El invierno de 1700 congeló los caminos hacia el reino de Blackwood. En las fronteras norte, la guerra con el reino vecino de Valthorn era un rumor sordo que se convertía en noticia de cada semana, sin embargo, la única batalla era la de la sangre fría y los matrimonios convenientes.
El carruaje de los Benedetti, se detuvo en el patio principal del castillo. Lianna descendió, el fango congelado del empedrado crujiendo bajo sus zapatos. No miró las torres altivas ni los estandartes con el lobo de Blackwood. Su mirada, ámbar y antigua, calculó la altura de los muros, la disposición de los guardias, las sombras donde un susurro no tendría eco.
El príncipe heredero, James Blackwood, la observó desde el otro extremo del castillo con la misma atención que dedicaría a un nuevo corcel: calculando su valor, su resistencia, su utilidad. Él era alto, esbelto, con una belleza cortante como el hielo del río. Dicen que no le interesaban las mujeres. A Lianna le resultaba irrelevante; a ella no le interesaban los hombres, le interesaban sus recursos.
La recibieron en la Sala del Consejo de Guerra, donde los mapas de la frontera con Valthorn aún estaban desplegados sobre la mesa. Frente a ellos, el Príncipe Heredero, James Blackwood. No parecía un novio. Parecía un general evaluando un recurso estratégico. Alto, con una rigidez que hablaba más de deber que de orgullo, sus ojos del color del acero la escudriñaron sin curiosidad, sólo con pragmatismo.
—Señorita Benedetti —dijo, omitiendo cualquier preámbulo sobre el viaje o el clima—. Nuestros reinos necesitan esta unión. La guerra con Valthorn drena nuestras arcas y divide la atención de los señores. Su familia aporta conexiones comerciales vitales. Usted aportará un heredero y estabilidad. A cambio, recibirá el título, protección y una manutención adecuada.
Lianna no bajó la mirada. Sus ojos, del color del ámbar antiguo, lo sostuvieron.
—Mi precio es más alto,Alteza —respondió, y su tono era tan suave como el deslizarse de un cuchillo en su vaina—. Quiero libertad de movimiento dentro del castillo y la ciudad. Acceso a la biblioteca real y a los archivos. Y el control completo de mi asignación y del patrimonio que aporto. No seré un mueble en sus aposentos.
James frunció levemente el ceño. No estaba acostumbrado a la negociación, sólo a la orden.
—¿Para qué necesita una mujer acceso a archivos y libertad?
—Para no morir de tedio—sonrió ella, una expresión que no llegaba a sus ojos—. Y para asegurarme de que nuestro… acuerdo sea mutuamente beneficioso. Yo le doy legitimidad. Usted me da autonomía. Sin amor, sin falsas esperanzas. Un contrato.
Por un momento, sólo se escuchó el chasquido de la leña en la chimenea y el lejano martilleo de los herreros forjando armas para el frente. Algo en la falta absoluta de coquetería de Lianna, en su frialdad administrativa, resonó con la propia naturaleza del príncipe. No pedía afecto. Pedía eficiencia.
—Aceptado—concedió al fin—. Pero su «libertad» termina donde comienza cualquier acto que pueda interpretarse como deslealtad. Blackwood no perdona la traición, sea en el campo de batalla o en sus alcobas.
—No tema —dijo Lianna, y por primera vez una sombra de algo que podría ser una sonrisa tocó sus labios—. Mi lealtad, una vez vendida, es inquebrantable.
Más tarde al finalizar sus acuerdos, mientras salía de la sala, el peso del aire cambió. Sintió una mirada distinta. No la evaluación fría de James, sino algo cargado, intenso, casi febril. Al volver la cabeza, sus ojos se encontraron con los del Rey. El viejo monarca, encorvado sobre un bastón de mando pero con una chispa viva en la profundidad de su mirada, la observaba desde el umbral de una puerta lateral. No era el protocolo lo que brillaba en sus ojos. Era reconocimiento. Confusión. Una punzada de memoria tan violenta que su respiración se había entrecortado.
Lianna sostuvo la mirada un segundo más de lo apropiado antes de inclinar la cabeza nuevamente y seguir a sus padres nuevamente hacia su lugar de vivienda.
Esa noche, en su habitación que olía a polvo y manzanilla, Lianna deshojó mentalmente el encuentro. El príncipe era predecible: un soldado atrapado en un trono, más cómodo con mapas de batalla que con cortesanas. Sería un marido ausente, un acuerdo limpio.
