El chirrido del último escalón resonó en la pequeña escalera que conectaba la tienda de conveniencia con el apartamento familiar en el segundo piso. Carmina cargaba una bolsa de provisiones mientras sus pasos fatigados marcaban el final de otro turno. Apenas pasaba de las diez de la noche, pero su cuerpo ya pedía descanso.
La puerta del apartamento estaba entreabierta. Carmina frunció el ceño, alarmada. Lucia, su abuela, siempre se aseguraba de cerrarla con cuidado. Dejó la bolsa en la entrada y empujó la puerta.
—¿Nonna? —llamó, su voz temblando ligeramente.
No hubo respuesta. La luz de la cocina estaba encendida, proyectando sombras alargadas en el estrecho pasillo. Carmina avanzó, su corazón latiendo con fuerza. Al llegar al comedor, su estómago se hundió: Lucia yacía en el suelo, inmóvil, con una mano extendida hacia la mesa.
—¡Nonna! —gritó, corriendo hacia ella.
Se arrodilló a su lado, sus manos temblorosas buscando algún signo de respuesta. Lucia abrió los ojos lentamente, un gemido suave escapando de sus labios.
—Estoy bien, niña... solo un mareo —murmuró, su voz débil pero firme.
Carmina no podía tranquilizarse. Las palabras de su abuela no coincidían con la palidez de su rostro ni con la forma en que su cuerpo parecía sin fuerzas. Ayudándola a sentarse con cuidado, buscó su teléfono móvil y marcó rápidamente el número de emergencias.
—Nonna, no es solo un mareo. Vamos al hospital —dijo, tratando de sonar más calmada de lo que se sentía.
Lucia intentó protestar, pero Carmina no cedió. En minutos, una ambulancia llegó frente a la tienda, iluminando la calle con luces rojas y azules que rompían la quietud de la noche.
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Horas después, Carmina estaba sentada en una silla incómoda de la sala de espera de urgencias, con un vaso de café en la mano. Su mente estaba en un torbellino. Lucia había sido llevada para una serie de pruebas, y aunque los paramédicos aseguraron que su presión arterial estaba peligrosamente baja, no se atrevían a hacer conjeturas.
La joven apenas notó cuando un médico de cabello gris y expresión tranquila se le acercó.
—¿Eres la nieta de Lucia Valenti?
Carmina asintió rápidamente, poniéndose de pie.
—Sí, soy yo. ¿Cómo está?
El médico esbozó una leve sonrisa.
—Tu abuela está estable. Parece que tuvo una caída por un episodio de hipotensión. Vamos a mantenerla en observación por la noche, pero estará bien. Lo más importante será asegurarse de que descanse y siga una dieta adecuada para evitar esto en el futuro.
Carmina soltó un suspiro que ni siquiera sabía que estaba conteniendo.
—Gracias, doctor. ¿Puedo verla?
El médico asintió y la guió a una pequeña sala. Allí estaba Lucia, recostada en una camilla, con una expresión más relajada. Cuando Carmina entró, su abuela abrió los ojos y sonrió suavemente.
—Te dije que no era nada —bromeó con voz ronca.
Carmina se dejó caer en la silla junto a ella, tomando su mano con cuidado.
—Nonna, casi me das un infarto. Si esto es "nada", no quiero imaginar cómo sería algo serio.
Lucia rió, un sonido suave que alivió un poco la tensión en el pecho de Carmina.
—Sabes, niña... eres muy fuerte. Más de lo que yo era a tu edad. Estoy orgullosa de ti.
Las palabras sorprendieron a Carmina, quien sintió un nudo en la garganta. Esa noche, mientras miraba a su abuela descansar, tomó una decisión silenciosa: haría todo lo posible para cuidar de Lucia, incluso si eso significaba replantear la vida que estaba llevando. No iba a perder a la persona que más amaba.
Las luces del hospital parpadearon débilmente, pero Carmina, por primera vez en mucho tiempo, sintió que podía ver con claridad.
