Nombre: Sirin

Edad: 17 años

Fecha de nacimiento: 23 de Junio

Ocupación: Estudiante

Raza: Humana (Herrscher dormido)

Altura: 155 centímetros

Peso: Entre 40 y 45 kilogramos.

 


Un alarido enloquecido sobresale entre los insultos de dos hombres. Lleva repitiéndose treinta segundos y, con cada grito, la voz se desgarra más. Los barrotes de la celda tiemblan debido a la fuerza que ejercen un par de brazos al intentar aferrarse al hierro, las uñas se parten, la sangre desciende como las lágrimas de sus ojos irritados. Esa niña ya había llorado demasiado, pero esta vez era distinto; comprendía que le estaban quitando el derecho a la esperanza, el sol, los brazos de su familia, incluso la posibilidad de amar.

Una súplica, un nombre que se distorsionaba hasta volverse el balbuceo de un alma ultrajada. Esos iris celestes, nacidos en Siberia, solo reflejaban la aterrada y famélica silueta de una muchacha de hebras púrpuras. Observa cómo los hombres se llevan a la otra niña fuera de la celda. Ella se repliega tras sus rodillas. No llora, no habla, no hace nada salvo temblar.

Ella llama su nombre, pero no tenía sentido pedir ayuda a la rata más cobarde de todo el laboratorio. Nunca mordería, porque había visto como a otra la disciplinaron por hacerlo. 

 No quería morir, pero era solo su instinto necesitando persistir.

 «¿Por qué se la llevan? Yo los vi, todos esos científicos sonrieron cuando me pincharon con esa dolorosa aguja. A ningún otro le sonreían, ¿entonces por qué tienen que llevársela a ella también?».

Un último grito que se desvanece, se aleja. Finalmente, esos hombres supieron doblegar a la muchacha; la oscuridad se los traga a los tres.

La chica de cabellos púrpuras, completamente sola, rompe con su posición y recuesta su rostro sobre el metal que la contiene. El gimoteo se transforma en un irremediable llanto que ella no puede percibir. Cierra los ojos porque no desea ver como las vendas ensangrentadas de su mejor amiga yacen a su lado, recordándole que todos los que están a su lado perecerán en aquel infierno donde la calidez es inexistente.

La inconsciencia pesa, el silencio se vuelve ensordecedor…

Y despierta.

 


 

Sus ojos dorados se abren de golpe. Sus dedos recorren el rastro húmedo en las mejillas antes de apoyarse en el pecho, donde el corazón golpea con una fuerza desmedida. No hay dolor físico, pero cada latido se siente pesado, reviviendo una angustia que nunca debió experimentar.

La respiración empieza a ordenarse al reconocer la textura de su pijama. Baja la mirada y nota que tiene esos infantiles dibujos de estrellas blancas que tanto le gustan; no puede evitar una caricia sobre la tela antes de darse cuenta de que se encuentra recostada sobre su amplia cama. La oscuridad del amanecer es gentil. Las blancas paredes de su habitación, la estantería con cuentos infantiles y mangas, el escritorio adornado con peluches y el tocador lavanda con las luces apagadas.

Observa la habitación como si no le perteneciera. El alivio disuelve los restos del sueño, pero también borra cualquier intento de volver a dormir pronto. Tras restregarse un poco los ojos, estuvo dispuesta a salir de la cama, mas algo la detuvo: al intentar liberarse del calor de las sábanas, notó que no se encontraba sola… ¿Cómo lo había olvidado? Completamente ajena a todo lo soñado, con una sonrisa amplia y una pésima costumbre de dormitar con la boca abierta, la muchacha de cabello castaño murmuraba entre sueños felices cosas relacionadas con dragones y reptiles.

Una sonrisa breve amenaza con desarmarla otra vez; logra evitarlo tras sacudir la cabeza, despejando el impacto de la enorme felicidad que le provoca saber que su mejor amiga está a salvo.

 —Bella…

Con un susurro hecho nombre, se las arregla para salir de la cama sin hacer demasiado ruido. Se coloca sus pantuflas blancas con forma de pata de gato y se encamina hacia la puerta de su habitación, sin evitar pasar frente al tocador, donde finalmente el espejo refleja su rostro.