Pero el rey… El rey era la grieta en el muro. La fisura por donde podía colarse el pasado y envenenar el presente. Sesenta años no eran nada para ella, pero para un humano eran una vida entera. ¿Cuánto recordaba? ¿Lo suficiente para ser útil? ¿O lo suficiente para ser peligroso?
Afuera, la luna, se reflejaba en los charcos helados. La guerra con Valthorn rugía en la distancia. Y dentro de los muros de Blackwood, otra guerra, silenciosa y personal, acababa de declarar su primera tregua fría. Lianna, la pieza recién llegada al tablero, sonrió hacia la oscuridad. Los juegos de poder eran siempre más interesantes cuando se jugaban en dos frentes a la vez.
La boda sería pronto. Y con ella, el verdadero primer movimiento.
La boda se celebró con tal severidad que exigían los tiempos de guerra. No hubo lluvia de pétalos, sino una guardia de honor con armaduras bruñidas. Los invitados, nobles con semblantes preocupados, murmuraban más sobre los últimos informes del frente en Valthorn que sobre la belleza etérea de la novia. Lianna, envuelta en un vestido de plata que brillaba como escarcha bajo la luz de las antorchas, era una estatua perfecta. A su lado, el Príncipe James cumplía su papel con la rigidez de un soldado desfilando.
La recepción fue un consejo de guerra disfrazado de festín. James se deslizó entre sus generales y señores, su copa de vino intacta, su atención clavada en los mapas invisibles que solo él veía sobre los manteles. Lianna, sentada en el estrado elevado, observó. Desde allí, el gran salón era un mapa de otra clase: alianzas frágiles, miradas codiciosas, miedo disimulado en brindis. Ella era el centro, y sin embargo, invisible. Era exactamente donde quería estar.
Fue el Rey quien rompió su aislamiento calculado. Se acercó cojeando, su bastón golpeando el mármol con un ritmo cansado.
—Mi reina—dijo, y el título sonó nuevo, tentativo—. El salón es ruidoso para conversar. ¿Me honraría con un baile? Es una tradición… y alejaría los rumores de que descuidamos a nuestra más preciada joya.
Era un movimiento político, claro. Mostrar unidad. Lianna asintió, depositando su mano enguantada en la de él. No era el agarre firme de un guerrero, sino el de un hombre que sostenía un recuerdo. La orquesta tocó una melodía lenta y solemne. Mientras giraban, el Rey hablaba en voz baja, de trivialidades: el clima, la música, la esperanza de una pronta victoria en el norte. Sus ojos, nublados por la edad pero aún penetrantes, no se apartaban del rostro de ella.
—Debo disculparme por mi hijo —murmuró al final de la pieza, guiándola no de vuelta al estrado, sino hacia una puerta lateral que conducía a una galería privada—. James… la guerra lo consume. No es desdén hacia usted.
—No necesito sus disculpas, Majestad —respondió Lianna, dejando que el aire frío de la galería le rozara la nuca—. Comprendo las prioridades de un reino. Un matrimonio es un pilar; la guerra, el techo que ese pilar sostiene.
El Rey se detuvo junto a un ventanal. La luna llena, enorme y pálida, se colaba por los cristales, bañando el perfil de Lianna en una luz plateada que parecía emanar de su piel.
—Es usted…extraordinariamente comprensiva —dijo, y su voz tomó un tono diferente, alejado de la política—. De una sabiduría que desmiente sus años. Me recuerda… —Hizo una pausa, tragando saliva—. Me recuerda mucho a alguien que conocí hace mucho tiempo. En tiempos más… despreocupados.
El aire se espesó. Lianna giró lentamente para enfrentarlo. Bajo la luz de la luna, su belleza no era humana. Era esculpida, eterna.
—¿Sí,Majestad? —preguntó, su voz un susurro de seda—. ¿Y qué fue de esa persona?
El Rey la miró, y por un instante, la máscara del monarca se quebró. Allí había confusión, anhelo, y el destello de un miedo profundo.
—Desapareció—confesó, la palabra cargada de un peso de décadas—. Una noche como esta… de luna llena. Me dejó solo con… el peso del deber.
Lianna sonrió, y esta vez la sonrisa llegó a sus ojos, encendiendo el ámbar con una luz interior glacial.
—El deber es una cadena que forjamos nosotros mismos,Majestad. A veces, los eslabones más fuertes son los que parecen más frágiles.
