El café comenzaba a llenarse de vida esa mañana. Las risas y las conversaciones llenaban el aire. Mientras atendía a los clientes, mi mirada se desvió hacia un grupo de chicas jóvenes, probablemente de mi edad. Estaban sentadas en una mesa cerca de la ventana, reían y charlaban con naturalidad y espontaneidad. Hablaban de sus días en la universidad, de chicos, de planes para el fin de semana. Sus sonrisas eran dulces y genuinas, sus gestos despreocupados.
Las observé detenidamente, analizando cada movimiento, cada expresión. De forma bastante seguida solía evaluar el comportamiento y actitudes de las chicas de mi edad, intentaba imitar su comportamiento, parecer una chica normal como ellas. Pero para mí, era una tarea monumental. Intentar comportarme como ellas resultaba más difícil que ejecutar un Grand Jeté en tournant perfecto o que coordinar de forma excepcional el uso simultáneo de una espada y una daga en medio de un combate.
—Aquí tienes tu café —dije con una forzada sonrisa que intentaba ser genuina, mientras colocaba la taza frente a una de las chicas—. ¿Algo más que pueda traerles?
—No, gracias —respondió una de ellas, devolviéndome la sonrisa.
Me alejé de la mesa, tratando de mantener la fachada. Pero en mi mente, la comparación era inevitable.
—¿Cómo lo hacen? —murmuré para mí misma mientras limpiaba una mesa vacía.
La respuesta no era sencilla. Para ellas, la vida era una serie de momentos simples y felices. Para mí, cada día era una actuación, un intento desesperado por encajar en un mundo que no comprendía. La violencia y el caos eran mi realidad, y tratar de ocultarlos bajo una máscara de normalidad era un desafío constante.
Mientras continuaba con mi trabajo, seguí observando a las chicas, intentando aprender de ellas. Pero sabía que, por mucho que lo intentara, siempre habría una parte de mí que no encajaría. Y eso, quizás, era lo más difícil de aceptar.
Las observé detenidamente, analizando cada movimiento, cada expresión. De forma bastante seguida solía evaluar el comportamiento y actitudes de las chicas de mi edad, intentaba imitar su comportamiento, parecer una chica normal como ellas. Pero para mí, era una tarea monumental. Intentar comportarme como ellas resultaba más difícil que ejecutar un Grand Jeté en tournant perfecto o que coordinar de forma excepcional el uso simultáneo de una espada y una daga en medio de un combate.
—Aquí tienes tu café —dije con una forzada sonrisa que intentaba ser genuina, mientras colocaba la taza frente a una de las chicas—. ¿Algo más que pueda traerles?
—No, gracias —respondió una de ellas, devolviéndome la sonrisa.
Me alejé de la mesa, tratando de mantener la fachada. Pero en mi mente, la comparación era inevitable.
—¿Cómo lo hacen? —murmuré para mí misma mientras limpiaba una mesa vacía.
La respuesta no era sencilla. Para ellas, la vida era una serie de momentos simples y felices. Para mí, cada día era una actuación, un intento desesperado por encajar en un mundo que no comprendía. La violencia y el caos eran mi realidad, y tratar de ocultarlos bajo una máscara de normalidad era un desafío constante.
Mientras continuaba con mi trabajo, seguí observando a las chicas, intentando aprender de ellas. Pero sabía que, por mucho que lo intentara, siempre habría una parte de mí que no encajaría. Y eso, quizás, era lo más difícil de aceptar.
El café comenzaba a llenarse de vida esa mañana. Las risas y las conversaciones llenaban el aire. Mientras atendía a los clientes, mi mirada se desvió hacia un grupo de chicas jóvenes, probablemente de mi edad. Estaban sentadas en una mesa cerca de la ventana, reían y charlaban con naturalidad y espontaneidad. Hablaban de sus días en la universidad, de chicos, de planes para el fin de semana. Sus sonrisas eran dulces y genuinas, sus gestos despreocupados.
Las observé detenidamente, analizando cada movimiento, cada expresión. De forma bastante seguida solía evaluar el comportamiento y actitudes de las chicas de mi edad, intentaba imitar su comportamiento, parecer una chica normal como ellas. Pero para mí, era una tarea monumental. Intentar comportarme como ellas resultaba más difícil que ejecutar un Grand Jeté en tournant perfecto o que coordinar de forma excepcional el uso simultáneo de una espada y una daga en medio de un combate.
—Aquí tienes tu café —dije con una forzada sonrisa que intentaba ser genuina, mientras colocaba la taza frente a una de las chicas—. ¿Algo más que pueda traerles?
—No, gracias —respondió una de ellas, devolviéndome la sonrisa.
Me alejé de la mesa, tratando de mantener la fachada. Pero en mi mente, la comparación era inevitable.
—¿Cómo lo hacen? —murmuré para mí misma mientras limpiaba una mesa vacía.
La respuesta no era sencilla. Para ellas, la vida era una serie de momentos simples y felices. Para mí, cada día era una actuación, un intento desesperado por encajar en un mundo que no comprendía. La violencia y el caos eran mi realidad, y tratar de ocultarlos bajo una máscara de normalidad era un desafío constante.
Mientras continuaba con mi trabajo, seguí observando a las chicas, intentando aprender de ellas. Pero sabía que, por mucho que lo intentara, siempre habría una parte de mí que no encajaría. Y eso, quizás, era lo más difícil de aceptar.