El cielo estaba teñido de un negro intenso, profundo, como si la noche quisiera tragarse todo a su paso. Las nubes se movían pesadamente, pareciam monstruos gigantes que se arrastraban unos sobre otros, sus formas cambiantes llenaban el horizonte con sombras amenazantes, como bestias que acechan en silencio. De vez en cuando, un destello blanco surcaba el cielo, una chispa fugaz que se convertía en una luz de esperanza entre tanta oscuridad, efímera y cruel, seguida por un estruendo ensordecedor que me hacía regresar a la realidad, golpeando mi alma con su fuerza devastadora. Cada trueno parecía un latigazo.
Todavía tenía puesto el uniforme del equipo, embarrado, rasgado como mi alma. La mochila golpeaba mi espalda mientras corría sin pensar, sin rumbo... solo escapando. Huyendo de mí mismo, de mis pensamientos, de aquella noche que ya sabía que transformaría todo. Sentía la garganta ardiendo, las piernas pesadas, el corazón desbocado… como si quisiera salirse del pecho para no seguir cargando con lo mío.
No sé si fue el destino o si mis piernas me llevaron por instinto, pero terminé allí... frente a tu casa. Tus luces aún permanecían encendidas, amarillas y cálidas, como si en el interior todavía existiera un universo que no se había derrumbado. Un espacio intacto, que no se había fracturado, que no había cedido sus muros a pesar de todo. Esa luz era un faro diminuto en medio de la tormenta que me devoraba por dentro, un refugio que parecía resistir al sufrimiento. Sentí algo en el pecho apretarse con una fuerza feroz, como quien ve un hogar que ya no sabe si merece.
Entre el pasto húmedo y frío busqué una piedra, la tomé con fuerza, aferrándome a algo sólido en medio de mi caos. Mis dedos temblaban, ya no sabía si era por el frío cortante o por el miedo que me paralizaba el alma. Miré hacia tu ventana con una mezcla de esperanza y desesperación, con la necesidad de sentir que aún podía aferrarme a algo bueno. A lo único bueno.
Solíamos vernos a escondidas en las noches. Eran los únicos momentos a solas que compartíamos, fugaces pero tan bellos. Yo lanzaba una piedrita a la ventana, vos la abrías con esa sonrisa suave, tímida, que siempre intentabas ocultar. Entonces, yo trepaba hasta tu cuarto, como un ladrón de instantes felices. A veces me esperaba el aroma de tu perfume, dulce y envolvente, otras veces el calor de tu cuerpo aguardándome bajo las sábanas, ese refugio tibio donde parecía que nada malo podía alcanzarnos. En ese espacio, la vida dolía menos. En ese cuarto, por primera vez, yo no era un problema.
Ese lugar, tu espacio, era lo único que se parecía a un hogar para mí. Eras mi refugio, la única certeza en mi tempestad. La única luz que no se apagaba.
Y por un segundo—un instante mínimo y egoísta—quise repetirlo. Quise resguardarme en tus brazos, esconderme de este mundo cruel entre tus manos. Quise que el tiempo se detuviera y que la tormenta se aquietara dentro de ese cuarto donde solo existíamos vos y yo. Pero entonces vinieron a mí esas palabras… las de mi padre, como cuchillos hundiéndose en mi pecho:
"No tendrías que haber existido nunca. Sos un peso muerto, un estorbo, la cosa que arruina todo lo que toca. Cada vez que abrís la maldita boca me recordás lo equivocado que estuve al traerte a este mundo. No das más que vergüenza… ¿me escuchás? Vergüenza. Sos la razón por la que esta familia se cae a pedazos, y ojalá—ojalá—no tuviera que seguir viéndote todos los días como un recordatorio de todo lo que salió mal."
Los truenos cesaron. Todo parecía haberse paralizado. El mundo quedó en silencio. Esas palabras retumbaron más fuerte que la tormenta, como un eco persistente en mi mente y corazón. Sentí el estómago hundirse, la respiración cortarse, como si mi cuerpo recordara ese dolor antes incluso de entenderlo.
¿Soy malo?
¿De verdad lo soy?
Te amo, Katherine.
Pero también sé que todo lo que mis manos tocan se quiebra.Y no quiero romper lo único que anhelo en este mundo.
Quedarte a mi lado significaría arrastrarte a mi miseria, a la misma oscuridad que me persigue desde siempre. Significaría verte perderlo todo... como yo. Y no puedo permitirlo. No a vos. No a lo único que alguna vez me salvó.
Flashback
El olor a sal del mar estaba impregnado en el aire, fresco y cortante, ese aroma que se mete en los poros y despierta recuerdos dormidos. El viento helado acariciaba mi piel, haciendo bailar las hojas y despeinando mi cabello. Todavía puedo sentir esa brisa en la cara, ese momento suspendido que parecía eterno.
Yo estaba sentado en la arena, con las piernas cruzadas, los ojos cerrados... intentando atrapar ese momento perfecto, esa calma antes de la tormenta que se acercaba, sin saber que sería la última vez que sentiría esa paz. Había algo mágico en ese silencio, en esa quietud que después entendí que era un adiós disfrazado.