Antes de que el Rey pudiera responder, la puerta de la galería se abrió de golpe. James apareció en el umbral, su silueta recortada contra la luz cálida del salón. Su mirada pasó del Rey a Lianna, y su expresión, ya de por sí severa, se congeló.
—Padre.Mi reina —dijo, el título sonando a propiedad, no a afecto—. Los invitados preguntan por vos. La celebración no puede continuar sin los anfitriones.
—Claro, hijo —asintió el Rey, recomponiéndose, el viejo monarca regresando a sus ojos—. Sólo le mostraba a la reina las vistas de los jardines bajo la luna. Son… esclarecedoras.
James no se inmutó. Extendió un brazo rígido hacia Lianna.
—Venid.Hay nobles de las provincias del sur con quienes debemos brindar. Su lealtad es crucial para los suministros.
Lianna deslizó su mano del brazo del Rey al de su esposo. Al pasar junto al viejo monarca, sus ojos se encontraron una última vez, esa noche.
El resto de la noche transcurrió entre brindis huecos y sonrisas forzadas. Cuando por fin el principe y Lianna se encontraron solos en los aposentos conyugales, la tensión era un muro de hielo entre ellos. James se quitó la capa ceremonial.
—Mi padre es un viejo sentimental—declaró, sin mirarla, mientras un sirviente le desabrochaba la espada—. No dejes que sus nostalgias te distraigan. Vuestro deber está aquí. En dar un heredero a Blackwood.
Lianna, de pie frente al fuego de la chimenea, observó las llamas reflejarse en los anillos de su nueva mano.
—Mi deber,como recordarás, fue claramente establecido en nuestro contrato, Alteza —respondió sin volverse—. Daré un heredero cuando la guerra lo permita y la sucesión esté asegurada. Hasta entonces, mi tiempo es mío. Incluso para escuchar las nostalgias de un rey.
James se volvió, por fin mirándola directamente. En sus ojos grises no había ira, sólo una evaluación renovada.
—Sois fría,Lianna. Más de lo que esperaba.
—Y vos sois predecible,James —ella se volvió, enfrentándolo—. Ambos obtuvimos lo que buscábamos en este acuerdo. No ensuciemos la transacción con pretensiones de algo que no es.
Una sonrisa extraña, casi de respeto, tocó los labios del príncipe.
—Está bien, mantengamos la transacción limpia. Pero recordad: en este castillo, mi palabra es la ley. Y mi paciencia, aunque larga, no es infinita.
Se retiró a sus habitaciones privadas, dejándola sola en la suite nupcial. Lianna se acercó de nuevo a la ventana. La luna llena, ahora alta en el cielo, parecia latir con una luz que sólo ella podía sentir. Era la luna que otorgaba el poder, que había sellado su transformación años atrás. Aquella misma luna iluminaba ahora los campos de batalla de Valthorn, donde la sangre humana corría libre y fresca.
Y, pensó mientras sus ojos se posaban en la torre oeste, donde sabía que estaban las habitaciones del Rey, también iluminaba los recuerdos de un viejo hombre. Recuerdos que podían ser tan útiles como un ejército, o tan peligrosos como una daga en la oscuridad.
Las semanas siguientes tejieron una rutina de hielo cortés en el castillo Blackwood. El príncipe James se sumergía en la guerra, sus ausencias cada vez más largas a medida que la amenaza de Valthorn se cernía sobre la frontera norte. Lianna, por su parte, hizo del silencio su reino. Recorría los pasillos como un fantasma de pelo rojo y mirada marina, aprendiendo los ritmos de la fortaleza, los rincones donde los rumores nacían y los lugares donde las sombras eran más densas.
Su belleza era un arma que dejaba ociosa, por ahora. El pelo del color de las llamas en un hogar frío, los ojos de un azul que recordaba el mar profundo en un día de tormenta, contrastando con la blancura nívea de su piel. Los labios, un rojo de pétalo recién abierto, rara vez se curvaban en una sonrisa genuina. Era una pintura viviente, una escultura de mármol y fuego que observaba el mundo con una calma desconcertante.
El Rey, sin embargo, parecía incapaz de resistir el magnetismo de esa quietud. La invitaba a tomar té en sus aposentos privados, pretextando la necesidad de "orientar a la nueva reina". Las conversaciones eran un baile cuidadoso: él hablaba de historia del reino, de los tratados con los señores del sur, de los errores tácticos en Valthorn. Ella escuchaba, haciendo preguntas precisas que demostraban una comprensión aguda que desmentía su juventud aparente.
