En una noche particularmente silenciosa, Shoko Ieiri se encontraba sola en la sala de descanso de la escuela técnica, con una taza de café humeante entre las manos. El frío de la madrugada se colaba por las ventanas, cubriéndolo todo con una capa de calma gélida, ideal para sumergirse en pensamientos que no siempre tenía tiempo de abordar.
La pregunta del origen de las maldiciones flotaba en su mente como el vapor de su café, difuso pero constante. Había visto de todo: maldiciones originadas de emociones brutales, de miedos profundos y odios silenciosos. Sabía que las maldiciones no eran otra cosa que el reflejo más oscuro de la humanidad, pero a veces se preguntaba si había algo más allá de eso. Algo que estuviera ahí desde el inicio, algo que existía incluso antes de que la humanidad se diera cuenta de su propio sufrimiento.
Apoyó la cabeza en una mano, perdida en sus pensamientos, mientras observaba cómo el líquido oscuro en su taza se movía con cada mínimo movimiento. "Las maldiciones no son solo el producto de emociones", pensó, "son recuerdos, fragmentos de algo que intentamos enterrar y que siempre encuentra una forma de regresar". Para alguien como ella, acostumbrada a tratar con la vida y la muerte de una forma pragmática, este tipo de cuestionamientos eran como espinas que se clavaban de vez en cuando, inquietándola en silencio.
Le vino a la mente una conversación que tuvo años atrás con Geto. Él, con su obsesión por proteger a los hechiceros de las maldiciones, defendía que estas eran simplemente "parásitos", un subproducto de la naturaleza humana que debía ser erradicado. Pero Shoko no estaba tan segura de eso. Para ella, una maldición era tan natural como cualquier otro ser vivo, una existencia extraña pero, en cierto modo, genuina. ¿No eran también las maldiciones una manifestación de lo humano? ¿Y si, en el fondo, eran el precio que pagaban por existir en un mundo lleno de contradicciones?
Suspiró, tomando un sorbo de café, y un ligero sabor amargo la hizo volver al presente. Sentía que nunca tendría una respuesta clara, y tal vez nunca la necesitaba. Quizás solo era su propia mente jugando, tratando de encontrar un sentido en un mundo donde las cosas simplemente eran como eran.
La pregunta del origen de las maldiciones flotaba en su mente como el vapor de su café, difuso pero constante. Había visto de todo: maldiciones originadas de emociones brutales, de miedos profundos y odios silenciosos. Sabía que las maldiciones no eran otra cosa que el reflejo más oscuro de la humanidad, pero a veces se preguntaba si había algo más allá de eso. Algo que estuviera ahí desde el inicio, algo que existía incluso antes de que la humanidad se diera cuenta de su propio sufrimiento.
Apoyó la cabeza en una mano, perdida en sus pensamientos, mientras observaba cómo el líquido oscuro en su taza se movía con cada mínimo movimiento. "Las maldiciones no son solo el producto de emociones", pensó, "son recuerdos, fragmentos de algo que intentamos enterrar y que siempre encuentra una forma de regresar". Para alguien como ella, acostumbrada a tratar con la vida y la muerte de una forma pragmática, este tipo de cuestionamientos eran como espinas que se clavaban de vez en cuando, inquietándola en silencio.
Le vino a la mente una conversación que tuvo años atrás con Geto. Él, con su obsesión por proteger a los hechiceros de las maldiciones, defendía que estas eran simplemente "parásitos", un subproducto de la naturaleza humana que debía ser erradicado. Pero Shoko no estaba tan segura de eso. Para ella, una maldición era tan natural como cualquier otro ser vivo, una existencia extraña pero, en cierto modo, genuina. ¿No eran también las maldiciones una manifestación de lo humano? ¿Y si, en el fondo, eran el precio que pagaban por existir en un mundo lleno de contradicciones?
Suspiró, tomando un sorbo de café, y un ligero sabor amargo la hizo volver al presente. Sentía que nunca tendría una respuesta clara, y tal vez nunca la necesitaba. Quizás solo era su propia mente jugando, tratando de encontrar un sentido en un mundo donde las cosas simplemente eran como eran.
En una noche particularmente silenciosa, Shoko Ieiri se encontraba sola en la sala de descanso de la escuela técnica, con una taza de café humeante entre las manos. El frío de la madrugada se colaba por las ventanas, cubriéndolo todo con una capa de calma gélida, ideal para sumergirse en pensamientos que no siempre tenía tiempo de abordar.
La pregunta del origen de las maldiciones flotaba en su mente como el vapor de su café, difuso pero constante. Había visto de todo: maldiciones originadas de emociones brutales, de miedos profundos y odios silenciosos. Sabía que las maldiciones no eran otra cosa que el reflejo más oscuro de la humanidad, pero a veces se preguntaba si había algo más allá de eso. Algo que estuviera ahí desde el inicio, algo que existía incluso antes de que la humanidad se diera cuenta de su propio sufrimiento.
Apoyó la cabeza en una mano, perdida en sus pensamientos, mientras observaba cómo el líquido oscuro en su taza se movía con cada mínimo movimiento. "Las maldiciones no son solo el producto de emociones", pensó, "son recuerdos, fragmentos de algo que intentamos enterrar y que siempre encuentra una forma de regresar". Para alguien como ella, acostumbrada a tratar con la vida y la muerte de una forma pragmática, este tipo de cuestionamientos eran como espinas que se clavaban de vez en cuando, inquietándola en silencio.
Le vino a la mente una conversación que tuvo años atrás con Geto. Él, con su obsesión por proteger a los hechiceros de las maldiciones, defendía que estas eran simplemente "parásitos", un subproducto de la naturaleza humana que debía ser erradicado. Pero Shoko no estaba tan segura de eso. Para ella, una maldición era tan natural como cualquier otro ser vivo, una existencia extraña pero, en cierto modo, genuina. ¿No eran también las maldiciones una manifestación de lo humano? ¿Y si, en el fondo, eran el precio que pagaban por existir en un mundo lleno de contradicciones?
Suspiró, tomando un sorbo de café, y un ligero sabor amargo la hizo volver al presente. Sentía que nunca tendría una respuesta clara, y tal vez nunca la necesitaba. Quizás solo era su propia mente jugando, tratando de encontrar un sentido en un mundo donde las cosas simplemente eran como eran.