Ojos dorados. Cabello púrpura largo, enredado por el mal sueño. Aun así, no puede evitar sonreír un poco, porque ese rostro no está cubierto de moretones, su mirada no se encuentra agotada de llorar; la calidez ha vuelto a sus ojos, obstinada, como algo que se rehúsa a extinguirse.

Un pequeño suspiro la ayuda a despegarse de su propio reflejo. Su atención recae entonces en el diario íntimo que se encuentra sobre el mueble. Una de sus manos acaricia la tapa, en particular la pegatina con forma de estrella púrpura y tipografía amarilla que enuncia de forma ostentosa y grande un nombre: Sirin.

Retoma sus pasos. La textura plástica contrasta con la suavidad de sus dedos que lentamente se alejan. La puerta de la habitación se cierra y, mientras camina por el pasillo, un pensamiento se obstina en permanecer. Parece una preocupación pasajera, casi intrusiva, pero la voz persiste:

 «¿Por qué esa chica tiene mi nombre?».

 


 

Sirin fue la última en bajar a la cocina. Bella y sus padres preparaban el desayuno. Sonrieron al verla aparecer.

 —Buenos días… —saludó Sirin con la cabeza baja, luego murmuró—. Me quedé dormida, de nuevo…

Vestía el uniforme reglamentario de marinero: negro, con bordados y un listón dorado. La falda plisada le llegaba hasta las rodillas y las largas medias negras la protegían un poco del frescor de la época. Salvo por el exagerado largo de su cabellera, era una muchacha promedio; aunque aquello jamás le produjo complejo alguno.

No había motivo para hacerlo: estaba rodeada de miradas cargadas de afecto.

Su padre la interrumpió con un abrazo torpe, propio de alguien que nunca aprendió a medir su fuerza. Su nombre era Siegfried; tenía el cabello blanco, unos fieros ojos azules y una expresión que derrochaba seguridad y confianza. Gozaba de una gran estatura, así que siempre que acurrucaba a su hija, ella terminaba aplastada contra su pecho. A pesar de su edad, mantenía el porte atlético de su juventud, así como su cabello largo, que siempre ataba en una simple cola de caballo.

—¡Qué hermosa se ve mi princesa hoy! —exclamó, excesivamente risueño, mientras acariciaba (más bien despeinaba) su cabellera púrpura—. ¿Quieres que tu papá te lleve a la escuela hoy? Anda, dame el gusto esta vez.

—¡Papá! ¡Ya basta! ¡Me estás avergonzando! —reclamó Sirin, forcejeando en vano—. ¡Y no me despeines! ¡Tonto!

Mientras Siegfried reía, ella solo podía fruncir los labios del fastidio, ahogándose en el rubor ardiente de sus mejillas. Como era de esperarse, Bella comenzó a reír desde la mesa de la cocina, lo que solo consiguió enfurecer aún más a Sirin, pues ahora debía repartir broncas entre ambos.

Sin embargo, para imponer orden, intervino quien realmente gobernaba la casa. Una gentil caricia sobre los hombros de su marido provocó que este bajara por completo sus defensas. Ella le sonrió con una ternura letal, eran los ojos de una mujer enamorada, feliz de que el hombre que había elegido fuera tan cariñoso con su hija. Besó la mejilla de Siegfried y este finalmente soltó a Sirin.

—No la despeines o te dejaré sin desayuno —le susurró a su marido.

Y, como siempre, bastó su presencia para que los demás cedieran sin resistencia. Sin necesidad de añadir nada más, Siegfried volvió a sentarse a la mesa, dócil, pues no podía perderse la deliciosa comida que preparaba su esposa. Incluso después de años de casados, el sonrojo seguía siendo evidente en las mejillas del hombre.

A pesar de la vergüenza, Sirin no pudo evitar sonreír con amplitud, gesto que se mantuvo cuando sintió las tersas manos de su madre arreglando el desastre que su marido había causado.

