— ¿Cuándo dejarán de caer? —Elam resopló con pesadez. Ya no sabía si estaba harto del interminable trabajo o se debía a algo más. Quizás se debía a esa mezcolanza de sentimientos que le oprimían el pecho cada vez que se detenía a mirar el camino a la pequeña cabaña en que vivía; siempre había sido un ser errante, un vagabundo que parecía ir divirtiéndose por la vida, pero quedarse tanto tiempo en un solo lugar comenzaba a hacer mella en él.— ¿En qué rayos estoy pensando? —Expresó entre dientes, después de arrojar la escoba al piso y hacer un escándalo con las hojas que pateó. Detestaba las labores del hogar, porque jamás se había sentido parte de uno, pero allí estaba, jugando a la casita y a la familia. De seguro se veía ridículo, como un completo tonto que se tragaba el orgullo porque le podía más el corazón.

— Lo mejor será que me vaya de una vez. Además, ¿qué importa? Ni que me fuesen a extrañar esas brujas. —Bufó, pateó la escoba con fuerza y la hizo volar un poco hasta estrellarse de nuevo al suelo. Allí miró el cielo, tan brillante y tan claro como en días no lo había visto, sin duda pintaba bien para lavar las sábanas y los pañuelos con que limpiaba los frascos de sus pociones. Quizá sería buen tiempo también para arrancar las malezas del jardín y sembrar algunas fresas, quizá hornear una tarta o preparar un poco de té.

La expresión de su rostro cambió y en sus labios se mostró su incredulidad al separarlos. Le pesaba la realidad y la conclusión a la que llegaba tan rápido: Se había acostumbrado a vivir allí, en ese lugar, con esas personas y sin darse cuenta ya adoptaba una rutina junto a sus hábitos. Elam suspiró, entre hastiado y melancólico, caminó unos cuántos pasos hasta llegar a su escoba de paja y la recogió del suelo. Derrotado, volvió a mirar el camino que conducía desde esa cabaña hasta la villa, se apoyó en el palo de la escoba con ambas manos, y suspiró dejando salir toda esa frustración que se acomodó en su corazón.

— Ojalá no se pierdan otra vez. Aunque a mí qué más me da. —Volvió a refunfuñar, renuente de aceptar que en su corazón podía existir un poco de aprecio ante esas dos. Negó en repetidas ocasiones y, tras una breve reflexión, se ocupó en barrer las hojas que había desperdigado en su frustración.— Brujas tontas. Me las pagarán, las obligaré a enseñarme más pociones o las convertiré en ranas. No, en cucarachas. Sí, cucarachas es mejor.
— ¿Cuándo dejarán de caer? —Elam resopló con pesadez. Ya no sabía si estaba harto del interminable trabajo o se debía a algo más. Quizás se debía a esa mezcolanza de sentimientos que le oprimían el pecho cada vez que se detenía a mirar el camino a la pequeña cabaña en que vivía; siempre había sido un ser errante, un vagabundo que parecía ir divirtiéndose por la vida, pero quedarse tanto tiempo en un solo lugar comenzaba a hacer mella en él.— ¿En qué rayos estoy pensando? —Expresó entre dientes, después de arrojar la escoba al piso y hacer un escándalo con las hojas que pateó. Detestaba las labores del hogar, porque jamás se había sentido parte de uno, pero allí estaba, jugando a la casita y a la familia. De seguro se veía ridículo, como un completo tonto que se tragaba el orgullo porque le podía más el corazón. — Lo mejor será que me vaya de una vez. Además, ¿qué importa? Ni que me fuesen a extrañar esas brujas. —Bufó, pateó la escoba con fuerza y la hizo volar un poco hasta estrellarse de nuevo al suelo. Allí miró el cielo, tan brillante y tan claro como en días no lo había visto, sin duda pintaba bien para lavar las sábanas y los pañuelos con que limpiaba los frascos de sus pociones. Quizá sería buen tiempo también para arrancar las malezas del jardín y sembrar algunas fresas, quizá hornear una tarta o preparar un poco de té. La expresión de su rostro cambió y en sus labios se mostró su incredulidad al separarlos. Le pesaba la realidad y la conclusión a la que llegaba tan rápido: Se había acostumbrado a vivir allí, en ese lugar, con esas personas y sin darse cuenta ya adoptaba una rutina junto a sus hábitos. Elam suspiró, entre hastiado y melancólico, caminó unos cuántos pasos hasta llegar a su escoba de paja y la recogió del suelo. Derrotado, volvió a mirar el camino que conducía desde esa cabaña hasta la villa, se apoyó en el palo de la escoba con ambas manos, y suspiró dejando salir toda esa frustración que se acomodó en su corazón. — Ojalá no se pierdan otra vez. Aunque a mí qué más me da. —Volvió a refunfuñar, renuente de aceptar que en su corazón podía existir un poco de aprecio ante esas dos. Negó en repetidas ocasiones y, tras una breve reflexión, se ocupó en barrer las hojas que había desperdigado en su frustración.— Brujas tontas. Me las pagarán, las obligaré a enseñarme más pociones o las convertiré en ranas. No, en cucarachas. Sí, cucarachas es mejor.
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