La titán, vestida de acero y furia, alzó su juicio como una guillotina divina. El brazo fue amputado, arrancado con violencia ancestral, y la niña huyó, envuelta en sombras y en sangre, con el grito atrapado en la garganta como una espina.
El tiempo pasó.
La carne se disolvió, devorada por el veneno del aire, por la putrefacción que reina en los rincones prohibidos de las backrooms.
Pero los huesos...
Ah, los huesos.
Resistieron.
Blanqueados, pulidos por el olvido, se hundieron en el lodo amargo como una semilla muerta que aún palpita.
Y cuando el agua llegó, la maldición floreció.
No brotó vida, sino sombra.
No nació un cuerpo, sino un eco.
Un espectro sin alma, sin propósito. Sin memoria, ni deseo, pero rebosante de una energía vieja, sucia, adulterada por cada rincón podrido de ese no-lugar que es y no es.
Una sombra de niña.
Una silueta pálida dibujada en hollín y llanto.
No camina.
Ni adelante, ni atrás.
Atada por raíces invisibles, marca el lugar preciso como la X en tinta negra sobre un mapa de orillas desgastadas.
No piensa.
No quiere.
No sueña.
Pero existe.
Nace en el centro de una piscina olvidada, estancada, rodeada por paredes mohosas y cerámicas rotas, en algún nivel húmedo y hundido donde las cosas se pudren de humedad incluso antes de llegar.
Del agua, que no es agua, brotan tentáculos negros. Largos, viscosos, deformes. Se mecen como extremidades somnolientas buscando sentido para su existencia.
Y en el centro, flotando como una flor de funeral, está ella.
La silueta de una niña.
Inmóvil.
Sin rostro.
Una promesa de lo que fue y una amenaza de lo que podría volver a ser.
Las luces fallan a su alrededor.
La humedad se espesa, el aire tiembla, y los pasillos de las backrooms sienten, por un momento, un frío que no es natural.
El tiempo pasó.
La carne se disolvió, devorada por el veneno del aire, por la putrefacción que reina en los rincones prohibidos de las backrooms.
Pero los huesos...
Ah, los huesos.
Resistieron.
Blanqueados, pulidos por el olvido, se hundieron en el lodo amargo como una semilla muerta que aún palpita.
Y cuando el agua llegó, la maldición floreció.
No brotó vida, sino sombra.
No nació un cuerpo, sino un eco.
Un espectro sin alma, sin propósito. Sin memoria, ni deseo, pero rebosante de una energía vieja, sucia, adulterada por cada rincón podrido de ese no-lugar que es y no es.
Una sombra de niña.
Una silueta pálida dibujada en hollín y llanto.
No camina.
Ni adelante, ni atrás.
Atada por raíces invisibles, marca el lugar preciso como la X en tinta negra sobre un mapa de orillas desgastadas.
No piensa.
No quiere.
No sueña.
Pero existe.
Nace en el centro de una piscina olvidada, estancada, rodeada por paredes mohosas y cerámicas rotas, en algún nivel húmedo y hundido donde las cosas se pudren de humedad incluso antes de llegar.
Del agua, que no es agua, brotan tentáculos negros. Largos, viscosos, deformes. Se mecen como extremidades somnolientas buscando sentido para su existencia.
Y en el centro, flotando como una flor de funeral, está ella.
La silueta de una niña.
Inmóvil.
Sin rostro.
Una promesa de lo que fue y una amenaza de lo que podría volver a ser.
Las luces fallan a su alrededor.
La humedad se espesa, el aire tiembla, y los pasillos de las backrooms sienten, por un momento, un frío que no es natural.
La titán, vestida de acero y furia, alzó su juicio como una guillotina divina. El brazo fue amputado, arrancado con violencia ancestral, y la niña huyó, envuelta en sombras y en sangre, con el grito atrapado en la garganta como una espina.
El tiempo pasó.
La carne se disolvió, devorada por el veneno del aire, por la putrefacción que reina en los rincones prohibidos de las backrooms.
Pero los huesos...
Ah, los huesos.
Resistieron.
Blanqueados, pulidos por el olvido, se hundieron en el lodo amargo como una semilla muerta que aún palpita.
Y cuando el agua llegó, la maldición floreció.
No brotó vida, sino sombra.
No nació un cuerpo, sino un eco.
Un espectro sin alma, sin propósito. Sin memoria, ni deseo, pero rebosante de una energía vieja, sucia, adulterada por cada rincón podrido de ese no-lugar que es y no es.
Una sombra de niña.
Una silueta pálida dibujada en hollín y llanto.
No camina.
Ni adelante, ni atrás.
Atada por raíces invisibles, marca el lugar preciso como la X en tinta negra sobre un mapa de orillas desgastadas.
No piensa.
No quiere.
No sueña.
Pero existe.
Nace en el centro de una piscina olvidada, estancada, rodeada por paredes mohosas y cerámicas rotas, en algún nivel húmedo y hundido donde las cosas se pudren de humedad incluso antes de llegar.
Del agua, que no es agua, brotan tentáculos negros. Largos, viscosos, deformes. Se mecen como extremidades somnolientas buscando sentido para su existencia.
Y en el centro, flotando como una flor de funeral, está ella.
La silueta de una niña.
Inmóvil.
Sin rostro.
Una promesa de lo que fue y una amenaza de lo que podría volver a ser.
Las luces fallan a su alrededor.
La humedad se espesa, el aire tiembla, y los pasillos de las backrooms sienten, por un momento, un frío que no es natural.