Para Sirin, y para todas sus amigas, Cecilia encarnaba un ideal de belleza incuestionable. Al igual que Siegfried, poseía ojos azules y un cabello blanquecino. Su piel parecía rociada con la luz de la luna; el mentón sutilmente marcado, la nariz respingada y los pómulos altos contrastaban con la tosquedad masculina de su esposo. Eran un complemento perfecto, aunque Sirin no había heredado ni la elegancia de su madre ni la ordinariez de su padre. Aun así, todos en aquel lugar sabían el motivo por el cual su apariencia resultaba tan dispar.

El amor con el que Sirin la miraba no admitía comparación. Sus ojos brillaban cada vez que ella demostraba su cariño, como cuando se ocupó de peinarla con tanto cuidado que incluso hizo un mejor trabajo del que Sirin lograba frente al tocador.

—Gracias, mamá… —susurró Sirin, quien desvió la mirada por unos instantes.

Desde la distancia, Bella observó con genuina felicidad cómo Sirin recibía tanto afecto. Se cubría el rostro con las palmas de las manos, apoyando los codos sobre la mesa. Por unos instantes, compartió una mirada cómplice con Siegfried, pero antes de que pudiera comentar algo, la alarma del microondas los interrumpió.

—¡Mi amor, ya está listo tu mug cake! —anunció Siegfried antes de levantarse para buscar la taza donde se cocinaba el bizcocho.

—Por favor, querido… ¡Y también sirve los huevos! —respondió Cecilia, girándose para ayudar a su esposo… porque la realidad era que ambos eran igual de torpes.

Mientras los casados hacían malabares, Sirin se sentó junto a Bella. Suspiró con resignación mientras sus manos se aferraban al regazo. Observó a su amiga con una resignación casi divertida.

—Perdón, Bella… Mis padres nunca cambian.

La chica de cabello castaño negó con la cabeza y luego la miró con cierta malicia, casi burlona.

—Yo me divierto. Mucho más cuando te mueres de vergüenza.

Y, eventualmente, el rubor volvió a teñir el rostro de Sirin.

—¡B-Bella! ¡Ni siquiera tú!

 


 

Un invierno leve cubría la ciudad. Dos chicas, envueltas en sus uniformes escolares, caminaban por calles residenciales casi vacías. Dado que era temprano por la mañana, no había muchas personas circulando, pero aquella ciudad era lo suficientemente segura como para que dos adolescentes pudieran caminar con la certeza de que nada les pasaría.

—Otra vez tuve esos sueños, Bella… —dijo Sirin. La calidez del hogar se disipó con el vaho de su aliento—. Te llevaban mientras me rogabas por ayuda, pero yo no hacía nada… Perdón…

Bella tomó la mano de Sirin con rapidez. La miró con ternura, intentando transmitirle su propia presencia.

—No me pidas perdón por eso, Sirin. Fue un sueño, ¿está bien? Yo estoy aquí, no me pasó nada malo… —al hablar, apretó su mano—. Al menos no así…

El peso de su mirada cedió, pero la sensación de desazón persistía. Había aprendido a compartir inquietudes, aunque no quería hartar a su mejor amiga.

—No te enojes… —por unos momentos, Sirin sintió que las palabras se le atoraban en la garganta—. Pero sigo sintiendo que no merezco que me hayan salvado… —volvió la mirada hacia Bella, sabiendo que esta quería interrumpirla—. No soy yo quien debería estar aquí, y mi “otra yo” lo sabe; me mira con odio desde el otro lado de los barrotes.

No lloró, pero hubo un leve quiebre en su voz.

—¿Se lo contaste a Lieserl y Frederica? —preguntó Bella con duda, haciendo referencia a las profesionales que se ocupaban de ambas.

Tras un breve silencio y desviar la mirada, finalmente respondió:

—Sí… Aunque es difícil —dijo Sirin, algo dubitativa—. A veces solo quisiera que me drogaran para no tener que soñar más…

La frustración comenzó a crecer, manifestándose en el rompimiento del contacto entre sus manos. Sirin las cerró con fuerza; sus uñas se clavaron en las palmas. La rigidez anunció una mezcla repulsiva de inseguridad propia, miedo indescifrable y una envidia insana al saber que Bella había sido más receptiva al tratamiento.

