Shoko estaba sentada en el alféizar de su ventana, observando el cielo teñido de tonos anaranjados mientras el sol se ocultaba tras los edificios del campus. En la distancia, podía escuchar los ecos lejanos de estudiantes jugando, riendo, viviendo vidas que parecían tan normales, tan mundanas.

Con un suspiro, dejó caer su espalda contra el marco de la ventana. Sus días estaban llenos de exorcismos, entrenamientos y largas horas aprendiendo a salvar vidas en un mundo que la mayoría de las personas nunca conocería. No podía evitar pensar en cómo habría sido crecer sin maldiciones, sin este peso invisible. Quizá habría pasado más tiempo preocupándose por exámenes o clubes escolares en lugar de proteger su vida o la de sus compañeros.

“¿Es raro que me sienta envidiosa?” murmuró para sí misma, revolviendo su cabello con una mano. Había veces que la normalidad parecía un lujo inalcanzable, una fantasía que nunca podría tocar.

Sus pensamientos vagaron hacia algo más trivial pero igual de incómodo: el hecho de que nunca había tenido un novio, ni siquiera un pretendiente. Claro, eso no era exactamente una prioridad cuando se vivía entre maldiciones y misiones constantes, pero… ¿acaso era tan extraño querer experimentar algo típico? Un beso, por ejemplo. Algo que otras chicas de su edad parecían dar por sentado.

Cerró los ojos, tratando de imaginar cómo sería. ¿Emocionante? ¿Incómodo? ¿Una completa decepción? Sus mejillas se tiñeron levemente de rojo al darse cuenta de que no tenía ni idea. Todo lo que sabía venía de películas o novelas que rara vez tenía tiempo de terminar.

Entonces, un pensamiento surgió, absurdo al principio, pero difícil de ignorar. Había alguien en quien confiaba completamente, alguien que no se reiría de ella ni aprovecharía la situación. Suguru.

La idea la hizo apretar los labios. Era ridículo, pero también tenía sentido de alguna manera. Suguru siempre había sido tranquilo, considerado y, sobre todo, respetuoso. Si había alguien con quien podía confiar para algo tan embarazoso, era él.

Antes de darse cuenta, ya estaba bajándose del alféizar y caminando hacia la puerta de su habitación. Su corazón latía con fuerza mientras avanzaba por el pasillo, los ecos de sus pasos resonando en la quietud. Al llegar frente a la puerta de Suguru, alzó la mano para tocar, pero dudó un segundo.

“Solo dilo rápido. No lo pienses demasiado,” se dijo en voz baja, intentando convencerse.

Tocó dos veces.
Apenas escuchó el chirrido de la puerta al empezar a abrirse, y que Suguru pudiera detenerse, las palabras salieron de su boca, rápidas y cortas:

— Quiero que me beses. —

El sonrojo que inundó su rostro no era por la emoción de la propuesta, ni por la curiosidad que la impulsaba a dar el paso. Era el calor de exponer esa vulnerabilidad, ese lado curioso y emocional que siempre trataba de mantener oculto bajo capas de indiferencia. No era como si estuviera nerviosa por el beso en sí, sino por mostrar una parte de sí misma que no acostumbraba compartir, especialmente con alguien como Suguru.

Los latidos de su corazón aumentaron, no por el gesto, sino por la incomodidad de ser vista de esa manera, tan abierta y sin reservas.
Suguru Geto
Shoko estaba sentada en el alféizar de su ventana, observando el cielo teñido de tonos anaranjados mientras el sol se ocultaba tras los edificios del campus. En la distancia, podía escuchar los ecos lejanos de estudiantes jugando, riendo, viviendo vidas que parecían tan normales, tan mundanas. Con un suspiro, dejó caer su espalda contra el marco de la ventana. Sus días estaban llenos de exorcismos, entrenamientos y largas horas aprendiendo a salvar vidas en un mundo que la mayoría de las personas nunca conocería. No podía evitar pensar en cómo habría sido crecer sin maldiciones, sin este peso invisible. Quizá habría pasado más tiempo preocupándose por exámenes o clubes escolares en lugar de proteger su vida o la de sus compañeros. “¿Es raro que me sienta envidiosa?” murmuró para sí misma, revolviendo su cabello con una mano. Había veces que la normalidad parecía un lujo inalcanzable, una fantasía que nunca podría tocar. Sus pensamientos vagaron hacia algo más trivial pero igual de incómodo: el hecho de que nunca había tenido un novio, ni siquiera un pretendiente. Claro, eso no era exactamente una prioridad cuando se vivía entre maldiciones y misiones constantes, pero… ¿acaso era tan extraño querer experimentar algo típico? Un beso, por ejemplo. Algo que otras chicas de su edad parecían dar por sentado. Cerró los ojos, tratando de imaginar cómo sería. ¿Emocionante? ¿Incómodo? ¿Una completa decepción? Sus mejillas se tiñeron levemente de rojo al darse cuenta de que no tenía ni idea. Todo lo que sabía venía de películas o novelas que rara vez tenía tiempo de terminar. Entonces, un pensamiento surgió, absurdo al principio, pero difícil de ignorar. Había alguien en quien confiaba completamente, alguien que no se reiría de ella ni aprovecharía la situación. Suguru. La idea la hizo apretar los labios. Era ridículo, pero también tenía sentido de alguna manera. Suguru siempre había sido tranquilo, considerado y, sobre todo, respetuoso. Si había alguien con quien podía confiar para algo tan embarazoso, era él. Antes de darse cuenta, ya estaba bajándose del alféizar y caminando hacia la puerta de su habitación. Su corazón latía con fuerza mientras avanzaba por el pasillo, los ecos de sus pasos resonando en la quietud. Al llegar frente a la puerta de Suguru, alzó la mano para tocar, pero dudó un segundo. “Solo dilo rápido. No lo pienses demasiado,” se dijo en voz baja, intentando convencerse. Tocó dos veces. Apenas escuchó el chirrido de la puerta al empezar a abrirse, y que Suguru pudiera detenerse, las palabras salieron de su boca, rápidas y cortas: — Quiero que me beses. — El sonrojo que inundó su rostro no era por la emoción de la propuesta, ni por la curiosidad que la impulsaba a dar el paso. Era el calor de exponer esa vulnerabilidad, ese lado curioso y emocional que siempre trataba de mantener oculto bajo capas de indiferencia. No era como si estuviera nerviosa por el beso en sí, sino por mostrar una parte de sí misma que no acostumbraba compartir, especialmente con alguien como Suguru. Los latidos de su corazón aumentaron, no por el gesto, sino por la incomodidad de ser vista de esa manera, tan abierta y sin reservas. [Suguru.Geto]
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