Lynnette Eøn
Una ciudad abarrotada de gente siempre era el escenario de múltiples eventos que ocurrían simultáneamente. Por eso, la mayoría de las personas no solían prestar atención a lo que sucedía a su alrededor, y Charlotte no era una excepción. Claro, era una figura reconocida en ciertos círculos, pero su vida privada se mantenía sencilla, como la de cualquier otra persona. Vivía en un pequeño departamento con su gato, y como cualquier ciudadano más, tenía que hacer sus propias compras y encargarse de sus asuntos cotidianos.
Fue en uno de esos días comunes, mientras regresaba a su hogar, que un hombre fingió tropezar con ella en una esquina concurrida. Al principio, Charlotte pensó que había sido un simple accidente, pero pronto comprendió que algo más había ocurrido: el hombre le había arrebatado su collar, un objeto inestimable, el último regalo que le había hecho su padre antes de fallecer.
El pánico la invadió al instante. Observó con desesperación cómo el ladrón desaparecía entre la multitud. La gente, que caminaba apática, se apartaba para abrirle paso, sin mostrar intención alguna de intervenir. Algunos incluso la miraban con curiosidad, pero nadie hacía el esfuerzo de ayudar. Charlotte, impulsada por la adrenalina y el miedo a perder algo tan valioso, comenzó a correr detrás del hombre, gritando desesperada por ayuda.
“¡Alguien que lo detenga! ¡Me robó!” gritaba con la voz entrecortada, pero sus súplicas parecían disiparse entre el bullicio de la ciudad. Era como si estuviera hablando con las paredes. La delgada figura de Charlotte se movía lo más rápido que sus piernas le permitían, aunque no estaba acostumbrada a ese tipo de esfuerzo físico. El ritmo frenético de su carrera hacía que su respiración se volviera cada vez más errática, y el agotamiento comenzaba a hacerse notar.
Mientras seguía al ladrón, el peso de la impotencia la aplastaba. ¿Qué haría si lograba alcanzarlo? ¿Con qué fuerzas lo enfrentaría? Sabía que no era una persona fuerte ni estaba preparada para una confrontación. Sin embargo, el miedo de perder ese collar, que representaba el último vínculo tangible con su padre, la impulsaba a seguir adelante. Casi sentía que si lo perdía, perdería también una parte de sí misma. Rogaba en su interior que alguien, cualquiera, se interpusiera o la ayudara, porque sabía que por sí sola, no podría recuperar lo que le habían arrebatado.
El collar no era solo una joya, era un símbolo de los recuerdos, de las palabras no dichas, y de los momentos compartidos con su padre. Perderlo no era una opción.
Una ciudad abarrotada de gente siempre era el escenario de múltiples eventos que ocurrían simultáneamente. Por eso, la mayoría de las personas no solían prestar atención a lo que sucedía a su alrededor, y Charlotte no era una excepción. Claro, era una figura reconocida en ciertos círculos, pero su vida privada se mantenía sencilla, como la de cualquier otra persona. Vivía en un pequeño departamento con su gato, y como cualquier ciudadano más, tenía que hacer sus propias compras y encargarse de sus asuntos cotidianos.
Fue en uno de esos días comunes, mientras regresaba a su hogar, que un hombre fingió tropezar con ella en una esquina concurrida. Al principio, Charlotte pensó que había sido un simple accidente, pero pronto comprendió que algo más había ocurrido: el hombre le había arrebatado su collar, un objeto inestimable, el último regalo que le había hecho su padre antes de fallecer.
El pánico la invadió al instante. Observó con desesperación cómo el ladrón desaparecía entre la multitud. La gente, que caminaba apática, se apartaba para abrirle paso, sin mostrar intención alguna de intervenir. Algunos incluso la miraban con curiosidad, pero nadie hacía el esfuerzo de ayudar. Charlotte, impulsada por la adrenalina y el miedo a perder algo tan valioso, comenzó a correr detrás del hombre, gritando desesperada por ayuda.
