El viento soplaba suavemente entre las montañas. Frieren se detuvo al borde del acantilado, con su capa ondeando a su espalda y los ojos entrecerrados por la brisa fresca. Frente a ella, el atardecer bañaba el mundo en tonos dorados y naranjas. Era un lugar tranquilo… demasiado tranquilo.
Sacó de su bolso una pequeña flor marchita, conservada entre páginas de un viejo libro de conjuros. Himmel la había recogido hacía muchos años, cuando apenas comenzaban su viaje. La había encontrado en un campo igual de silencioso, y sin razón aparente, se la ofreció con esa sonrisa despreocupada que tanto lo caracterizaba.
—Para ti, Frieren. Porque te gustan las cosas bonitas —había dicho él.
Ella no lo entendió en ese entonces. Solo asintió, guardando la flor como quien guarda un objeto sin valor real. Ahora, décadas después, la sostenía como si fuera frágil vidrio.
—Himmel… eras ridículo —murmuró, con una sombra de sonrisa en los labios—. Pero me hiciste reír más veces de las que admití.
El silencio respondió con un susurro entre los árboles, como si el viento le devolviera la voz de su viejo amigo.
Recordó cómo él insistía en ayudar a todos, sin importar lo pequeño del problema. Cómo su risa resonaba en los campamentos nocturnos. Cómo se detenía a mirar las estrellas aunque tuviesen prisa. Himmel no tenía prisa por llegar. Él tenía prisa por vivir.
—Y yo solo pensaba en completar el viaje.
Cerró los ojos. Se permitió unos segundos más, solo unos pocos, para quedarse en ese momento. En el eco de un pasado que solo ella recordaba con nitidez. Todos los demás ya se habían desvanecido con el tiempo.
Cuando abrió los ojos, la flor ya no estaba. Una ráfaga de viento la había arrastrado, volando hacia el cielo como si quisiera alcanzar a alguien.
Frieren no hizo nada por detenerla.
—Gracias por esperarme tanto tiempo.
Y volvió a caminar.
Sacó de su bolso una pequeña flor marchita, conservada entre páginas de un viejo libro de conjuros. Himmel la había recogido hacía muchos años, cuando apenas comenzaban su viaje. La había encontrado en un campo igual de silencioso, y sin razón aparente, se la ofreció con esa sonrisa despreocupada que tanto lo caracterizaba.
—Para ti, Frieren. Porque te gustan las cosas bonitas —había dicho él.
Ella no lo entendió en ese entonces. Solo asintió, guardando la flor como quien guarda un objeto sin valor real. Ahora, décadas después, la sostenía como si fuera frágil vidrio.
—Himmel… eras ridículo —murmuró, con una sombra de sonrisa en los labios—. Pero me hiciste reír más veces de las que admití.
El silencio respondió con un susurro entre los árboles, como si el viento le devolviera la voz de su viejo amigo.
Recordó cómo él insistía en ayudar a todos, sin importar lo pequeño del problema. Cómo su risa resonaba en los campamentos nocturnos. Cómo se detenía a mirar las estrellas aunque tuviesen prisa. Himmel no tenía prisa por llegar. Él tenía prisa por vivir.
—Y yo solo pensaba en completar el viaje.
Cerró los ojos. Se permitió unos segundos más, solo unos pocos, para quedarse en ese momento. En el eco de un pasado que solo ella recordaba con nitidez. Todos los demás ya se habían desvanecido con el tiempo.
Cuando abrió los ojos, la flor ya no estaba. Una ráfaga de viento la había arrastrado, volando hacia el cielo como si quisiera alcanzar a alguien.
Frieren no hizo nada por detenerla.
—Gracias por esperarme tanto tiempo.
Y volvió a caminar.
El viento soplaba suavemente entre las montañas. Frieren se detuvo al borde del acantilado, con su capa ondeando a su espalda y los ojos entrecerrados por la brisa fresca. Frente a ella, el atardecer bañaba el mundo en tonos dorados y naranjas. Era un lugar tranquilo… demasiado tranquilo.
Sacó de su bolso una pequeña flor marchita, conservada entre páginas de un viejo libro de conjuros. Himmel la había recogido hacía muchos años, cuando apenas comenzaban su viaje. La había encontrado en un campo igual de silencioso, y sin razón aparente, se la ofreció con esa sonrisa despreocupada que tanto lo caracterizaba.
—Para ti, Frieren. Porque te gustan las cosas bonitas —había dicho él.
Ella no lo entendió en ese entonces. Solo asintió, guardando la flor como quien guarda un objeto sin valor real. Ahora, décadas después, la sostenía como si fuera frágil vidrio.
—Himmel… eras ridículo —murmuró, con una sombra de sonrisa en los labios—. Pero me hiciste reír más veces de las que admití.
El silencio respondió con un susurro entre los árboles, como si el viento le devolviera la voz de su viejo amigo.
Recordó cómo él insistía en ayudar a todos, sin importar lo pequeño del problema. Cómo su risa resonaba en los campamentos nocturnos. Cómo se detenía a mirar las estrellas aunque tuviesen prisa. Himmel no tenía prisa por llegar. Él tenía prisa por vivir.
—Y yo solo pensaba en completar el viaje.
Cerró los ojos. Se permitió unos segundos más, solo unos pocos, para quedarse en ese momento. En el eco de un pasado que solo ella recordaba con nitidez. Todos los demás ya se habían desvanecido con el tiempo.
Cuando abrió los ojos, la flor ya no estaba. Una ráfaga de viento la había arrastrado, volando hacia el cielo como si quisiera alcanzar a alguien.
Frieren no hizo nada por detenerla.
—Gracias por esperarme tanto tiempo.
Y volvió a caminar.

