La Cena Silenciosa
La mesa era enorme, de mármol blanco pulido, rodeada de sillas tapizadas en terciopelo gris. Un candelabro de cristal colgaba sobre ellos, iluminando la sala con una luz cálida pero distante, como si quisiera ofrecer consuelo sin lograrlo. La casa era, sin duda, un reflejo del éxito de su padre: todo impecable, todo caro, todo intocable. Pero para Cho, no era más que un escenario vacío.
Sentada en una de las esquinas de la mesa, Cho observaba en silencio mientras su padre, su esposa y su hermanastro interactuaban como si ella no estuviera ahí. Su padre llevaba una camisa perfectamente planchada y hablaba animadamente con su esposa, una mujer que parecía diseñada para encajar en esa vida de lujo: cabello impecable, uñas perfectamente pintadas, y una sonrisa ensayada que solo usaba para quienes le importaban. Su hermanastro, un niño de seis años con energía desbordante, interrumpía constantemente, pidiendo más jugo o mostrando sus garabatos escolares.
"Papá, mira esto, lo hice hoy en la escuela", dijo el niño, agitando un papel lleno de líneas torcidas y colores saturados.
"¡Es increíble, campeón!", respondió su padre con una sonrisa amplia y genuina.
Cho, por otro lado, se limitaba a picar la comida en su plato, sin probar bocado. Nadie le preguntó cómo había estado su día. Nadie notó que había llegado tarde porque había perdido el primer autobús. Nadie se percató de que no había dicho una sola palabra desde que se sentó.
De vez en cuando, su padre la miraba de reojo, pero no decía nada. Tal vez no sabía qué decirle. Tal vez no le importaba. Cho ni siquiera podía recordar cuándo fue la última vez que tuvieron una conversación que fuera más allá de lo básico.
"¿Te gusta el salmón, Cho?" preguntó la esposa de su padre de repente, rompiendo el silencio.
Cho levantó la mirada y asintió ligeramente. — Sí, está bien —, murmuró, aunque no había probado un solo bocado.
La mujer simplemente asintió y volvió a concentrarse en su marido, como si la respuesta de Cho no hubiera tenido relevancia alguna.
Mientras los demás reían y compartían anécdotas, Cho se sentía cada vez más pequeña, más ajena. Esta no era su familia. No importaba cuántas cenas compartieran o cuántas veces su padre intentara incluirla en su vida perfecta, siempre sería la hija del matrimonio anterior, la pieza que nunca encajaba.
Terminó la cena sin decir nada más. Se levantó para llevar su plato a la cocina, pero nadie lo notó. Luego subió las escaleras hacia su habitación, su único refugio en esa casa.
Al abrir la puerta, la familiaridad de su espacio la tranquilizó un poco. La habitación era grande, con muebles de madera tallada a mano y sábanas de las mejores telas, todo elegido con el dinero de su padre, quizá como una forma de limpiar su conciencia. Pero Cho se había asegurado de que el lugar tuviera su propio toque. Las paredes estaban cubiertas de pósters de sus bandas favoritas, un contraste extraño pero reconfortante con los acabados lujosos. Había estanterías repletas de libros de magia, cristales y objetos esotéricos, y veladoras que llenaban el aire con un tenue aroma a lavanda y sándalo. Sobre el escritorio, varios collares, anillos y pequeños amuletos se esparcían desordenadamente, junto con un diario abierto, donde a veces volcaba pensamientos que no podía decir en voz alta.
Se dejó caer sobre la cama, mirando el techo alto decorado con molduras intrincadas. Aunque había llenado la habitación con cosas que la representaban, el espacio seguía pareciendo ajeno. Todo en esa casa le recordaba que no pertenecía ahí, ni a esa vida, ni a esa familia.
Tomó una de las veladoras de su mesita y la encendió, observando la llama parpadear en el aire quieto. Quizá, pensó, el dinero podía comprar muebles lujosos y un techo perfecto, pero no podía comprar amor, ni cercanía, ni ese hogar que había perdido hacía mucho tiempo.
