Café negro, oscuro abismo,
como la sombra en que me eximo.

Sus patas recorren mi piel con la delicadeza de un secreto. No teme, no duda. Quizás porque sabe que no la apartaré, que no interrumpiré su danza silenciosa sobre mis dedos.

Las arañas y yo compartimos un mismo entendimiento. No necesitamos palabras, solo hilos invisibles que atan destinos. Ellas tejen, yo observo. Ellas esperan, yo también. Porque todo en este mundo acaba atrapado en una red, tarde o temprano.

Al final, siempre resulta más sencillo adaptarse que contradecir a los demás. Ser diferente es divertido, pero solo mientras encaje dentro de lo aceptable para la sociedad. El problema surge cuando esa diferencia te aísla, cuando te conviertes en alguien a quien evitan, en algo que no encaja, en aquello que todos consideran incorrecto. Entonces, la singularidad que tanto anhelabas se transforma en una carga.

Así que cedes. Te moldeas al entorno, vistes la piel que consideran adecuada en lugar de la que realmente deseas llevar. Y cuando por fin te das cuenta, ya eres uno más del rebaño, señalando con desdén a quien ahora ocupa el lugar que alguna vez fue tuyo.

‘Ah, San Valentín… el único día en que la gente decora su propia condena con flores y chocolate.’