—Sois una oyente extraordinaria, Lianna —dijo una tarde, mientras la lluvia golpeaba los vitrales de su estudio—. La mayoría solo espera su turno para hablar.
—Escuchar es la mejor manera de aprender, Majestad —respondió ella, sus ojos azules fijos en los suyos—. Y en un reino en guerra, el conocimiento es la única moneda que no se deprecia.
—¿Y qué habéis aprendido de nosotros? —preguntó él, con un deje de desafío.
—Aprendí que Blackwood está gobernado por dos hombres que ven el mismo enemigo, pero en mapas diferentes. Vuestro hijo ve a Valthorn como una mancha a borrar. Vos lo veis como un rival con el que, eventualmente, habrá que sentarse a negociar. Uno piensa en victorias. El otro, en supervivencia.
El Rey se quedó inmóvil. Nadie en la corte se atrevía a articular esa fractura.
—Sois peligrosamente perspicaz.
—Sólo soy observadora.Y comprendo que las cadenas del deber del pasado a veces atan más fuerte que los juramentos del presente.
El rostro del Rey se demudó. La máscara se resquebrajó del todo.
—¿Quién sois?—susurró, la voz ronca por una emoción largamente reprimida—. De verdad, Lianna Benedetti. Porque me queda claro que sois la hija de ningún mercader... Los ojos no mienten, y los vuestros… han visto pasar siglos.
El aire en la habitación se cargó de electricidad. Lianna no se inmutó. Dejó que el silencio se extendiera, saboreando el momento. Luego, con una lentitud deliberada, alzó la copa de vino tinto que había junto a su taza de té. La luz de la lámpara atravesó el líquido, proyectando un brillo rubí en sus dedos pálidos.
—¿Recordáis las historias,Majestad? —dijo por fin, su voz tan suave como el aterciopelo—. Las que se cuentan junto al fuego en las noches de invierno, sobre criaturas que beben algo más fuerte que el vino. Que ven pasar generaciones como quien ve caer las hojas. ¿Creéis en ellas?
El Rey no apartó la mirada. En sus ojos ya no había miedo, sino una certeza aterradora y fascinada.
—Hace sesenta años…en el Muelle del Lamento… —tragó saliva—. Había una taberna. La Sirena. Quería conocer a mi pueblo, recuerdo toparme con un hombre desagradable, pero su acompañante, su… sobrina. Tenía el pelo como el atardecer y unos ojos que parecían contener toda la sal del océano. Ella fué mi mejor tesoro y amor en aquel tiempo, desde que la ví sabía que quería pasar mi vida con ella, tuvimos muchos momentos juntos, aunque imposible, yo en ese entonces ya estaba... — Fue interrumpido sin importarle los modales en ese momento, Lianna acabó la frase.
— Comprometido. — dijo ella sin inmutarse, bebió una taza de té y lo volvió a mirar a los ojos.
Fuisteis tú. —No era una pregunta. Era una confirmación arrastrada desde lo más profundo de su memoria.
Lianna sonrió. Esta vez, la sonrisa fue real, y en ella brilló toda la arrogancia de sus siglos.
—Vaya,Blackwood. Las arrugas no han nublado del todo la memoria. Sí, Fui yo.
—¿Cómo…?
—Es una historia larga.Y no es el relato de una doncella —se levantó, su figura esbelta y su altura proyectando una sombra alargada sobre los libreros—. Basta con que sepas esto: el deber os obligó a elegir entre vuestro reino y una noche que podría haber sido eterna. Elegisteis bien. Un rey debe hacerlo. Pero ahora… —se acercó a la ventana, mirando la lluvia—. Vuestro reino está otra vez al borde del abismo. Vuestro heredero es un soldado que sólo sabe cargar. Y yo estoy aquí. No como la sobrina de aquel simpleme hombre, sino como vuestra reina.
El Rey se levantó tambaleante, apoyándose en el escritorio.
—¿Qué es lo que buscás aquí?—preguntó, y en su voz no había acusación, sino una curiosidad exhausta.
Lianna se volvió. Su belleza, bajo la tenue luz, era sobrehumana, un recordatorio viviente de lo que él había perdido.
—Por ahora,sólo vuestra discreción. Y vuestra confianza. La guerra con Valthorn se puede ganar, no con espadas, sino con astucia. Y yo tengo ambas. Pero para mover mis piezas, necesito que nadie… absolutamente nadie… cuestione mi lugar aquí. Ni siquiera vuestro frío y eficiente hijo.