«¿Y si esto nos separa? No quiero estar sola… No quiero terminar como la Sirin encerrada… No quiero volver ahí».

En su tortura, los fantasmas de su cabeza volvieron a reírse de ella. De esa niña estúpida que no podía dormir en completa oscuridad, que necesitaba mucha contención para una simple extracción de sangre y que no podía dejar de lado los cuentos de hadas que Cecilia le leía con tanto amor.

«Estúpida». «¿Quién te crees para haberte escapado?». «La gente inútil y débil solo merece estar encerrada, sufriendo en el infierno». «¿Crees que vives un sueño? Tu vida es una mentira; madura de una vez y vuelve a tu jaula».

 «REGRESA, TENEMOS QUE MATARLOS A TODOS».

Sirin se detuvo en seco. Bella comprendió que estaba hundiéndose otra vez en su propia oscuridad; quiso recuperar el contacto para que los latidos se desaceleraran. La castaña la llamaba con suavidad, pero Sirin no respondía: solo mareos y la amenaza de una vejiga contraída.

Bella reaccionó rápido. Rodeó con sus brazos los hombros de la pelipúrpura, aunque dudó por un instante. Hizo que el rostro de su amiga descansara sobre uno de sus hombros, con el mentón apoyado en la articulación. El contraste entre la brisa invernal y el aroma ajeno hizo que los hombros de Sirin se relajaran.

Ella correspondió al abrazo; se dejó sostener unos segundos antes de retroceder un paso. Una sonrisa teñida de culpa fue lo único que le ofreció a Bella.

—Perdón, yo… —murmuró Sirin, con la voz entrecortada.

Aún en contacto, Bella la miró a los ojos. Su expresión era casi misericordiosa: un cariño genuino sembrado en los peores momentos de sus vidas.

—Respiremos juntas, recuerda lo delicioso que estuvo el desayuno… —musitó Bella—. Y cuando estés lista, retomamos el camino, ¿sí? No tenemos prisa.

La otra chica asintió y cerró los ojos para refugiarse en ese recuerdo reciente. Se dejó guiar; solo escuchó el ritmo de las exhalaciones ajenas. Tardó un minuto antes de sentir cómo un escalofrío aliviaba por completo el peso sobre sus hombros.

Esa mañana llegaron a tiempo a clases.

 


 

Es cuando queda sola en su habitación que las sombras se desarraigan de las paredes; por eso mismo, enciende una tenue luz en la mesita junto a su cama. Su pijama estampado con estrellas resguarda su delgado cuerpo y se aferra a un peluche de dragón blanco, tan adorable y grande que le impide ser consciente de su propia soledad.

Su larga cabellera púrpura desaparece por completo cuando encuentra refugio en el calor de las sábanas. Cierra los ojos y procura recordar todos esos momentos agradables que vivieron durante el día:

El desayuno con su familia y Bella; la charla rumbo a la escuela; encuentros con sus compañeras de clase, en especial Avrora, Agata y Galina. El almuerzo en la azotea y una pequeña salida que hicieron entre las cinco al distrito comercial. 

La consciencia se pierde entre los dulces ecos de las risas compartidas. Parecen arrullar a la chica, pero un mínimo descuido hace que el confort del colchón termine por devorar la débil silueta de la muchacha. Las perfumadas sábanas que había lavado su madre fungieron como un portal que la arrastró de nuevo hacia aquella celda a la que tanto temía regresar, pero que visitaba todas las noches.

Sus pies descalzos tocaron la gélida superficie, así como las pesadas vendas empapadas con la sangre de sus amigas. La primera respuesta de ella fue buscar la salida, pero los barrotes le impidieron el paso hacia la interminable oscuridad que se expandía del otro lado. No había puerta ni forma alguna de que alguien pudiera hacer algo más que resignarse a estar atrapado allí para siempre.

La chica se arrodilló ante las barras; sus pequeñas manos se aferraron a los barrotes mientras permanecía cabizbaja. Vestía aquella bata de hospital blanca, sucia y arrugada, con el número cincuenta y dos identificándola entre el resto de los niños… No, los cuerpos experimentales, como los llamaban los trabajadores de โฌ›โฌ›โฌ›.

