Bajo la cúpula de un sol moribundo, ella cerró los ojos y entregó su rostro a la última luz de la tarde. La sangre del cielo se derramaba sobre su piel pálida, tiñéndola con el resplandor de un incendio distante, uno que ardía más allá del tiempo, consumiendo recuerdos y promesas incumplidas. Sus cabellos, ríos de oro pálido, se mecían con los susurros de una brisa traía secretos olvidados.
El vestido negro caía sobre su cuerpo como la noche misma, tejido con sombras y susurros. En sus pliegues se ocultaban secretos que nadie debía pronunciar, historias que dormían entre el eco de pasos ya extintos. La tela ondeaba suavemente, besada por el viento cargado con el aroma de amapolas marchitas, como si el aire mismo intentara sostenerla, evitar que se desvaneciera con la caída del sol.
Su piel tenía la tersura de la luna en invierno, pálida, inalcanzable, marcada apenas por la memoria de caricias que nunca se atrevieron a tocarla del todo. La curva de su cuello, expuesta en un gesto de entrega, hablaba de algo más profundo que la simple melancolía: era una aceptación silenciosa del destino, una rendición a la marea implacable del tiempo.
Sus ojos, aunque cerrados, guardaban el peso de aquello que había visto, de los caminos recorridos en soledad, de las noches en las que el insomnio le susurró verdades que preferiría no haber escuchado. Había en ella algo de las antiguas profecías, de los presagios leídos en las llamas y en el vuelo errático de los cuervos. Un espíritu atrapado entre el ocaso y la eternidad, entre la luz y la sombra, entre la vida y algo que se le parecía demasiado a la muerte.
Porque ella no era una criatura de un solo mundo.
Pertenecía a la penumbra de lo que no se dice, a la frontera difusa entre lo real y lo perdido. Cada amapola que crecía a sus pies llevaba un poco de su sangre, un poco de su memoria, como si el suelo mismo la reclamara, ansioso por susurrar su nombre entre las raíces. Pero aún así, seguía de pie, altiva en su fragilidad, sostenida por la única certeza que jamás la había abandonado:
La luz puede tocar la sombra, pero nunca la poseerá del todo.
Y en ese momento, con el sol cayendo tras sus párpados, ella fue ambas cosas.
El vestido negro caía sobre su cuerpo como la noche misma, tejido con sombras y susurros. En sus pliegues se ocultaban secretos que nadie debía pronunciar, historias que dormían entre el eco de pasos ya extintos. La tela ondeaba suavemente, besada por el viento cargado con el aroma de amapolas marchitas, como si el aire mismo intentara sostenerla, evitar que se desvaneciera con la caída del sol.
Su piel tenía la tersura de la luna en invierno, pálida, inalcanzable, marcada apenas por la memoria de caricias que nunca se atrevieron a tocarla del todo. La curva de su cuello, expuesta en un gesto de entrega, hablaba de algo más profundo que la simple melancolía: era una aceptación silenciosa del destino, una rendición a la marea implacable del tiempo.
Sus ojos, aunque cerrados, guardaban el peso de aquello que había visto, de los caminos recorridos en soledad, de las noches en las que el insomnio le susurró verdades que preferiría no haber escuchado. Había en ella algo de las antiguas profecías, de los presagios leídos en las llamas y en el vuelo errático de los cuervos. Un espíritu atrapado entre el ocaso y la eternidad, entre la luz y la sombra, entre la vida y algo que se le parecía demasiado a la muerte.
Porque ella no era una criatura de un solo mundo.
Pertenecía a la penumbra de lo que no se dice, a la frontera difusa entre lo real y lo perdido. Cada amapola que crecía a sus pies llevaba un poco de su sangre, un poco de su memoria, como si el suelo mismo la reclamara, ansioso por susurrar su nombre entre las raíces. Pero aún así, seguía de pie, altiva en su fragilidad, sostenida por la única certeza que jamás la había abandonado:
La luz puede tocar la sombra, pero nunca la poseerá del todo.
Y en ese momento, con el sol cayendo tras sus párpados, ella fue ambas cosas.
Bajo la cúpula de un sol moribundo, ella cerró los ojos y entregó su rostro a la última luz de la tarde. La sangre del cielo se derramaba sobre su piel pálida, tiñéndola con el resplandor de un incendio distante, uno que ardía más allá del tiempo, consumiendo recuerdos y promesas incumplidas. Sus cabellos, ríos de oro pálido, se mecían con los susurros de una brisa traía secretos olvidados.
El vestido negro caía sobre su cuerpo como la noche misma, tejido con sombras y susurros. En sus pliegues se ocultaban secretos que nadie debía pronunciar, historias que dormían entre el eco de pasos ya extintos. La tela ondeaba suavemente, besada por el viento cargado con el aroma de amapolas marchitas, como si el aire mismo intentara sostenerla, evitar que se desvaneciera con la caída del sol.
Su piel tenía la tersura de la luna en invierno, pálida, inalcanzable, marcada apenas por la memoria de caricias que nunca se atrevieron a tocarla del todo. La curva de su cuello, expuesta en un gesto de entrega, hablaba de algo más profundo que la simple melancolía: era una aceptación silenciosa del destino, una rendición a la marea implacable del tiempo.
Sus ojos, aunque cerrados, guardaban el peso de aquello que había visto, de los caminos recorridos en soledad, de las noches en las que el insomnio le susurró verdades que preferiría no haber escuchado. Había en ella algo de las antiguas profecías, de los presagios leídos en las llamas y en el vuelo errático de los cuervos. Un espíritu atrapado entre el ocaso y la eternidad, entre la luz y la sombra, entre la vida y algo que se le parecía demasiado a la muerte.
Porque ella no era una criatura de un solo mundo.
Pertenecía a la penumbra de lo que no se dice, a la frontera difusa entre lo real y lo perdido. Cada amapola que crecía a sus pies llevaba un poco de su sangre, un poco de su memoria, como si el suelo mismo la reclamara, ansioso por susurrar su nombre entre las raíces. Pero aún así, seguía de pie, altiva en su fragilidad, sostenida por la única certeza que jamás la había abandonado:
La luz puede tocar la sombra, pero nunca la poseerá del todo.
Y en ese momento, con el sol cayendo tras sus párpados, ella fue ambas cosas.