—James sospecha —advirtió el Rey.
—James sospecha de todo lo que no puede controlar con una espada—replicó Lianna—. Es su naturaleza. La mía es diferente.
Se acercó a la puerta y se detuvo.
—Esta conversación nunca ocurrió,Majestad. Seguiremos siendo un rey sabio y una reina joven que busca consejo. Pero recordad… aquella noche en La Sirena, le hicisteis una promesa a una mujer diferente a la que ahora ves. Una promesa que el deber os impidió cumplir. Ahora el deber os pone a esa mujer en el centro de vuestro reino. Las segundas oportunidades son raras, no las desperdicie.
Sin esperar respuesta, salió del estudio, dejando al viejo rey sumido en un torbellino de memoria, culpa y una esperanza imposible.
Al día siguiente, Lianna solicitó audiencia con el príncipe James. Lo encontró en el patio de armas, supervisando el entrenamiento de nuevos reclutas.
—Necesito vuestro permiso para viajar a las tierras altas del sur—anunció, sin preámbulos.
James dejó de observar a los soldados.
—¿Para qué?El sur es pacífico, pero no es lugar para una reina en tiempos de guerra.
—Precisamente por eso—argumentó ella—. Los señores del sur sienten que la corona solo se acuerda de ellos para pedir impuestos y soldados. Una visita de la reina, mostrando interés por sus cosechas y su seguridad, podría asegurar su lealtad… y sus graneros. Un ejército marcha con el estómago lleno, Alteza. Yo puedo llenarlo, mientras vos preparáis la espada.
James la estudió. No era una idea descabellada. Era, de hecho, brillante. Y provenía de la mujer fría con la que se había casado por conveniencia.
—Os acompañará una guardia de mi elección—concedió, finalmente.
—Por supuesto—asintió Lianna—. Sugiero al capitán Thomas.
Dijo el principe.— Es… un hombre muy eficiente y el mejor que tengo.
Una elección perfecta. Thomas era leal a James, pero también era arrogante, misógino y predecible. Un peón útil y descartable.
Mientras preparaba su partida, Lianna sonreía ante su espejo. El juego avanzaba. Había sembrado la duda y la fascinación en el Rey. Había ganado un punto de utilidad estratégica con el Príncipe. Y pronto, en los caminos solitarios hacia el sur, lejos de las miradas del castillo. La sed comenzaba a ser un zumbido persistente en sus venas. La guerra, después de todo, ofrecía muchas oportunidades para que una viajera se encontrara con accidentes fortuitos.
El viaje al sur fue una procesión de lodo y cielo gris. El capitán Thomas, un hombre ancho de hombros y mirada estrecha, cumplía su deber con una brusquedad que rayaba en el insulto. Sus comentarios hacia las sirvientas y su forma de mirar a Lianna, como si evaluara un botín, confirmaron todo lo que ella había intuido. La sed, un susurro leve al partir del castillo, se convirtió en un martilleo sordo en sus sienes al cuarto día de viaje. Cada golpe de las ruedas sobre las piedras, cada risa estentórea de Thomas, cada olor a sudor humano y a sangre caliente del séquito, era un aguijón en sus sentidos agudizados.
La abstinencia la volvía irascible. Su piel, ya de por sí blanca como la nieve, adquirió una transparencia fantasmal. Sus ojos azules, antes serenos como el mar, reflejaban ahora la tempestad interior, volviéndose duros y brillantes. Las sombras, el dolor, la sed y la sensibilidad a las cosas se hacían cada mes peores y crueles, imposibles de tolerar.
Lianna decidió parar a medio camino, dando la orden a sus guardias que descansarán un poco, mientras ella tomaba un poco de aire para tranquilizar su falta de hambre, no era un buen momento para cazar a un humano, despertaría sospechas e incluso si alguien la llegaba a ver , podría ser su ruina, tenía que ser paciente y aguantar, probablemente después se encontraría un animal o un humano el cual cazar.
De repente, Thomas, el capitán de la guardia, se acercó con esa sonrisa arrogante que tanto lo caracterizaba.
—¿Cansada del viaje, Alteza? —preguntó, arrastrando el título con desprecio—. Los caminos son duros para una mujer delicada.
—Me adapto mejor de lo que crees, Thomas —respondió Lianna, sin mirarlo, ajustándose un guante.
