le sonreía. Eso bastaba para llenar sus tardes enteras.
Y él, él parecía notarlo. No del todo. Pero tampoco era ciego.
Halagaba su trabajo. A veces hacía un comentario que, en labios de otro, hubiera sido trivial, pero que en los suyos sonaba como una declaración celestial. Para Cho, esos elogios eran gotas de agua en un desierto familiar. En una casa donde sus palabras eran ignoradas, donde nadie parecía ver su brillo, esas pequeñas atenciones se sentían como amor verdadero.
Y él, joven, con el ego aún moldeable y hambriento, percibía aquella devoción inocente que se escondía en las miradas largas y en los silencios cargados. Le seguía el juego, sí, con cautela. Pero no con indiferencia.
Todo cambió una tarde gris.
Cho, caminando por el pasillo rumbo al área de maestros, se detuvo un momento, atraída por el eco de voces masculinas. Era él. Reconoció su voz al instante, cálida, cercana. Estaba hablando con el profesor de educación física. Y entonces lo oyó, sin preámbulos, como si el universo se burlara de su pequeño secreto:
"Sí, voy a pedirle matrimonio. Ya tengo el anillo. Hemos sido novios desde que teníamos 15 años. Creo que ya es hora."
Cho no necesitó escuchar más.
El mundo se deslizó bajo sus pies. Se dio la media vuelta, con la cara encendida no de ira, sino de vergüenza. El corazón palpitándole como un tambor roto. Había estado soñando despierta, bordando ilusiones con hilos de aire.
Claro que nunca la tomaría en serio.
Claro que jamás cruzaría esa distancia invisible entre ellos.
Después de todo, ella era apenas una niña.
Y él, un adulto con promesas reales en los bolsillos.
Cho siempre fue un ser distinto, como una nota disonante en una melodía predecible. Con su personalidad enigmática, se había ganado una reputación callada entre sus compañeros. Todos la reconocían por su belleza etérea: piel blanca como la cera de una vela, maquillaje apenas insinuado como un suspiro, y un largo cabello negro que caía por su espalda como un río nocturno. Había algo en ella que parecía ajeno al mundo, como si caminara con un pie en otra realidad.
Durante los recesos, en lugar de charlar o reír como los demás, se quedaba en su escritorio, barajando sus cartas del tarot con una concentración ritual. Parecía invocar respuestas a preguntas que nadie se atrevía a formular. Y, sin embargo, escondía un secreto que jamás leería en sus cartas.
Estaba enamorada.
No de un compañero. No de algún chico que pasara por el pasillo y le dirigiera una sonrisa casual. No. Su corazón, tan lleno de silencios, había sido tocado por una presencia que brillaba como el sol en medio del invierno: uno de sus profesores.
Era joven, recién egresado, alto como un sueño que se escapa y con una sonrisa capaz de incendiar el aire a su paso. Cuando lo vio por primera vez, algo en ella se rompió —o quizás se encendió—. Un flechazo. Así, sin más.
Desde entonces, cada día era una danza secreta para acercarse a él. Se volvió aún más aplicada en su clase, meticulosa, dedicada. Aprovechaba cualquier pretexto para acercarse a su escritorio durante los descansos. Aunque fueran solo dos minutos… dos fugaces minutos en los que él levantaba la vista y le sonreía. Eso bastaba para llenar sus tardes enteras.
Y él, él parecía notarlo. No del todo. Pero tampoco era ciego.
Halagaba su trabajo. A veces hacía un comentario que, en labios de otro, hubiera sido trivial, pero que en los suyos sonaba como una declaración celestial. Para Cho, esos elogios eran gotas de agua en un desierto familiar. En una casa donde sus palabras eran ignoradas, donde nadie parecía ver su brillo, esas pequeñas atenciones se sentían como amor verdadero.
Y él, joven, con el ego aún moldeable y hambriento, percibía aquella devoción inocente que se escondía en las miradas largas y en los silencios cargados. Le seguía el juego, sí, con cautela. Pero no con indiferencia.
Todo cambió una tarde gris.
Cho, caminando por el pasillo rumbo al área de maestros, se detuvo un momento, atraída por el eco de voces masculinas. Era él. Reconoció su voz al instante, cálida, cercana. Estaba hablando con el profesor de educación física. Y entonces lo oyó, sin preámbulos, como si el universo se burlara de su pequeño secreto:
"Sí, voy a pedirle matrimonio. Ya tengo el anillo. Hemos sido novios desde que teníamos 15 años. Creo que ya es hora."
Cho no necesitó escuchar más.
El mundo se deslizó bajo sus pies. Se dio la media vuelta, con la cara encendida no de ira, sino de vergüenza. El corazón palpitándole como un tambor roto. Había estado soñando despierta, bordando ilusiones con hilos de aire.
Claro que nunca la tomaría en serio.
Claro que jamás cruzaría esa distancia invisible entre ellos.
Después de todo, ella era apenas una niña.
Y él, un adulto con promesas reales en los bolsillos.


