Era un día común en la escuela, y Shoko estaba más que lista para una pausa bien merecida. Había sobrevivido a un sinfín de quejas de estudiantes sobre rasguños "mortales" y "heridas letales" que no eran más que cortes superficiales. Todo lo que quería era un café frío de la máquina expendedora cerca de la enfermería.
Con su cigarrillo apagado en los labios y unas monedas en la mano, se dirigió al imponente artefacto, que, según los rumores, tenía una tendencia a "tragarse" el dinero de los estudiantes.
—No me decepciones —le dijo a la máquina, como si fuera un compañero de trabajo que ya había arruinado demasiadas cosas.
Insertó las monedas y pulsó el botón para su café frío favorito. La máquina zumbó, parpadeó... y nada salió. Shoko la miró fijamente, evaluando la situación como si se tratara de una cirugía de alto riesgo.
—Ah, ¿así vamos a jugar? —murmuró, encendiendo el cigarrillo para calmarse mientras observaba el panel de botones.
Volvió a presionar. Esta vez con más fuerza. El zumbido aumentó, pero el café seguía sin aparecer. Shoko soltó el humo con un suspiro cansado y dio un paso atrás, evaluando sus opciones.
Plan A: Presionar todos los botones. Lo hizo, y lo único que consiguió fue un ruido preocupante y más luces parpadeantes.
Plan B: Golpear la máquina. Dio un leve empujón con la cadera, y luego un golpe con el puño. Nada.
Plan C: Llamar a alguien para que la ayudara. Pero, claro, no iba a darle esa satisfacción a nadie.
—Está bien. Si quieres guerra, tendrás guerra.
Con una determinación poco común, Shoko dejó su cigarrillo a un lado y se arremangó. Intentó inclinar la máquina hacia adelante, pero esta se tambaleó y cayó de golpe hacia atrás. El ruido resonó en toda la escuela.
La puerta del pasillo se abrió de golpe, y un par de estudiantes asomaron la cabeza.
—¿Doctora Ieiri? ¿Está bien? —preguntó uno, con una mezcla de curiosidad y miedo.
—Perfectamente —respondió Shoko, sacudiéndose el polvo de las manos mientras encendía otro cigarrillo—. Ahora, largo de aquí. —
Los estudiantes desaparecieron al instante, y Shoko volvió a mirar a la máquina, que yacía en el suelo con una leve inclinación. Fue entonces cuando vio su victoria: el café frío rodó lentamente fuera de la ranura, como un soldado derrotado que entregaba sus armas.
Shoko lo recogió, dio un sorbo y suspiró con satisfacción.
—Sabía que ganaría, pero tenía que hacerte sufrir.
Dejó la máquina en el suelo y volvió a la enfermería como si nada hubiera pasado. Desde ese día, nadie se atrevió a tocar la máquina expendedora sin antes asegurarse de que Shoko no estuviera cerca.
Era un día común en la escuela, y Shoko estaba más que lista para una pausa bien merecida. Había sobrevivido a un sinfín de quejas de estudiantes sobre rasguños "mortales" y "heridas letales" que no eran más que cortes superficiales. Todo lo que quería era un café frío de la máquina expendedora cerca de la enfermería.
Con su cigarrillo apagado en los labios y unas monedas en la mano, se dirigió al imponente artefacto, que, según los rumores, tenía una tendencia a "tragarse" el dinero de los estudiantes.
—No me decepciones —le dijo a la máquina, como si fuera un compañero de trabajo que ya había arruinado demasiadas cosas.
Insertó las monedas y pulsó el botón para su café frío favorito. La máquina zumbó, parpadeó... y nada salió. Shoko la miró fijamente, evaluando la situación como si se tratara de una cirugía de alto riesgo.
—Ah, ¿así vamos a jugar? —murmuró, encendiendo el cigarrillo para calmarse mientras observaba el panel de botones.
Volvió a presionar. Esta vez con más fuerza. El zumbido aumentó, pero el café seguía sin aparecer. Shoko soltó el humo con un suspiro cansado y dio un paso atrás, evaluando sus opciones.
Plan A: Presionar todos los botones. Lo hizo, y lo único que consiguió fue un ruido preocupante y más luces parpadeantes.
Plan B: Golpear la máquina. Dio un leve empujón con la cadera, y luego un golpe con el puño. Nada.
Plan C: Llamar a alguien para que la ayudara. Pero, claro, no iba a darle esa satisfacción a nadie.
—Está bien. Si quieres guerra, tendrás guerra.
Con una determinación poco común, Shoko dejó su cigarrillo a un lado y se arremangó. Intentó inclinar la máquina hacia adelante, pero esta se tambaleó y cayó de golpe hacia atrás. El ruido resonó en toda la escuela.
La puerta del pasillo se abrió de golpe, y un par de estudiantes asomaron la cabeza.
—¿Doctora Ieiri? ¿Está bien? —preguntó uno, con una mezcla de curiosidad y miedo.
—Perfectamente —respondió Shoko, sacudiéndose el polvo de las manos mientras encendía otro cigarrillo—. Ahora, largo de aquí. —
Los estudiantes desaparecieron al instante, y Shoko volvió a mirar a la máquina, que yacía en el suelo con una leve inclinación. Fue entonces cuando vio su victoria: el café frío rodó lentamente fuera de la ranura, como un soldado derrotado que entregaba sus armas.
Shoko lo recogió, dio un sorbo y suspiró con satisfacción.
—Sabía que ganaría, pero tenía que hacerte sufrir.
Dejó la máquina en el suelo y volvió a la enfermería como si nada hubiera pasado. Desde ese día, nadie se atrevió a tocar la máquina expendedora sin antes asegurarse de que Shoko no estuviera cerca.