Él dio un paso más, invadiendo su espacio. El olor a sudor rancio y cerveza barata era repugnante.
—Ya veo. Pero adaptarse no es lo mismo que… disfrutar —susurró, su mirada recorriendo su cuerpo con una lujuria obscena—. Este viaje es largo. Y aburrido. Una mujer como tú podría hacerlo más interesante para un hombre.
Lianna finalmente lo miró. Sus ojos azules no mostraron miedo, solo curiosidad.
—¿Y cómo propones que lo haga más interesante?
Thomas creyó ver una rendija, una invitación. Su mano callosa se cerró alrededor de su brazo con fuerza bruta.
—Así —gruñó, arrastrándola hacia la espesura, lejos de la vista de los otros guardias que bebían agua unos metros más allá—. Te voy a enseñar para qué sirve realmente una mujer en un viaje. Para calentar la tienda de un hombre.
La empujó contra el tronco rugoso de un roble. Lianna no gritó. No forcejeó. Solo lo observó mientras él desabrochaba su cinturón con manos torpes, la respiración entrecortada por el deseo violento y el alcohol.
—Eres solo un filete de carne —le escupió Thomas, su aliento fétido cerca de su rostro—. Un pedazo de carne fina para que hombres como yo nos sirvamos. La corona no te hace diferente. Aquí, en el bosque, solo eres una mujer.
Su mano se dirigió hacia el cuello de su vestido, intentando rasgarlo. En ese instante, los ojos de Lianna cambiaron. El azul marino se volvió de un color naranjoso y oscuro en la penumbra del bosque. Una sonrisa terrible, cargada de siglos de desprecio, se dibujó en sus labios.
Antes de que los dedos de Thomas tocaran la tela, ella movió la mano con una velocidad que el ojo humano no pudo seguir. No fue un golpe. Fue un gesto elegante y letal, como el de un maestro espadachín. Sus dedos, fríos como el mármol de una tumba, se cerraron alrededor de la muñeca de Thomas.
Un crujido seco, como el de una rama quebrada bajo el hielo, resonó en el aire. Thomas ni siquiera tuvo tiempo de gritar. Un dolor agudo y absoluto, seguido de un entumecimiento aterrador, subió por su brazo. Miró hacia abajo, incrédulo. Su mano, la misma que un segundo antes iba a violarla, colgaba de su muñeca en un ángulo imposible, con los huesos casi destrozados.
—Tienes razón, Thomas —dijo Lianna, su voz ahora un susurro de hielo que le cortó el alma—. Aquí solo soy una mujer. Pero tú… aquí solo eres presa.
Lo soltó. Thomas se derrumbó de rodillas, ahogando un grito de agonía y terror, sosteniendo su brazo inútil contra el pecho. Alzó la vista, y lo que vio en los ojos de Lianna lo paralizó más que el dolor. No era furia. Era el abismo. La mirada de algo que no era humano, algo que jugaba con su comida antes de devorarla.
—Si alguna vez vuelves a tocarme —continuó ella, arrodillándose para estar a su altura—, o a mirarme como lo hiciste, o incluso a pensar en mí de esa manera, lo que sigue no será un hueso roto. Serán todos. Uno por uno. Y te dejaré vivo para que recuerdes cada crujido. ¿Entendido?
Thomas, temblando incontrolablemente, con el rostro descompuesto por el pánico, solo pudo asentir con espasmos.
Lianna se levantó, sacudiéndose el polvo imaginario de su vestido. Su expresión volvió a la serenidad perfecta.
—Bueno —dijo, con la voz dulce y fría de reina—. Creo que el descanso ha terminado. A tu carruaje, capitán. Tenemos un reino que fortalecer.
Y dejándolo allí, retorciéndose en el suelo del bosque con su brazo destrozado y su mundo hecho añicos, Lianna regresó al camino como si nada hubiera pasado segura de que en unos días se recuperaría, finalmente esperaba que Thomas hubiera aprendido la lección.
Regresaron al castillo Blackwood unos días después, con promesas de grano y lealtad de los señores del sur, pero con Lianna al borde de un precipicio que sólo ella veía. La máscara de la reina serena era una costra a punto de resquebrajarse.
La primera confrontación con James estalló esa misma noche, en sus aposentos compartidos.—Thomas informa que fuiste…distante con los señores, apenas y cruzabas palabras con ellos. —dijo él, desabrochándose la ropa sin mirarla—. Incluso te vió con una actitud... incorrecta e insinuante con algunos plebeyos.