La mesa era enorme, de mármol blanco pulido, rodeada de sillas tapizadas en terciopelo gris. Un candelabro de cristal colgaba sobre ellos, iluminando la sala con una luz cálida pero distante, como si quisiera ofrecer consuelo sin lograrlo. La casa era, sin duda, un reflejo del éxito de su padre: todo impecable, todo caro, todo intocable. Pero para Cho, no era más que un escenario vacío.
Sentada en una de las esquinas de la mesa, Cho observaba en silencio mientras su padre, su esposa y su hermanastro interactuaban como si ella no estuviera ahí. Su padre llevaba una camisa perfectamente planchada y hablaba animadamente con su esposa, una mujer que parecía diseñada para encajar en esa vida de lujo: cabello impecable, uñas perfectamente pintadas, y una sonrisa ensayada que solo usaba para quienes le importaban. Su hermanastro, un niño de seis años con energía desbordante, interrumpía constantemente, pidiendo más jugo o mostrando sus garabatos escolares.
"Papá, mira esto, lo hice hoy en la escuela", dijo el niño, agitando un papel lleno de líneas torcidas y colores saturados.
"¡Es increíble, campeón!", respondió su padre con una sonrisa amplia y genuina.
Cho, por otro lado, se limitaba a picar la comida en su plato, sin probar bocado. Nadie le preguntó cómo había estado su día. Nadie notó que había llegado tarde porque había perdido el primer autobús. Nadie se percató de que no había dicho una sola palabra desde que se sentó.
De vez en cuando, su padre la miraba de reojo, pero no decía nada. Tal vez no sabía qué decirle. Tal vez no le importaba. Cho ni siquiera podía recordar cuándo fue la última vez que tuvieron una conversación que fuera más allá de lo básico.
"¿Te gusta el salmón, Cho?" preguntó la esposa de su padre de repente, rompiendo el silencio.
Cho levantó la mirada y asintió ligeramente. — Sí, está bien —, murmuró, aunque no había probado un solo bocado.
La mujer simplemente asintió y volvió a concentrarse en su marido, como si la respuesta de Cho no hubiera tenido relevancia alguna.
Mientras los demás reían y compartían anécdotas, Cho se sentía cada vez más pequeña, más ajena. Esta no era su familia. No importaba cuántas cenas compartieran o cuántas veces su padre intentara incluirla en su vida perfecta, siempre sería la hija del matrimonio anterior, la pieza que nunca encajaba.
Terminó la cena sin decir nada más. Se levantó para llevar su plato a la cocina, pero nadie lo notó. Luego subió las escaleras hacia su habitación, su único refugio en esa casa.
Al abrir la puerta, la familiaridad de su espacio la tranquilizó un poco. La habitación era grande, con muebles de madera tallada a mano y sábanas de las mejores telas, todo elegido con el dinero de su padre, quizá como una forma de limpiar su conciencia. Pero Cho se había asegurado de que el lugar tuviera su propio toque. Las paredes estaban cubiertas de pósters de sus bandas favoritas, un contraste extraño pero reconfortante con los acabados lujosos. Había estanterías repletas de libros de magia, cristales y objetos esotéricos, y veladoras que llenaban el aire con un tenue aroma a lavanda y sándalo. Sobre el escritorio, varios collares, anillos y pequeños amuletos se esparcían desordenadamente, junto con un diario abierto, donde a veces volcaba pensamientos que no podía decir en voz alta.
Se dejó caer sobre la cama, mirando el techo alto decorado con molduras intrincadas. Aunque había llenado la habitación con cosas que la representaban, el espacio seguía pareciendo ajeno. Todo en esa casa le recordaba que no pertenecía ahí, ni a esa vida, ni a esa familia.
Tomó una de las veladoras de su mesita y la encendió, observando la llama parpadear en el aire quieto. Quizá, pensó, el dinero podía comprar muebles lujosos y un techo perfecto, pero no podía comprar amor, ni cercanía, ni ese hogar que había perdido hacía mucho tiempo.
