Shoko Ieiri estaba sentada en el balcón de la escuela de jujutsu, mirando el horizonte teñido de un suave tono anaranjado por el sol que se despedía. El silencio envolvía el lugar, roto solo por el murmullo lejano de los estudiantes practicando exorcismos. En momentos como este, cuando la tranquilidad del entorno contrastaba con la violencia inherente a su mundo, los pensamientos sobre la vida y la muerte se arremolinaban en su mente.

La vida era frágil, lo sabía mejor que nadie. Como médico de jujutsu, había presenciado demasiadas muertes, algunas repentinas y otras lentas, pero todas inevitablemente desgarradoras. Las vidas se extinguían tan fácilmente, como si fueran pequeñas llamas apagadas por un soplo de viento. Cada vez que un compañero caía, Shoko no podía evitar preguntarse sobre el propósito de todo aquello. ¿Qué sentido tenía luchar tan desesperadamente, sabiendo que la muerte siempre estaba al acecho, acechando desde las sombras?

Ella pensaba en Suguru Geto, en la manera en que su vida había dado un giro tan oscuro, transformando a alguien a quien una vez consideró un amigo cercano. ¿Acaso su caída no era un recordatorio brutal de lo efímera que es la existencia? Shoko se preguntaba si realmente habían entendido la magnitud de lo que enfrentaban todos los días. En un mundo donde la muerte podía llegar en cualquier momento, ¿cómo se suponía que alguien encontrara paz?

El tiempo parecía volar, y la juventud se desvanecía junto con las ilusiones de inmortalidad que alguna vez tuvo. Se dio cuenta de que, al final, no importa cuán fuertes o talentosos fueran, todos estaban atrapados en la misma inevitable espiral hacia la nada. La vida era un suspiro, un destello en la vasta oscuridad, y mientras lo reconocía, también entendía que esa misma fugacidad era lo que hacía cada momento tan valioso.

Shoko suspiró, dejando que sus pensamientos se disolvieran en el aire fresco de la tarde. Sabía que, a pesar de todo, seguiría adelante. No porque creyera que podía vencer a la muerte, sino porque valoraba cada segundo que tenía para vivir, para recordar, y para amar, a su manera silenciosa, las conexiones que hacía a lo largo del camino, por efímeras que fueran.
Shoko Ieiri estaba sentada en el balcón de la escuela de jujutsu, mirando el horizonte teñido de un suave tono anaranjado por el sol que se despedía. El silencio envolvía el lugar, roto solo por el murmullo lejano de los estudiantes practicando exorcismos. En momentos como este, cuando la tranquilidad del entorno contrastaba con la violencia inherente a su mundo, los pensamientos sobre la vida y la muerte se arremolinaban en su mente. La vida era frágil, lo sabía mejor que nadie. Como médico de jujutsu, había presenciado demasiadas muertes, algunas repentinas y otras lentas, pero todas inevitablemente desgarradoras. Las vidas se extinguían tan fácilmente, como si fueran pequeñas llamas apagadas por un soplo de viento. Cada vez que un compañero caía, Shoko no podía evitar preguntarse sobre el propósito de todo aquello. ¿Qué sentido tenía luchar tan desesperadamente, sabiendo que la muerte siempre estaba al acecho, acechando desde las sombras? Ella pensaba en Suguru Geto, en la manera en que su vida había dado un giro tan oscuro, transformando a alguien a quien una vez consideró un amigo cercano. ¿Acaso su caída no era un recordatorio brutal de lo efímera que es la existencia? Shoko se preguntaba si realmente habían entendido la magnitud de lo que enfrentaban todos los días. En un mundo donde la muerte podía llegar en cualquier momento, ¿cómo se suponía que alguien encontrara paz? El tiempo parecía volar, y la juventud se desvanecía junto con las ilusiones de inmortalidad que alguna vez tuvo. Se dio cuenta de que, al final, no importa cuán fuertes o talentosos fueran, todos estaban atrapados en la misma inevitable espiral hacia la nada. La vida era un suspiro, un destello en la vasta oscuridad, y mientras lo reconocía, también entendía que esa misma fugacidad era lo que hacía cada momento tan valioso. Shoko suspiró, dejando que sus pensamientos se disolvieran en el aire fresco de la tarde. Sabía que, a pesar de todo, seguiría adelante. No porque creyera que podía vencer a la muerte, sino porque valoraba cada segundo que tenía para vivir, para recordar, y para amar, a su manera silenciosa, las conexiones que hacía a lo largo del camino, por efímeras que fueran.
Me encocora
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