Una brisa fresca entraba por las ventanas de la casa de Lucia, la abuela de Carmina, mientras ambas disfrutaban una tarde tranquila. Carmina estaba sentada en el sofá, hojeando un álbum de fotos antiguo, donde las imágenes parecían contar historias de otro tiempo. Sonrió al ver una foto en blanco y negro de sus abuelos bailando en la plaza del pueblo, con la juventud y la alegría brillando en sus rostros.
Lucia, notando la expresión nostálgica de su nieta, se sentó junto a ella, sus ojos reflejando el mismo brillo del recuerdo. Con voz suave, comentó: “Pietro y yo siempre bailábamos, ¿te acuerdas? Incluso cuando ya te habíamos enseñado a ti a bailar, él insistía en darme vueltas como si fuera una muchacha”.
Carmina soltó una risa ligera, recordando esos días. “Claro que me acuerdo, abuela. Cuando era pequeña, él me levantaba y me hacía girar como si flotara en el aire”.
Sin decir nada más, Lucia se levantó y extendió una mano hacia su nieta. “¿Por qué no bailamos ahora, como entonces? Pietro no está, pero nosotras aún podemos recordar cómo hacerlo”.
Sorprendida y emocionada, Carmina tomó la mano de su abuela, sintiendo el calor de esos dedos que habían sostenido la suya tantas veces. Lucia caminó hasta un pequeño reproductor y puso una canción antigua, una melodía que resonaba con los ecos de las décadas y que de inmediato les trajo a ambas la imagen de su abuelo girando en círculos con ellas.
Entonces, entre risas y torpes pasos, Carmina y Lucia comenzaron a bailar, moviéndose al ritmo de la música. Los pies de Lucia se deslizaron con una gracia inesperada para su edad, y Carmina se dejó llevar, recordando la calidez de aquellas tardes en que su abuelo la hacía girar y reír hasta que dolía el estómago. Lucia hizo lo mismo, tarareando suavemente la canción y girando a su nieta como si el tiempo no hubiera pasado.
Por un instante, ambas se sintieron transportadas a esos días, cuando Pietro les enseñaba a girar juntas y les decía que un buen baile no se mide por los pasos, sino por las sonrisas compartidas. Al terminar la canción, Carmina se detuvo y miró a su abuela, que le devolvía la sonrisa con los ojos brillantes.
Sin decir nada más, se abrazaron, y en el silencio, las palabras parecieron innecesarias. Estaban seguras de que Pietro, de algún modo, también había estado allí con ellas, acompañándolas una vez más en un baile eterno.
Lucia, notando la expresión nostálgica de su nieta, se sentó junto a ella, sus ojos reflejando el mismo brillo del recuerdo. Con voz suave, comentó: “Pietro y yo siempre bailábamos, ¿te acuerdas? Incluso cuando ya te habíamos enseñado a ti a bailar, él insistía en darme vueltas como si fuera una muchacha”.
Carmina soltó una risa ligera, recordando esos días. “Claro que me acuerdo, abuela. Cuando era pequeña, él me levantaba y me hacía girar como si flotara en el aire”.
Sin decir nada más, Lucia se levantó y extendió una mano hacia su nieta. “¿Por qué no bailamos ahora, como entonces? Pietro no está, pero nosotras aún podemos recordar cómo hacerlo”.
Sorprendida y emocionada, Carmina tomó la mano de su abuela, sintiendo el calor de esos dedos que habían sostenido la suya tantas veces. Lucia caminó hasta un pequeño reproductor y puso una canción antigua, una melodía que resonaba con los ecos de las décadas y que de inmediato les trajo a ambas la imagen de su abuelo girando en círculos con ellas.
Entonces, entre risas y torpes pasos, Carmina y Lucia comenzaron a bailar, moviéndose al ritmo de la música. Los pies de Lucia se deslizaron con una gracia inesperada para su edad, y Carmina se dejó llevar, recordando la calidez de aquellas tardes en que su abuelo la hacía girar y reír hasta que dolía el estómago. Lucia hizo lo mismo, tarareando suavemente la canción y girando a su nieta como si el tiempo no hubiera pasado.
Por un instante, ambas se sintieron transportadas a esos días, cuando Pietro les enseñaba a girar juntas y les decía que un buen baile no se mide por los pasos, sino por las sonrisas compartidas. Al terminar la canción, Carmina se detuvo y miró a su abuela, que le devolvía la sonrisa con los ojos brillantes.
Sin decir nada más, se abrazaron, y en el silencio, las palabras parecieron innecesarias. Estaban seguras de que Pietro, de algún modo, también había estado allí con ellas, acompañándolas una vez más en un baile eterno.
Una brisa fresca entraba por las ventanas de la casa de Lucia, la abuela de Carmina, mientras ambas disfrutaban una tarde tranquila. Carmina estaba sentada en el sofá, hojeando un álbum de fotos antiguo, donde las imágenes parecían contar historias de otro tiempo. Sonrió al ver una foto en blanco y negro de sus abuelos bailando en la plaza del pueblo, con la juventud y la alegría brillando en sus rostros.
Lucia, notando la expresión nostálgica de su nieta, se sentó junto a ella, sus ojos reflejando el mismo brillo del recuerdo. Con voz suave, comentó: “Pietro y yo siempre bailábamos, ¿te acuerdas? Incluso cuando ya te habíamos enseñado a ti a bailar, él insistía en darme vueltas como si fuera una muchacha”.
Carmina soltó una risa ligera, recordando esos días. “Claro que me acuerdo, abuela. Cuando era pequeña, él me levantaba y me hacía girar como si flotara en el aire”.
Sin decir nada más, Lucia se levantó y extendió una mano hacia su nieta. “¿Por qué no bailamos ahora, como entonces? Pietro no está, pero nosotras aún podemos recordar cómo hacerlo”.
Sorprendida y emocionada, Carmina tomó la mano de su abuela, sintiendo el calor de esos dedos que habían sostenido la suya tantas veces. Lucia caminó hasta un pequeño reproductor y puso una canción antigua, una melodía que resonaba con los ecos de las décadas y que de inmediato les trajo a ambas la imagen de su abuelo girando en círculos con ellas.
Entonces, entre risas y torpes pasos, Carmina y Lucia comenzaron a bailar, moviéndose al ritmo de la música. Los pies de Lucia se deslizaron con una gracia inesperada para su edad, y Carmina se dejó llevar, recordando la calidez de aquellas tardes en que su abuelo la hacía girar y reír hasta que dolía el estómago. Lucia hizo lo mismo, tarareando suavemente la canción y girando a su nieta como si el tiempo no hubiera pasado.
Por un instante, ambas se sintieron transportadas a esos días, cuando Pietro les enseñaba a girar juntas y les decía que un buen baile no se mide por los pasos, sino por las sonrisas compartidas. Al terminar la canción, Carmina se detuvo y miró a su abuela, que le devolvía la sonrisa con los ojos brillantes.
Sin decir nada más, se abrazaron, y en el silencio, las palabras parecieron innecesarias. Estaban seguras de que Pietro, de algún modo, también había estado allí con ellas, acompañándolas una vez más en un baile eterno.