La lluvia caía en un murmullo constante, difuminando los contornos de la ciudad en un lienzo de reflejos distorsionados. Desde el umbral de una pequeña librería, ella observaba en silencio, con la capucha baja sobre el rostro y los pliegues oscuros de su atuendo aferrándose a su silueta empapada. Sus ropajes eran más discretos de lo habitual, telas comunes que no despertaban sospechas, pero aun así, lo suficientemente cerrados como para ocultar lo que debía permanecer en las sombras. El agua resbalaba por los bordes de su capa y caía en diminutas salpicaduras sobre el suelo de madera desgastada, marcando su presencia en un mundo que apenas la notaba.

Dentro, el aroma a papel envejecido y tinta se mezclaba con el calor reconfortante del té humeante entre sus manos enguantadas. El dueño de la tienda, un anciano de mirada cansada pero amable, apenas le dedicó una breve ojeada antes de volver a su rincón, como si ya estuviera acostumbrado a la figura silenciosa que de vez en cuando buscaba refugio entre sus estantes. Era mejor así.

Pasó las páginas de un libro sin urgencia, sintiendo la textura del papel bajo la yema de sus dedos como si en cada surco, en cada letra impresa, pudiera hallar un vestigio de algo que ya no recordaba del todo. Afuera, la lluvia continuaba su monótona sinfonía contra los cristales, arrastrando los murmullos de la ciudad en la distancia, como un eco lejano de una vida que nunca había sido suya.

Por un instante, el tiempo pareció suspenderse. No había sombras acechando, ni presencias que adivinar en la penumbra. No existían conspiraciones, promesas rotas o heridas latentes. Solo el tenue resplandor de una lámpara sobre la madera oscura, el calor que se filtraba a través de la porcelana entre sus manos, y la ilusoria tranquilidad de un mundo que, aunque ajeno, se sentía extrañamente cercano.

Quizá, si cerraba los ojos el tiempo suficiente, podría imaginar que alguna vez le había pertenecido.
La lluvia caía en un murmullo constante, difuminando los contornos de la ciudad en un lienzo de reflejos distorsionados. Desde el umbral de una pequeña librería, ella observaba en silencio, con la capucha baja sobre el rostro y los pliegues oscuros de su atuendo aferrándose a su silueta empapada. Sus ropajes eran más discretos de lo habitual, telas comunes que no despertaban sospechas, pero aun así, lo suficientemente cerrados como para ocultar lo que debía permanecer en las sombras. El agua resbalaba por los bordes de su capa y caía en diminutas salpicaduras sobre el suelo de madera desgastada, marcando su presencia en un mundo que apenas la notaba. Dentro, el aroma a papel envejecido y tinta se mezclaba con el calor reconfortante del té humeante entre sus manos enguantadas. El dueño de la tienda, un anciano de mirada cansada pero amable, apenas le dedicó una breve ojeada antes de volver a su rincón, como si ya estuviera acostumbrado a la figura silenciosa que de vez en cuando buscaba refugio entre sus estantes. Era mejor así. Pasó las páginas de un libro sin urgencia, sintiendo la textura del papel bajo la yema de sus dedos como si en cada surco, en cada letra impresa, pudiera hallar un vestigio de algo que ya no recordaba del todo. Afuera, la lluvia continuaba su monótona sinfonía contra los cristales, arrastrando los murmullos de la ciudad en la distancia, como un eco lejano de una vida que nunca había sido suya. Por un instante, el tiempo pareció suspenderse. No había sombras acechando, ni presencias que adivinar en la penumbra. No existían conspiraciones, promesas rotas o heridas latentes. Solo el tenue resplandor de una lámpara sobre la madera oscura, el calor que se filtraba a través de la porcelana entre sus manos, y la ilusoria tranquilidad de un mundo que, aunque ajeno, se sentía extrañamente cercano. Quizá, si cerraba los ojos el tiempo suficiente, podría imaginar que alguna vez le había pertenecido.
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