La brisa del amanecer arrastraba consigo el aroma fresco de la tierra humedecida por el rocío. La hierba se curvaba bajo el peso de la humedad matinal, y las flores, bañadas por la tenue luz del alba, parecían exhalar un susurro al ser acariciadas por el viento.

Ella estaba arrodillada entre ellas, con la cabeza apenas inclinada hacia un grupo de pétalos pálidos que yacían abiertos a su alrededor. Sus dedos, cubiertos por guantes oscuros, rozaban con una delicadeza inusual la superficie de las flores, como si temiera quebrarlas con el más leve descuido. La textura sedosa de los pétalos contrastaba con la aspereza del cuero de sus guantes, y sin embargo, la caricia era ligera, casi reverente.

Sus alas permanecían plegadas contra su espalda, inmóviles, como si el peso de un pensamiento profundo las hubiera anclado a la quietud. La oscuridad de su atuendo se desdibujaba con la penumbra de los árboles cercanos, pero los reflejos de la luz temprana atrapaban pequeños destellos en las plumas, recordando que no todo en ella era sombra.

La mirada de Móiril vagaba, no en el entorno inmediato, sino en un punto indeterminado más allá del jardín. Se perdía en pensamientos que viajaban entre tiempos y distancias, atrapada entre recuerdos que aún ardían en su piel y presentimientos que la inquietaban. Había algo en la forma en que sus manos se demoraban sobre las flores que hablaba de duda, de nostalgia… O quizás de algo más sutil, algo aún no nombrado siquiera en su propia conciencia.

El amanecer continuaba su ascenso lento y pálido, extendiendo su fulgor sobre las sombras persistentes de la noche. Pero no parecía notarlo. Seguía allí, inmóvil, con los dedos suspendidos sobre los pétalos, como si esperara una respuesta de la tierra misma.
La brisa del amanecer arrastraba consigo el aroma fresco de la tierra humedecida por el rocío. La hierba se curvaba bajo el peso de la humedad matinal, y las flores, bañadas por la tenue luz del alba, parecían exhalar un susurro al ser acariciadas por el viento. Ella estaba arrodillada entre ellas, con la cabeza apenas inclinada hacia un grupo de pétalos pálidos que yacían abiertos a su alrededor. Sus dedos, cubiertos por guantes oscuros, rozaban con una delicadeza inusual la superficie de las flores, como si temiera quebrarlas con el más leve descuido. La textura sedosa de los pétalos contrastaba con la aspereza del cuero de sus guantes, y sin embargo, la caricia era ligera, casi reverente. Sus alas permanecían plegadas contra su espalda, inmóviles, como si el peso de un pensamiento profundo las hubiera anclado a la quietud. La oscuridad de su atuendo se desdibujaba con la penumbra de los árboles cercanos, pero los reflejos de la luz temprana atrapaban pequeños destellos en las plumas, recordando que no todo en ella era sombra. La mirada de Móiril vagaba, no en el entorno inmediato, sino en un punto indeterminado más allá del jardín. Se perdía en pensamientos que viajaban entre tiempos y distancias, atrapada entre recuerdos que aún ardían en su piel y presentimientos que la inquietaban. Había algo en la forma en que sus manos se demoraban sobre las flores que hablaba de duda, de nostalgia… O quizás de algo más sutil, algo aún no nombrado siquiera en su propia conciencia. El amanecer continuaba su ascenso lento y pálido, extendiendo su fulgor sobre las sombras persistentes de la noche. Pero no parecía notarlo. Seguía allí, inmóvil, con los dedos suspendidos sobre los pétalos, como si esperara una respuesta de la tierra misma.
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