La Cena Silenciosa
La mesa era enorme, de mármol blanco pulido, rodeada de sillas tapizadas en terciopelo gris. Un candelabro de cristal colgaba sobre ellos, iluminando la sala con una luz cálida pero distante, como si quisiera ofrecer consuelo sin lograrlo. La casa era, sin duda, un reflejo del éxito de su padre: todo impecable, todo caro, todo intocable. Pero para Cho, no era más que un escenario vacío.
Sentada en una de las esquinas de la mesa, Cho observaba en silencio mientras su padre, su esposa y su hermanastro interactuaban como si ella no estuviera ahí. Su padre llevaba una camisa perfectamente planchada y hablaba animadamente con su esposa, una mujer que parecía diseñada para encajar en esa vida de lujo: cabello impecable, uñas perfectamente pintadas, y una sonrisa ensayada que solo usaba para quienes le importaban. Su hermanastro, un niño de seis años con energía desbordante, interrumpía constantemente, pidiendo más jugo o mostrando sus garabatos escolares.
"Papá, mira esto, lo hice hoy en la escuela", dijo el niño, agitando un papel lleno de líneas torcidas y colores saturados.
"¡Es increíble, campeón!", respondió su padre con una sonrisa amplia y genuina.
Cho, por otro lado, se limitaba a picar la comida en su plato, sin probar bocado. Nadie le preguntó cómo había estado su día. Nadie notó que había llegado tarde porque había perdido el primer autobús. Nadie se percató de que no había dicho una sola palabra desde que se sentó.
De vez en cuando, su padre la miraba de reojo, pero no decía nada. Tal vez no sabía qué decirle. Tal vez no le importaba. Cho ni siquiera podía recordar cuándo fue la última vez que tuvieron una conversación que fuera más allá de lo básico.
"¿Te gusta el salmón, Cho?" preguntó la esposa de su padre de repente, rompiendo el silencio.
Cho levantó la mirada y asintió ligeramente. — Sí, está bien —, murmuró, aunque no había probado un solo bocado.
La mujer simplemente asintió y volvió a concentrarse en su marido, como si la respuesta de Cho no hubiera tenido relevancia alguna.
Mientras los demás reían y compartían anécdotas, Cho se sentía cada vez más pequeña, más ajena. Esta no era su familia. No importaba cuántas cenas compartieran o cuántas veces su padre intentara incluirla en su vida perfecta, siempre sería la hija del matrimonio anterior, la pieza que nunca encajaba.
Terminó la cena sin decir nada más. Se levantó para llevar su plato a la cocina, pero nadie lo notó. Luego subió las escaleras hacia su habitación, su único refugio en esa casa.
Al abrir la puerta, la familiaridad de su espacio la tranquilizó un poco. La habitación era grande, con muebles de madera tallada a mano y sábanas de las mejores telas, todo elegido con el dinero de su padre, quizá como una forma de limpiar su conciencia. Pero Cho se había asegurado de que el lugar tuviera su propio toque. Las paredes estaban cubiertas de pósters de sus bandas favoritas, un contraste extraño pero reconfortante con los acabados lujosos. Había estanterías repletas de libros de magia, cristales y objetos esotéricos, y veladoras que llenaban el aire con un tenue aroma a lavanda y sándalo. Sobre el escritorio, varios collares, anillos y pequeños amuletos se esparcían desordenadamente, junto con un diario abierto, donde a veces volcaba pensamientos que no podía decir en voz alta.
Se dejó caer sobre la cama, mirando el techo alto decorado con molduras intrincadas. Aunque había llenado la habitación con cosas que la representaban, el espacio seguía pareciendo ajeno. Todo en esa casa le recordaba que no pertenecía ahí, ni a esa vida, ni a esa familia.
Tomó una de las veladoras de su mesita y la encendió, observando la llama parpadear en el aire quieto. Quizá, pensó, el dinero podía comprar muebles lujosos y un techo perfecto, pero no podía comprar amor, ni cercanía, ni ese hogar que había perdido hacía mucho tiempo.