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Carmina se despertó con la sensación de tener un peso en el rostro, la nariz congestionada y la garganta ardiendo como si hubiera tragado brasas. Con un suspiro resignado, se levantó de la cama, consciente de que quedarse quieta no era una opción. A pesar de sentirse débil, la tienda seguía siendo su responsabilidad, y no quería que su abuela, con su salud delicada, se esforzara más de lo necesario.
Cubierta con una bufanda gruesa y una mascarilla, Carmina se aseguró de lavarse las manos con frecuencia y desinfectar cada superficie que tocaba. Antes de bajar, preparó un termo de té con miel y limón, el único consuelo que tenía para el malestar.
—Nonna, hoy me encargo de todo. Quédese tranquila en su cuarto, ¿de acuerdo? —dijo, su voz algo ronca pero firme.
Su abuela, desde el marco de la puerta de la cocina, frunció el ceño.
—Carmina, estás enferma. No deberías trabajar.
—Y usted no debería contagiarse. Prometo descansar después, pero hoy lo tengo bajo control.
Con cuidado, Carmina dejó un pequeño plato de galletas y el té en la mesa para su abuela antes de abrir las ventanas de la tienda para ventilar el lugar. Se puso guantes de látex y roció desinfectante en las superficies antes de acomodarse detrás del mostrador. Cada vez que atendía a un cliente, mantenía una distancia prudente y evitaba tocar el dinero directamente, utilizando un plato para recoger el cambio.
A pesar del cansancio, Carmina se las arreglaba para mantener una sonrisa detrás de la mascarilla, su voz amable pero medida para no forzar la garganta. Entre clientes, aprovechaba para tomar pequeños sorbos de su té y rociar más desinfectante en el mostrador.
En un momento de calma, se recargó contra la pared, cerrando los ojos por un instante. Sabía que su abuela estaría preocupada, pero el amor y la gratitud que sentía por ella le daban fuerzas. Después de todo, si algo había aprendido de Nonna era que la familia siempre se cuidaba, incluso si eso significaba trabajar con fiebre y un resfriado en pleno apogeo.
Cuando la tarde comenzó a caer, Carmina escuchó pasos en la trastienda. Su abuela apareció con una sopa caliente y un gesto de terquedad.
—Te dije que descansaras. Ahora, termina temprano, ¿me oyes?
Carmina sonrió débilmente mientras aceptaba la sopa.
—Nonna, usted manda.
Y aunque el día había sido agotador, sentía una cálida satisfacción al saber que estaba cuidando a quien más amaba, sin importar lo mucho que le picara la garganta o lo pesada que se sintiera su cabeza.
Carmina se despertó con la sensación de tener un peso en el rostro, la nariz congestionada y la garganta ardiendo como si hubiera tragado brasas. Con un suspiro resignado, se levantó de la cama, consciente de que quedarse quieta no era una opción. A pesar de sentirse débil, la tienda seguía siendo su responsabilidad, y no quería que su abuela, con su salud delicada, se esforzara más de lo necesario.
Cubierta con una bufanda gruesa y una mascarilla, Carmina se aseguró de lavarse las manos con frecuencia y desinfectar cada superficie que tocaba. Antes de bajar, preparó un termo de té con miel y limón, el único consuelo que tenía para el malestar.
—Nonna, hoy me encargo de todo. Quédese tranquila en su cuarto, ¿de acuerdo? —dijo, su voz algo ronca pero firme.
Su abuela, desde el marco de la puerta de la cocina, frunció el ceño.
—Carmina, estás enferma. No deberías trabajar.
—Y usted no debería contagiarse. Prometo descansar después, pero hoy lo tengo bajo control.
Con cuidado, Carmina dejó un pequeño plato de galletas y el té en la mesa para su abuela antes de abrir las ventanas de la tienda para ventilar el lugar. Se puso guantes de látex y roció desinfectante en las superficies antes de acomodarse detrás del mostrador. Cada vez que atendía a un cliente, mantenía una distancia prudente y evitaba tocar el dinero directamente, utilizando un plato para recoger el cambio.
