¿Cuántos siglos habrían pasado ya? No lo sabía. Desconocía incluso el paso de los días o si el tiempo se había parado del todo. Lo único que conocía eran las cadenas que lo confinaban y aquella isla en la que se encontraba encarcelado. Apenas podía recordar lo sensación del sol sobre su pelaje, el viento contra su hocico al correr o la nieve bajo sus patas. Y lo extrañaba, sabiendo que quizá nunca más volvería a sentir semejantes cosas. Oh, cómo maldecía a los dioses por haberlo atrapado tan injustamente, tan solo por miedo y no por una razón real o justa. Y aunque se había cobrado el precio por tal injusticia, la mano de la mismísima guerra, no estaba satisfecho. El propio Tyr parecía haber sabido que lo que lo que le hacían era una injusticia de alto calibre y había pagado el precio voluntariamente para equilibrar la balanza. No, su resentimiento no era para él, sino para su padre, aquel que en busca de la supervivencia y la salvación condenaba a todo aquello que pudiera representar una amenaza. Pero Fenrir sabía bien que no otro que el mismo Odín sería el que acabase llevando la destrucción a Asgard, por sus actos al intentar evitar una profecía de la que no tendría escapatoria. Eso era todo en lo que el Gran Lobo podía pensar. 

 

Y pensando estaba cuando escuchó un ruido a su alrededor. Levantó la cabeza, alerta, intentando averiguar de dónde provenía. Hasta se puso en pie y, al hacerlo, Gleipnir se soltó, dejándolo libre. Miró a sus patas, viéndolas libres de aquellas ataduras para entonces mirar a su alrededor. Olfateó, oyó y miró y no vio nada ni a nadie. ¿Acaso era libre por fin o quizá era un truco de los dioses? No lo sabía y poco le importaba, tenía que salir de allí de una forma u otra. Así pues se alejó de las cadenas, caminando lentamente hacia la orilla de la isla en la que se encontraba. No dudó en meterse al agua y comenzar a nadar, cruzando así el lago. Pero al llegar a tierra firme, algo en él había cambiado. Su cuerpo ya no lo cubría un grueso pelaje, sino una capa de vello; sus patas no acababan en zarpas, sino en uñas; y su boca ya no estaba llena de colmillos, sino de dientes. Su tamaño se había reducido bastante, también. Ahora parecía, al menos, un humano común. Comenzó a caminar una vez más, ahora a dos patas, en vez de a cuatro. Y aunque estaba rodeado de nieve e iba completamente desnudo, no tenía frío, parecía conservar el calor corporal digno de un lobo gigante como en realidad era. Tras un tiempo caminando, el jotun acabó dando con una pequeña cabaña. Se acercó a esta, sigiloso, como si estuviese acechando, atraído por el olor de la comida. No tardó en dar con ella, comenzando así a comer. Al girar su cabeza, inspeccionando el interior de la cabaña, dio con algo de ropa y una espada. Se quedó observando estas, detenidamente, durante unos instantes. Cuando salió de la cabaña lo hizo completamente vestido, con la espada bien sujeta a su cintura y comida en una bolsa. Quizá todo aquello era su oportunidad de ser libre o quizá se trataba de verdad de una trampa de los dioses. Pero fuera como fuese Odín no debía encontrarlo, había de mantenerse escondido a como diese lugar.