・‥…━━━━━━━ꜱᴛᴀʀᴛᴇʀ━━━━━━━…‥・
Los copos de nieve flotaban inmóviles en el aire, como suspendidos por una fuerza que desafiaba la lógica del tiempo. A su alrededor, los árboles, ennegrecidos y retorcidos por el peso de las estaciones, parecían rejuvenecer en un proceso perverso, como si la realidad estuviera plegándose sobre sí misma en un ciclo incomprensible. No sabía cuánto había caminado ni de dónde venía; su mente era un desierto de sombras, una bóveda vacía donde los recuerdos no dejaban más que ecos huecos. No era un ser con historia, sino una figura errante en la inmensidad, condenada a existir sin propósito, sin origen, sin destino.
Bajó la mirada y descubrió en sus manos una flor, una débil y solitaria criatura que no debía haber sobrevivido en aquel páramo helado. La contempló en silencio, pero la dulzura de aquel instante no despertó en ella sensación alguna. No podía añorar lo que nunca había conocido, ni conmoverse por lo efímero de la belleza. Todo en su interior era un vacío inabarcable, una negrura infinita donde el tiempo y el sentimiento carecían de significado. El viento volvió a soplar, indiferente y cruel, deslizándose sobre su piel sin estremecerla, y en su palma la flor se marchitó sin resistencia, desvaneciéndose como un susurro condenado al olvido.
Entonces, con la misma inercia que la había traído hasta allí, se puso de pie y dejó caer los restos mustios de la flor. No hubo en ella duda ni melancolía, ni el más mínimo deseo de aferrarse a lo que ya se había ido. Sus pasos, livianos como el hálito de la muerte, no dejaron huella en la nieve. Avanzó, envuelta en la bruma de su propia inexistencia, perdida en el horizonte de su silenciosa eternidad.
Los copos de nieve flotaban inmóviles en el aire, como suspendidos por una fuerza que desafiaba la lógica del tiempo. A su alrededor, los árboles, ennegrecidos y retorcidos por el peso de las estaciones, parecían rejuvenecer en un proceso perverso, como si la realidad estuviera plegándose sobre sí misma en un ciclo incomprensible. No sabía cuánto había caminado ni de dónde venía; su mente era un desierto de sombras, una bóveda vacía donde los recuerdos no dejaban más que ecos huecos. No era un ser con historia, sino una figura errante en la inmensidad, condenada a existir sin propósito, sin origen, sin destino.
Bajó la mirada y descubrió en sus manos una flor, una débil y solitaria criatura que no debía haber sobrevivido en aquel páramo helado. La contempló en silencio, pero la dulzura de aquel instante no despertó en ella sensación alguna. No podía añorar lo que nunca había conocido, ni conmoverse por lo efímero de la belleza. Todo en su interior era un vacío inabarcable, una negrura infinita donde el tiempo y el sentimiento carecían de significado. El viento volvió a soplar, indiferente y cruel, deslizándose sobre su piel sin estremecerla, y en su palma la flor se marchitó sin resistencia, desvaneciéndose como un susurro condenado al olvido.
Entonces, con la misma inercia que la había traído hasta allí, se puso de pie y dejó caer los restos mustios de la flor. No hubo en ella duda ni melancolía, ni el más mínimo deseo de aferrarse a lo que ya se había ido. Sus pasos, livianos como el hálito de la muerte, no dejaron huella en la nieve. Avanzó, envuelta en la bruma de su propia inexistencia, perdida en el horizonte de su silenciosa eternidad.
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Los copos de nieve flotaban inmóviles en el aire, como suspendidos por una fuerza que desafiaba la lógica del tiempo. A su alrededor, los árboles, ennegrecidos y retorcidos por el peso de las estaciones, parecían rejuvenecer en un proceso perverso, como si la realidad estuviera plegándose sobre sí misma en un ciclo incomprensible. No sabía cuánto había caminado ni de dónde venía; su mente era un desierto de sombras, una bóveda vacía donde los recuerdos no dejaban más que ecos huecos. No era un ser con historia, sino una figura errante en la inmensidad, condenada a existir sin propósito, sin origen, sin destino.
Bajó la mirada y descubrió en sus manos una flor, una débil y solitaria criatura que no debía haber sobrevivido en aquel páramo helado. La contempló en silencio, pero la dulzura de aquel instante no despertó en ella sensación alguna. No podía añorar lo que nunca había conocido, ni conmoverse por lo efímero de la belleza. Todo en su interior era un vacío inabarcable, una negrura infinita donde el tiempo y el sentimiento carecían de significado. El viento volvió a soplar, indiferente y cruel, deslizándose sobre su piel sin estremecerla, y en su palma la flor se marchitó sin resistencia, desvaneciéndose como un susurro condenado al olvido.
Entonces, con la misma inercia que la había traído hasta allí, se puso de pie y dejó caer los restos mustios de la flor. No hubo en ella duda ni melancolía, ni el más mínimo deseo de aferrarse a lo que ya se había ido. Sus pasos, livianos como el hálito de la muerte, no dejaron huella en la nieve. Avanzó, envuelta en la bruma de su propia inexistencia, perdida en el horizonte de su silenciosa eternidad.