Lianna, de pie junto a la chimenea, sintió cómo el sonido de su voz le raspaba los nervios como vidrio molido.
—Mi presencia era el mensaje,Alteza. No mis palabras. Ellos no necesitan discursos, necesitan sentir que la corona los ve. Lo logré.
—Thomas también sugirió que tu frialdad podría interpretarse como desdén —insistió James, y su tono, siempre plano, sonó entonces a acusación.
Algo en Lianna se quebró. El fino hilo de control que mantenía se rompió.
—¿Y la opinión de ese misógino borracho os importa más que los sacos de trigo que firmé?—su voz, por primera vez, alzó el volumen, un sonido extraño y cortante—. ¿Os casasteis conmigo para tener un espía más en vuestro servicio, o para tener una reina?
James se volvió, sorprendido por el arrebato. La vio: los ojos azules encendidos de una furia, el cuerpo esbelto temblando levemente. No vio el hambre, vio ira. Y su respuesta fue la de un soldado frente a un motín.
— Nos casamos para cumplir un deber. Y tu deber es servir a este reino, no a tu orgullo u sobre todo no ir por ahí ofreciéndote a simples campesinos, buscando atención. Y sii Thomas es un bruto, pero es mi bruto, y su lealtad vale más que tu sensibilidad de doncella.
La palabra "doncella", en su boca, sonó a burla. Lianna lo miró, y en ese instante, toda la fachada del contrato, de la transacción limpia, se hizo añicos. Él no la veía como un igual en un acuerdo. La veía como un recurso defectuoso. Un objeto que no se comportaba como debía.
—Salid —dijo ella, y su voz recuperó una calma mortal.
James dudó, pero la frialdad repentina de Lianna era más inquietante que un grito. Dio media vuelta y salió, cerrando la puerta con un portazo.
Esa fue la primera de muchas peleas. Gritos ahogados en pasillos, acusaciones silenciosas en la mesa del consejo. La tensión entre ellos era un veneno que infectaba el aire del castillo. Y en el centro, Lianna, desgastándose, sintiendo cómo su fuerza immortal se desvanecía, cómo la luz del sol que antes toleraba ahora le hacía daño en los ojos, obligándola a buscar las sombras.
El Rey lo veía. La observaba palidecer aún más, notaba la irritabilidad que reemplazaba a su calculada serenidad. Una tarde, la encontró sola en la biblioteca, temblando levemente mientras intentaba leer un pergamino. Sus dedos, pálidos como el pergamino mismo, casi no podían sostenerlo.
—Lianna —llamó suavemente.
Ella alzó la vista. Sus ojos azules parecían haber perdido profundidad, eran oscuros y cansados.
—Majestad.
—No es el invierno lo que te consume, ¿verdad? —preguntó, acercándose. No había reproche en su voz, sólo comprensión.
Ella no respondió,no hizo falta. El Rey extendió su mano, no para tocarla, sino mostrando la muñeca surcada de venas azules bajo la piel fina y anciana.
—Sé lo que necesitas.Y sé que no lo estás tomando. Esto… esto no puede continuar.
Lianna miró la oferta. La sangre humana era vida, poder, cordura. Pero beber de alguien era crear un lazo, una vulnerabilidad. Sin embargo, el hambre era un verdugo. Y ante ella no estaba cualquier humano. Era el hombre que una vez había elegido su deber sobre ella, y que ahora, en un giro del destino, se ofrecía para salvarla de las consecuencias de esa misma elección.
Sin una palabra, asintió. Fue en la penumbra de un antiguo gabinete de mapas, alejado de miradas. El acto fue rápido, limpio, casi clínico. No hubo lujuria en la mordida, sólo una necesidad desesperada. Pero cuando la sangre de Blackwood, cargada con sus años, sus recuerdos y su obsesión, tocó su lengua, poco a poco los pensamientos del rey se hacían más claros para los oídos de Lianna.Él soportó el dolor con los ojos cerrados, y cuando ella se separó, limpiándose los labios rojos con un gesto rápido, en su mirada no había asco, sino una forma de éxtasis y atracción.
—Gracias —murmuró Lianna, y el agradecimiento era genuino, una rareza en ella.
—No me des las gracias —respondió el Rey, vendándose la herida con un pañuelo—. Es una deuda pagada con sesenta años de retraso.