“¡Alguien que lo detenga! ¡Me robó!” gritaba con la voz entrecortada, pero sus súplicas parecían disiparse entre el bullicio de la ciudad. Era como si estuviera hablando con las paredes. La delgada figura de Charlotte se movía lo más rápido que sus piernas le permitían, aunque no estaba acostumbrada a ese tipo de esfuerzo físico. El ritmo frenético de su carrera hacía que su respiración se volviera cada vez más errática, y el agotamiento comenzaba a hacerse notar.
Mientras seguía al ladrón, el peso de la impotencia la aplastaba. ¿Qué haría si lograba alcanzarlo? ¿Con qué fuerzas lo enfrentaría? Sabía que no era una persona fuerte ni estaba preparada para una confrontación. Sin embargo, el miedo de perder ese collar, que representaba el último vínculo tangible con su padre, la impulsaba a seguir adelante. Casi sentía que si lo perdía, perdería también una parte de sí misma. Rogaba en su interior que alguien, cualquiera, se interpusiera o la ayudara, porque sabía que por sí sola, no podría recuperar lo que le habían arrebatado.
El collar no era solo una joya, era un símbolo de los recuerdos, de las palabras no dichas, y de los momentos compartidos con su padre. Perderlo no era una opción.
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Una ciudad abarrotada de gente siempre era el escenario de múltiples eventos que ocurrían simultáneamente. Por eso, la mayoría de las personas no solían prestar atención a lo que sucedía a su alrededor, y Charlotte no era una excepción. Claro, era una figura reconocida en ciertos círculos, pero su vida privada se mantenía sencilla, como la de cualquier otra persona. Vivía en un pequeño departamento con su gato, y como cualquier ciudadano más, tenía que hacer sus propias compras y encargarse de sus asuntos cotidianos.
Fue en uno de esos días comunes, mientras regresaba a su hogar, que un hombre fingió tropezar con ella en una esquina concurrida. Al principio, Charlotte pensó que había sido un simple accidente, pero pronto comprendió que algo más había ocurrido: el hombre le había arrebatado su collar, un objeto inestimable, el último regalo que le había hecho su padre antes de fallecer.
El pánico la invadió al instante. Observó con desesperación cómo el ladrón desaparecía entre la multitud. La gente, que caminaba apática, se apartaba para abrirle paso, sin mostrar intención alguna de intervenir. Algunos incluso la miraban con curiosidad, pero nadie hacía el esfuerzo de ayudar. Charlotte, impulsada por la adrenalina y el miedo a perder algo tan valioso, comenzó a correr detrás del hombre, gritando desesperada por ayuda.
“¡Alguien que lo detenga! ¡Me robó!” gritaba con la voz entrecortada, pero sus súplicas parecían disiparse entre el bullicio de la ciudad. Era como si estuviera hablando con las paredes. La delgada figura de Charlotte se movía lo más rápido que sus piernas le permitían, aunque no estaba acostumbrada a ese tipo de esfuerzo físico. El ritmo frenético de su carrera hacía que su respiración se volviera cada vez más errática, y el agotamiento comenzaba a hacerse notar.
Mientras seguía al ladrón, el peso de la impotencia la aplastaba. ¿Qué haría si lograba alcanzarlo? ¿Con qué fuerzas lo enfrentaría? Sabía que no era una persona fuerte ni estaba preparada para una confrontación. Sin embargo, el miedo de perder ese collar, que representaba el último vínculo tangible con su padre, la impulsaba a seguir adelante. Casi sentía que si lo perdía, perdería también una parte de sí misma. Rogaba en su interior que alguien, cualquiera, se interpusiera o la ayudara, porque sabía que por sí sola, no podría recuperar lo que le habían arrebatado.
El collar no era solo una joya, era un símbolo de los recuerdos, de las palabras no dichas, y de los momentos compartidos con su padre. Perderlo no era una opción.