El sol comenzaba a hundirse lentamente en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos cálidos y melancólicos, como un cuadro que sabe que está a punto de desvanecerse. Las olas rompían con suavidad, un murmullo constante, un latido acompasado que parecía decirme que todo estaba bien, que este instante sería eterno.
Sentí esas pequeñas manos frías tapar mis ojos. Siempre frías, sin importar el calor que hiciera, pero para mí eran la caricia más cálida, la promesa de que no estaba solo. Ese roce… todavía lo siento algunas noches.
—Oh... ¿quién será?— dije con esa voz juguetona, esa que siempre te hacía sonreír.
—Adivina— respondiste, tratando de imitar algún tono raro, aunque sabías que no podías y te salía fatal.
—Mmm... ¿será la que vende los helados?— se que me lanzaste una mirada, y antes de que pudiera reaccionar, un pequeño golpe en mi costado me hizo reír.
Te abracé, rodeando tu cintura con los brazos, y te cubrí de besos como si quisiera guardar ese momento en mi piel para siempre. Aún siento la arena fría en los pies, tu risa vibrando contra mi pecho.
—Siempre con tus chistesitos de mierda...— me regañaste entre risas.
—Así te enamoré— dije, con una sonrisa que no podía ocultar.
—Tonto— me dijiste, y esa simple palabra era un abrazo.
Tus ojos... esos ojos que brillaban con la luz dorada del atardecer, reflejaban todo lo que yo soñaba. Ahí veía mi vida entera, no solo el presente, sino un futuro que construíamos sin hablar, sin necesidad de palabras. Una familia: vos y yo, y tres hijos pequeños corriendo por el jardín. Estefanía, Yahir y Demian... sus nombres ya tenían vida en mi mente. Me dolía lo mucho que lo deseaba.
Eras mi primer amor... y también fuiste el único.
—¿Sabías que te amo?— te pregunté con el corazón en la mano.
—¿Por qué siempre tan cursi?— reíste, apartando un mechón de tu rostro.
—¿Qué te cuesta decirme que me amas?— insistí, con una mezcla de broma y sinceridad rota. -¿Ves qué si sos mala conmigo?- reiste como siemore.
Esa risa... sigue viviendo en mí. Como un eco que nunca se apaga, que me persigue y me abraza en las noches más frías.
—También te amo, tonto— susurraste, y nos fundimos en un beso que sabía a promesas, a eternidad.
Si alguien me hubiera dicho que ese iba a ser el último beso, habría rogado por detener el tiempo, por hacer que el sol no se pusiera nunca más... Pero la vida, cruel y despiadada, no nos dio esa oportunidad.
Fin del Flashback
La piedra se cayó de mi mano. El sonido fue mínimo, casi un susurro entre el viento, pero se sintió como una avalancha que se dirigía a mí para aplastarme, fue la sentencia de mi decisión. Entonces te vi. Tu silueta recortada contra la luz, moviéndote hacia la ventana. Fue como si supieras que estaba ahí. Como si me hubieras sentido, a pesar de la distancia y el silencio. Algo en mí quiso correr hacia vos, gritar tu nombre… pero las piernas no respondieron.
Me escondí entre los arbustos, empapado, temblando. Como un cobarde, como alguien que huye de su propia sombra.
La ventana se abrió.
Vos te asomaste.
Esos ojos, esos hermosos ojos, buscaron los míos... y casi lo logran.
Tu cabello largo y suave se movía con el viento de la tormenta, mojado por la lluvia que empezaba a caer con más fuerza, cada gota como una lágrima más en esta noche interminable. Estiraste el cuello, miraste hacia la calle, hacia la oscuridad o tal vez hacia mí. Tu respiración se formó en una nube blanca que desapareció rápido, como un suspiro que se escapa sin poder retenerlo.
Fue la última vez que te vi.
La última vez que vi tu rostro, tu mirada, la forma en que fruncís los labios cuando estás preocupada.
La última vez en la que tuve la oportunidad de elegirte... y no pude. Y ese “no pude” sigue pesando como una piedra que nunca dejo de cargar.
Cuando cerraste la ventana, sentí que se cerraba algo más. Algo que no iba a volver a abrirse.
Sentí el corazón romperse en mil pedazos, cada latido era un fragmento que caía, incontrolable, al vacío. No era solo tristeza. Era devastación pura y cruda. Era como si me arrancaran el aire, como si el mundo se desmoronara a mi alrededor, y yo me quedara solo, empapado y helado, mientras mis lágrimas se mezclaban con la lluvia, invisibles, solitarias.
No había más palabras, ni promesas, ni besos que sanarían esa herida abierta.
Solo quedaba irse... con el corazón partido y vacío, sabiendo que a veces amar duele. Con el corazón en la mano me fui.
Caminé bajo la tormenta sin mirar atrás, aunque quisiera, mientras la lluvia se llevaba lo poco que quedaba de mí.
Mientras la casa quedaba atrás, luminosa, cálida, intocable.
Y vos... vos seguías ahí. Sin saber que en esa misma noche, te había perdido para siempre.
Aun hay una pregunta que da vueltas por mi cabeza y que en cada noche de insomnio vuelve como un fantasma a torturarme.
¿Y si me quedaba?
..................