Quien se atreviera a ascender las gradas de piedra que serpenteaban por la montaña madre, y encontrara a la criatura celestial, recibiría una visión del destino. Se decía también que, mientras más peso llevara el alma del viajero, más ardua sería la ascensión. Cada paso era una danza con los fantasmas del pasado y los miedos más profundos. Las escaleras, cubiertas de musgo y envueltas en una niebla perpetua, eran mucho más que un sendero físico; eran un desafío espiritual.
A los pies de la montaña, se congregaban aldeanos, mercenarios curtidos por la batalla, caballeros con corazones de acero y aventureros de miradas inciertas. Algunos, con los ojos llenos de esperanza y ambición, se preparaban para enfrentar la subida, mientras que otros, exhaustos y transformados por la experiencia, descendían con almas marcadas y miradas vacías, que no contaban lo sucedido. Este fenómeno, tan extraño y misterioso, alimentaba la leyenda, infundiendo tanto temor como esperanza.
Aquel día, una mujer de ojos vendados estaba sentada frente a la primera grada, bajo el arco sagrado de un torii, la puerta japonesa que simbolizaba el umbral entre lo mundano y lo divino. A los ojos ajenos, parecía contemplar la idea de la peregrinación...
A los pies de la montaña, se congregaban aldeanos, mercenarios curtidos por la batalla, caballeros con corazones de acero y aventureros de miradas inciertas. Algunos, con los ojos llenos de esperanza y ambición, se preparaban para enfrentar la subida, mientras que otros, exhaustos y transformados por la experiencia, descendían con almas marcadas y miradas vacías, que no contaban lo sucedido. Este fenómeno, tan extraño y misterioso, alimentaba la leyenda, infundiendo tanto temor como esperanza.
Aquel día, una mujer de ojos vendados estaba sentada frente a la primera grada, bajo el arco sagrado de un torii, la puerta japonesa que simbolizaba el umbral entre lo mundano y lo divino. A los ojos ajenos, parecía contemplar la idea de la peregrinación...
Quien se atreviera a ascender las gradas de piedra que serpenteaban por la montaña madre, y encontrara a la criatura celestial, recibiría una visión del destino. Se decía también que, mientras más peso llevara el alma del viajero, más ardua sería la ascensión. Cada paso era una danza con los fantasmas del pasado y los miedos más profundos. Las escaleras, cubiertas de musgo y envueltas en una niebla perpetua, eran mucho más que un sendero físico; eran un desafío espiritual.
A los pies de la montaña, se congregaban aldeanos, mercenarios curtidos por la batalla, caballeros con corazones de acero y aventureros de miradas inciertas. Algunos, con los ojos llenos de esperanza y ambición, se preparaban para enfrentar la subida, mientras que otros, exhaustos y transformados por la experiencia, descendían con almas marcadas y miradas vacías, que no contaban lo sucedido. Este fenómeno, tan extraño y misterioso, alimentaba la leyenda, infundiendo tanto temor como esperanza.
Aquel día, una mujer de ojos vendados estaba sentada frente a la primera grada, bajo el arco sagrado de un torii, la puerta japonesa que simbolizaba el umbral entre lo mundano y lo divino. A los ojos ajenos, parecía contemplar la idea de la peregrinación...