A pesar del cansancio, Carmina se las arreglaba para mantener una sonrisa detrás de la mascarilla, su voz amable pero medida para no forzar la garganta. Entre clientes, aprovechaba para tomar pequeños sorbos de su té y rociar más desinfectante en el mostrador.
En un momento de calma, se recargó contra la pared, cerrando los ojos por un instante. Sabía que su abuela estaría preocupada, pero el amor y la gratitud que sentía por ella le daban fuerzas. Después de todo, si algo había aprendido de Nonna era que la familia siempre se cuidaba, incluso si eso significaba trabajar con fiebre y un resfriado en pleno apogeo.
Cuando la tarde comenzó a caer, Carmina escuchó pasos en la trastienda. Su abuela apareció con una sopa caliente y un gesto de terquedad.
—Te dije que descansaras. Ahora, termina temprano, ¿me oyes?
Carmina sonrió débilmente mientras aceptaba la sopa.
—Nonna, usted manda.
Y aunque el día había sido agotador, sentía una cálida satisfacción al saber que estaba cuidando a quien más amaba, sin importar lo mucho que le picara la garganta o lo pesada que se sintiera su cabeza.
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Carmina se despertó con la sensación de tener un peso en el rostro, la nariz congestionada y la garganta ardiendo como si hubiera tragado brasas. Con un suspiro resignado, se levantó de la cama, consciente de que quedarse quieta no era una opción. A pesar de sentirse débil, la tienda seguía siendo su responsabilidad, y no quería que su abuela, con su salud delicada, se esforzara más de lo necesario.
Cubierta con una bufanda gruesa y una mascarilla, Carmina se aseguró de lavarse las manos con frecuencia y desinfectar cada superficie que tocaba. Antes de bajar, preparó un termo de té con miel y limón, el único consuelo que tenía para el malestar.
—Nonna, hoy me encargo de todo. Quédese tranquila en su cuarto, ¿de acuerdo? —dijo, su voz algo ronca pero firme.
Su abuela, desde el marco de la puerta de la cocina, frunció el ceño.
—Carmina, estás enferma. No deberías trabajar.
—Y usted no debería contagiarse. Prometo descansar después, pero hoy lo tengo bajo control.
Con cuidado, Carmina dejó un pequeño plato de galletas y el té en la mesa para su abuela antes de abrir las ventanas de la tienda para ventilar el lugar. Se puso guantes de látex y roció desinfectante en las superficies antes de acomodarse detrás del mostrador. Cada vez que atendía a un cliente, mantenía una distancia prudente y evitaba tocar el dinero directamente, utilizando un plato para recoger el cambio.
A pesar del cansancio, Carmina se las arreglaba para mantener una sonrisa detrás de la mascarilla, su voz amable pero medida para no forzar la garganta. Entre clientes, aprovechaba para tomar pequeños sorbos de su té y rociar más desinfectante en el mostrador.
En un momento de calma, se recargó contra la pared, cerrando los ojos por un instante. Sabía que su abuela estaría preocupada, pero el amor y la gratitud que sentía por ella le daban fuerzas. Después de todo, si algo había aprendido de Nonna era que la familia siempre se cuidaba, incluso si eso significaba trabajar con fiebre y un resfriado en pleno apogeo.
Cuando la tarde comenzó a caer, Carmina escuchó pasos en la trastienda. Su abuela apareció con una sopa caliente y un gesto de terquedad.
—Te dije que descansaras. Ahora, termina temprano, ¿me oyes?
Carmina sonrió débilmente mientras aceptaba la sopa.
—Nonna, usted manda.
Y aunque el día había sido agotador, sentía una cálida satisfacción al saber que estaba cuidando a quien más amaba, sin importar lo mucho que le picara la garganta o lo pesada que se sintiera su cabeza.