El chirrido del último escalón resonó en la pequeña escalera que conectaba la tienda de conveniencia con el apartamento familiar en el segundo piso. Carmina cargaba una bolsa de provisiones mientras sus pasos fatigados marcaban el final de otro turno. Apenas pasaba de las diez de la noche, pero su cuerpo ya pedía descanso.
La puerta del apartamento estaba entreabierta. Carmina frunció el ceño, alarmada. Lucia, su abuela, siempre se aseguraba de cerrarla con cuidado. Dejó la bolsa en la entrada y empujó la puerta.
—¿Nonna? —llamó, su voz temblando ligeramente.
No hubo respuesta. La luz de la cocina estaba encendida, proyectando sombras alargadas en el estrecho pasillo. Carmina avanzó, su corazón latiendo con fuerza. Al llegar al comedor, su estómago se hundió: Lucia yacía en el suelo, inmóvil, con una mano extendida hacia la mesa.
—¡Nonna! —gritó, corriendo hacia ella.
Se arrodilló a su lado, sus manos temblorosas buscando algún signo de respuesta. Lucia abrió los ojos lentamente, un gemido suave escapando de sus labios.
—Estoy bien, niña... solo un mareo —murmuró, su voz débil pero firme.
Carmina no podía tranquilizarse. Las palabras de su abuela no coincidían con la palidez de su rostro ni con la forma en que su cuerpo parecía sin fuerzas. Ayudándola a sentarse con cuidado, buscó su teléfono móvil y marcó rápidamente el número de emergencias.
—Nonna, no es solo un mareo. Vamos al hospital —dijo, tratando de sonar más calmada de lo que se sentía.
Lucia intentó protestar, pero Carmina no cedió. En minutos, una ambulancia llegó frente a la tienda, iluminando la calle con luces rojas y azules que rompían la quietud de la noche.
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Horas después, Carmina estaba sentada en una silla incómoda de la sala de espera de urgencias, con un vaso de café en la mano. Su mente estaba en un torbellino. Lucia había sido llevada para una serie de pruebas, y aunque los paramédicos aseguraron que su presión arterial estaba peligrosamente baja, no se atrevían a hacer conjeturas.
La joven apenas notó cuando un médico de cabello gris y expresión tranquila se le acercó.
—¿Eres la nieta de Lucia Valenti?
Carmina asintió rápidamente, poniéndose de pie.
—Sí, soy yo. ¿Cómo está?
El médico esbozó una leve sonrisa.
—Tu abuela está estable. Parece que tuvo una caída por un episodio de hipotensión. Vamos a mantenerla en observación por la noche, pero estará bien. Lo más importante será asegurarse de que descanse y siga una dieta adecuada para evitar esto en el futuro.
Carmina soltó un suspiro que ni siquiera sabía que estaba conteniendo.
—Gracias, doctor. ¿Puedo verla?
El médico asintió y la guió a una pequeña sala. Allí estaba Lucia, recostada en una camilla, con una expresión más relajada. Cuando Carmina entró, su abuela abrió los ojos y sonrió suavemente.
—Te dije que no era nada —bromeó con voz ronca.
Carmina se dejó caer en la silla junto a ella, tomando su mano con cuidado.
—Nonna, casi me das un infarto. Si esto es "nada", no quiero imaginar cómo sería algo serio.
Lucia rió, un sonido suave que alivió un poco la tensión en el pecho de Carmina.
—Sabes, niña... eres muy fuerte. Más de lo que yo era a tu edad. Estoy orgullosa de ti.
Las palabras sorprendieron a Carmina, quien sintió un nudo en la garganta. Esa noche, mientras miraba a su abuela descansar, tomó una decisión silenciosa: haría todo lo posible para cuidar de Lucia, incluso si eso significaba replantear la vida que estaba llevando. No iba a perder a la persona que más amaba.
Las luces del hospital parpadearon débilmente, pero Carmina, por primera vez en mucho tiempo, sintió que podía ver con claridad.