Carmina estaba acurrucada en su sillón favorito, envuelta en una manta mientras la lluvia golpeaba suavemente la ventana. En una mano sostenía su celular y en la otra un chocolate caliente que comenzaba a enfriarse. Decidió usar la tranquila noche para buscar algo especial para la fiesta de fin de año a la que sus amigos la habían arrastrado.

Deslizó su dedo por la pantalla, revisando vestidos brillantes, ajustados y llenos de lentejuelas. Demasiado exagerado. Esto parece una bola de disco. ¿Quién se pondría algo tan corto en diciembre? pensaba mientras descartaba una opción tras otra.

En su distracción, un toque mal calculado la llevó a otra sección de la tienda. Carmina frunció el ceño al ver que la pantalla se llenó de pequeños mamelucos pastel, gorritos con orejitas y zapatitos diminutos.

—¿Ropa para bebés? ¿Cómo terminé aquí? —murmuró, lista para retroceder. Pero entonces sus ojos se posaron en un enterizo blanco con un bordado de conejo, y algo dentro de ella se detuvo. Contra todo pronóstico, amplió la imagen. ¿Cómo pueden hacer algo tan adorable?

Sin darse cuenta, empezó a explorar más opciones. Había vestidos con volantes, bufanditas diminutas y hasta unas botitas que parecían hechas para muñecos. Una sonrisa involuntaria apareció en sus labios mientras su mente empezaba a divagar.

De pronto, se imaginó sosteniendo a un bebé con ojos brillantes y una risita contagiosa, envuelto en una manta de lana. Visualizó pequeñas manos aferrándose a su dedo, y una vocecita que algún día podría llamarla “mamá”.

Carmina se sobresaltó, sacudiendo la cabeza como si quisiera borrar aquella imagen. —¡Por Dios! Ni novio tengo, ¿qué voy a andar pensando en bebés? —dijo en voz alta, riéndose de sí misma mientras un leve rubor teñía sus mejillas.

Aun así, no pudo evitar deslizar un poco más, mirando los zapatitos y los gorritos con una mezcla de ternura y desconcierto. Había algo reconfortante en imaginar un futuro que hasta ahora nunca se había planteado seriamente.

Finalmente, cerró la sección y volvió a los vestidos para la fiesta de fin de año, pero su mente no dejaba de volver al pequeño mameluco de conejo. Esa noche, antes de dormir, se sorprendió sonriendo ante la idea de que, quizá, algún día, ese pensamiento no sería tan descabellado como parecía ahora.

Carmina estaba acurrucada en su sillón favorito, envuelta en una manta mientras la lluvia golpeaba suavemente la ventana. En una mano sostenía su celular y en la otra un chocolate caliente que comenzaba a enfriarse. Decidió usar la tranquila noche para buscar algo especial para la fiesta de fin de año a la que sus amigos la habían arrastrado. Deslizó su dedo por la pantalla, revisando vestidos brillantes, ajustados y llenos de lentejuelas. Demasiado exagerado. Esto parece una bola de disco. ¿Quién se pondría algo tan corto en diciembre? pensaba mientras descartaba una opción tras otra. En su distracción, un toque mal calculado la llevó a otra sección de la tienda. Carmina frunció el ceño al ver que la pantalla se llenó de pequeños mamelucos pastel, gorritos con orejitas y zapatitos diminutos. —¿Ropa para bebés? ¿Cómo terminé aquí? —murmuró, lista para retroceder. Pero entonces sus ojos se posaron en un enterizo blanco con un bordado de conejo, y algo dentro de ella se detuvo. Contra todo pronóstico, amplió la imagen. ¿Cómo pueden hacer algo tan adorable? Sin darse cuenta, empezó a explorar más opciones. Había vestidos con volantes, bufanditas diminutas y hasta unas botitas que parecían hechas para muñecos. Una sonrisa involuntaria apareció en sus labios mientras su mente empezaba a divagar. De pronto, se imaginó sosteniendo a un bebé con ojos brillantes y una risita contagiosa, envuelto en una manta de lana. Visualizó pequeñas manos aferrándose a su dedo, y una vocecita que algún día podría llamarla “mamá”. Carmina se sobresaltó, sacudiendo la cabeza como si quisiera borrar aquella imagen. —¡Por Dios! Ni novio tengo, ¿qué voy a andar pensando en bebés? —dijo en voz alta, riéndose de sí misma mientras un leve rubor teñía sus mejillas. Aun así, no pudo evitar deslizar un poco más, mirando los zapatitos y los gorritos con una mezcla de ternura y desconcierto. Había algo reconfortante en imaginar un futuro que hasta ahora nunca se había planteado seriamente. Finalmente, cerró la sección y volvió a los vestidos para la fiesta de fin de año, pero su mente no dejaba de volver al pequeño mameluco de conejo. Esa noche, antes de dormir, se sorprendió sonriendo ante la idea de que, quizá, algún día, ese pensamiento no sería tan descabellado como parecía ahora.
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