La frustración deformó sus labios. ¿Qué más podía hacer? Su fuerza era tan ínfima que ni siquiera podía hacer temblar el metal. Comenzó a arder la frágil piel de sus brazos; las marcas de las agujas, antes invisibles, simularon ser heridas recientes, tal como su cuerpo las recordaba.

Un pequeño quejido precedió al llanto, pero una voz en particular la paralizó.

—¿Tantas ganas tienes de volver a tu lastimosa vida?

Una pregunta gélida se alzaba con su propia voz, aunque esta no era delicada como la nieve, sino profunda, infectada por el resentimiento. Ella se volteó lentamente; su mandíbula tembló cuando sus ojos dorados se encontraron con los de la otra, uno repleto de heridas, vendas y la frialdad de un corazón que había olvidado su condición humana.

Su reflejo se asomaba entre sus raspadas rodillas. Sus manos se empuñaban mientras el abrazo a sus piernas se volvía más desesperado. Aquella expresión cegada por el resentimiento provocó que Sirin llevara la diestra a su propio estómago; le enfermaba saber que, en algún momento, se había atrevido a mirar así a Bella o a sus padres cuando no quisieron cumplirle un capricho infantil.

—Hipócrita, patética niña débil —dijo con frialdad.

Sirin permanecía callada, aunque se moría por contestar. Tenía mucho por decirle, incluso por gritarle, pero la incapacidad de articular palabra le robaba el coraje para mirarla a los ojos.

—Todos te acabarán abandonando… Sí, te pasará lo mismo que a mí —continuó con arrogancia. Una sonrisa retorcida dejó al descubierto sus dientes—. Primero fue nuestra madre, luego Bella nos dejó solas en este basurero. Nadie vino a rescatarnos cuando esos infelices nos arrastraron hacia la mesa de cirugía.

Sirin empuñó las manos y avanzó hacia la otra sonriente. De forma inconsciente, imitaba la misma llama desafiante en su porte.

—¡No es cierto! ¡A nosotras nos rescataron hace ocho años! ¡Tenemos una vida normal!

¡MENTIRA! —gritó con tal fuerza que la hizo retroceder. Su voz se quebró en plena histeria.

Entonces aquella otra se levantó; su flequillo despeinado ensombrecía una mirada colmada de odio.

—¡Esos dos farsantes solo están contigo por lástima, para reemplazar a su hija muerta! —arremetió, refiriéndose a los padres de Sirin—. ¡Esa que llamas amiga piensa que eres un lastre! —continuó, ampliando su sonrisa.

Ella retrocedió al notar la saliva que caía por la comisura de los labios de la otra; no fue la agresión, sino la locura vista en el espejo.

La sensación aumentó cuando aquella ocultó sus facciones tras la mano derecha. Su enajenada risa prensó su corazón de forma vertiginosa.

—¿Quién se atrevería a decirle la verdad a la pobre niña huérfana rescatada del laboratorio? Solo hay que tenerle lástima y mentirle; mentirle hasta que deje de molestar —continuó, sus pupilas se dilataron con indómita malicia.

La cercanía entre ambas se hizo evidente. La diestra vendada tomó el mentón de Sirin, obligándola a mirarla. Apretó con fuerza la pequeña mandíbula, lo que avala hizo gimotear.

—Nunca dejarás de ser el sujeto corporal cincuenta y dos, un simple número —escupió con odio antes de cubrirse medio rostro.

Y Sirin no podía expresarse, solo observar a su otro yo.

 «Tú nunca has escapado de aquí».

Ni siquiera eran las dos de la mañana cuando despertó. La luz de la mesa estaba apagada, el peluche había terminado en el suelo y la punta de las sábanas volvía a quedar expuesta. Su respiración agitada era lo único que escuchaba, acompasada con el latir del corazón y con la humedad del sudor impregnándose en su espalda.

Normalmente habría hecho lo posible por volver a iluminar la habitación y luego llorar contra la almohada hasta quedarse dormida… Pero no. Esta vez simplemente se abrazó a las rodillas y observó la puerta de la habitación.

Ya no tuvo voz para acallar todas esas verdades que, al unísono, hicieron del silencio su morada.