・‥…━━━━━━━ꜱᴛᴀʀᴛᴇʀ━━━━━━━…‥・

El reino se vanagloriaba de su tesoro más efímero: las soltasias, aquellas flores doradas que parecían haber sido tejidas con los hilos mismos del sol. Por un breve instante en el año, la tierra estéril de los páramos se transformaba en un océano de resplandor, un milagro que desafiaba la frialdad de los meses previos. Nadie recordaba cuándo comenzaron a florecer ni por qué, pero la leyenda las rodeaba con un halo de misterio. Se decía que no eran simples flores, sino fragmentos de una promesa antigua, de un pacto sellado entre lo mundano y lo eterno. Y así, cada año, cuando la marea dorada se alzaba en el horizonte, los corazones de los aldeanos se llenaban de una reverencia que oscilaba entre el júbilo y el temor.

Aquel mediodía, el tañido de las campanas recorrió los campos como un eco de otros tiempos, arrastrado por el viento y filtrándose entre los tallos luminosos. Era el apogeo de la floración, el instante en que la naturaleza parecía contener la respiración y rendirse a su propia belleza. Las risas y los cantos de la aldea se mezclaban con el suave susurro de los pétalos meciéndose en la brisa, creando una sinfonía de vida que disimulaba la extraña sensación que a veces se cernía sobre los más observadores. Porque, aunque el festival era un espectáculo de júbilo, en los rincones más apartados de los campos, donde la luz se tornaba incierta, se alzaban preguntas sin respuesta.

Fue allí donde ella se deslizó, sus pasos ligeros apenas perturbando el tapiz dorado bajo sus pies. Sus dedos, curiosos y cautelosos, rozaban las soltasias como si trataran de descifrar un secreto oculto en su suavidad etérea. Pero entonces, su avance se detuvo. Ante ella, el fulgor se desvanecía, dando paso a un claro de tierra oscura, ajena a la bendición de la floración. El aire allí se sentía distinto, más denso, cargado de algo que no pertenecía a la armonía del festival. Y antes de que pudiera dar un paso atrás, lo sintió: la inconfundible presencia de alguien acercándose...
・‥…━━━━━━━ꜱᴛᴀʀᴛᴇʀ━━━━━━━…‥・ El reino se vanagloriaba de su tesoro más efímero: las soltasias, aquellas flores doradas que parecían haber sido tejidas con los hilos mismos del sol. Por un breve instante en el año, la tierra estéril de los páramos se transformaba en un océano de resplandor, un milagro que desafiaba la frialdad de los meses previos. Nadie recordaba cuándo comenzaron a florecer ni por qué, pero la leyenda las rodeaba con un halo de misterio. Se decía que no eran simples flores, sino fragmentos de una promesa antigua, de un pacto sellado entre lo mundano y lo eterno. Y así, cada año, cuando la marea dorada se alzaba en el horizonte, los corazones de los aldeanos se llenaban de una reverencia que oscilaba entre el júbilo y el temor. Aquel mediodía, el tañido de las campanas recorrió los campos como un eco de otros tiempos, arrastrado por el viento y filtrándose entre los tallos luminosos. Era el apogeo de la floración, el instante en que la naturaleza parecía contener la respiración y rendirse a su propia belleza. Las risas y los cantos de la aldea se mezclaban con el suave susurro de los pétalos meciéndose en la brisa, creando una sinfonía de vida que disimulaba la extraña sensación que a veces se cernía sobre los más observadores. Porque, aunque el festival era un espectáculo de júbilo, en los rincones más apartados de los campos, donde la luz se tornaba incierta, se alzaban preguntas sin respuesta. Fue allí donde ella se deslizó, sus pasos ligeros apenas perturbando el tapiz dorado bajo sus pies. Sus dedos, curiosos y cautelosos, rozaban las soltasias como si trataran de descifrar un secreto oculto en su suavidad etérea. Pero entonces, su avance se detuvo. Ante ella, el fulgor se desvanecía, dando paso a un claro de tierra oscura, ajena a la bendición de la floración. El aire allí se sentía distinto, más denso, cargado de algo que no pertenecía a la armonía del festival. Y antes de que pudiera dar un paso atrás, lo sintió: la inconfundible presencia de alguien acercándose...
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