Lenore caminaba por los pasillos de su castillo, la suavidad de su capa roja flotando detrás de ella como un recordatorio constante de su autoridad. Para muchos, era la imagen de la perfección: pequeña, delicada, con una belleza que parecía inocente, pero que escondía un intelecto afilado como una daga. Sus hermanas la llamaban diplomática, una palabra que no hacía justicia a su verdadera naturaleza. Lenore no negociaba; ella moldeaba voluntades como un escultor con arcilla, transformando el rechazo en obediencia y la duda en devoción.
Con Hector había sido un arte. Había jugado su papel con precisión milimétrica: la confidente, la protectora, la amante. Cada gesto, cada sonrisa, era una herramienta para envolverlo en su red. Pero cuando lo miraba en la oscuridad, encadenado por su contrato, algo dentro de ella titilaba, una chispa de compasión que no encajaba con la crueldad inherente a su especie.
Sabía que él la odiaba, y quizás tenía razón para hacerlo, pero no podía evitar sentirse orgullosa de su logro. Era su victoria, su obra maestra. Sin embargo, en sus momentos más solitarios, Lenore se preguntaba si algún día llegaría a ser más que eso: la eterna manipuladora, la arquitecta de alianzas forzadas.
Una sombra en el mundo inmortal.
Con Hector había sido un arte. Había jugado su papel con precisión milimétrica: la confidente, la protectora, la amante. Cada gesto, cada sonrisa, era una herramienta para envolverlo en su red. Pero cuando lo miraba en la oscuridad, encadenado por su contrato, algo dentro de ella titilaba, una chispa de compasión que no encajaba con la crueldad inherente a su especie.
Sabía que él la odiaba, y quizás tenía razón para hacerlo, pero no podía evitar sentirse orgullosa de su logro. Era su victoria, su obra maestra. Sin embargo, en sus momentos más solitarios, Lenore se preguntaba si algún día llegaría a ser más que eso: la eterna manipuladora, la arquitecta de alianzas forzadas.
Una sombra en el mundo inmortal.
Lenore caminaba por los pasillos de su castillo, la suavidad de su capa roja flotando detrás de ella como un recordatorio constante de su autoridad. Para muchos, era la imagen de la perfección: pequeña, delicada, con una belleza que parecía inocente, pero que escondía un intelecto afilado como una daga. Sus hermanas la llamaban diplomática, una palabra que no hacía justicia a su verdadera naturaleza. Lenore no negociaba; ella moldeaba voluntades como un escultor con arcilla, transformando el rechazo en obediencia y la duda en devoción.
Con Hector había sido un arte. Había jugado su papel con precisión milimétrica: la confidente, la protectora, la amante. Cada gesto, cada sonrisa, era una herramienta para envolverlo en su red. Pero cuando lo miraba en la oscuridad, encadenado por su contrato, algo dentro de ella titilaba, una chispa de compasión que no encajaba con la crueldad inherente a su especie.
Sabía que él la odiaba, y quizás tenía razón para hacerlo, pero no podía evitar sentirse orgullosa de su logro. Era su victoria, su obra maestra. Sin embargo, en sus momentos más solitarios, Lenore se preguntaba si algún día llegaría a ser más que eso: la eterna manipuladora, la arquitecta de alianzas forzadas.
Una sombra en el mundo inmortal.