A partir de entonces, su conexión se transformó. En sus encuentros furtivos, ya no sólo hablaban de política o recuerdos velados. Hablaban del reino, de las debilidades de James, de los traidores en la corte. Él era su fuente de sustento y su consejero más leal. Ella, a cambio, empezaba a ver en él no al amante perdido, sino al único aliado verdadero en aquel nido de víboras. Un respeto nació, frío y pragmático, pero sólido como la roca.
Mientras tanto, su relación con James degeneraba. Fortalecida por la sangre del Rey, Lianna recuperó su frialdad, pero ahora sin la debilidad que la hacía vulnerable. Las peleas ya no eran discusiones; eran batallas donde su desprecio y el de él chocaban como espadas.
—Sólo eres un hueco caliente para mi descendencia —le espetó él una noche, borracho de rabia y frustración tras una derrota menor en el frente—. Una cualquiera con título. Cumple tu función y deja de pretender ser algo más.
Fue la gota que colmó el vaso. No por el insulto, sino por la revelación de su verdadero lugar en la mente de James: un objeto desechable, un útero con corona.
La ira de Lianna no fue un arrebato. Fue un glaciar que se movió. Esperó. Esa misma noche, cuando James cayó en un sueño pesado de aguardiente, ella se deslizó en su habitación. No usó sus colmillos. Usó una daga ornamental, afilada como una aguja, que le regaló su tío . Pronto un asesinato silencioso se presencio frente a ella, un príncipe que sólo había visto la humanidad en los demás como un recurso.
La sangre que manchó las sábanas no era para beber. Era una declaración de lo que era capaz de hacer.
Esperó hasta el amanecer, cuando el castillo aún dormitaba bajo un manto de niebla, y fue a despertar al Rey. Entró en sus aposentos, su vestido de noche aún con salpicaduras oscuras que contrastaban con su palidez espectral.
Blackwood se incorporó, alarmado. Al ver su estado.
—¿Lianna?¿Qué ha pasado?
Ella lo miró, defensiva, lista para la condena, para la ira, para la traición.
—Maté a tu hijo—dijo, la voz plana, sin rastro de emoción—. Lo maté porque era un idiota cruel que te habría llevado a ti y a este reino a la tumba.
Se preparó para la reacción, para el grito, para los guardias. Pero el Rey sólo se quedó sentado en la cama, su rostro no mostraba dolor o sorpresa, y finalmente una terrible y resignada comprensión. Miró las manchas en su vestido, luego su rostro impasible.
—¿Y qué harás ahora? —preguntó, no como un padre, sino como un rey.
La pregunta, tan práctica, tan carente de histeria, desarmó por completo a Lianna. En ese momento, el respeto que sentía por él se solidificó en algo inquebrantable.
—La guerra con Valthorn —respondió ella—. La culpa será de ellos. Un asesinato cobarde.
El Rey asintió lentamente. No había aprobación en sus ojos, pero había una alianza más fuerte que la sangre familiar: la supervivencia del reino, y la de ella.
—Entonces así será—susurró—. Ahora vete. Lávate. Y esta noche, llora a tu esposo caído como la reina que eres.
Lianna salió, y por primera vez en siglos, sintió que no estaba sola. Había cruzado un umbral de crueldad y poder, y había un hombre, dispuesto a todo por ella, sin importar cuan cruel fuera el camino.
El castillo vivió semanas de un luto oficial y una tensión subterránea. Lianna, vestida de negro absoluto, era la imagen de la pena regia. En público, su voz se quebraba al mencionar a James. En privado, sus ojos estaban más fríos que nunca.
El Rey cumplió su palabra. Los heraldos anunciaron que espías de Valthorn habían envenenado al príncipe. La noticia avivó el odio hacia el enemigo, uniendo al reino en su dolor. Mientras, en las sombras, la verdadera alianza se cementaba.
Con James muerto y sin heredero directo, el poder se concentró. El Rey, ya anciano, delegaba más en Lianna. Y ella, con la astucia de sus siglos y el conocimiento íntimo del reino que le brindaba Blackwood, gobernaba. Reorganizó los suministros para el frente, sofocó una pequeña rebelión de un señor avaricioso con una combinación de soborno y amenaza velada, y empezó a tejer una red de lealtades personales entre los funcionarios de menor rango, aquellos hambrientos de reconocimiento.
Una noche, en el mismo gabinete de mapas donde él la había alimentado, el Rey extendió un pergamino sobre la mesa.
—La mitad de las riquezas de la corona,como acordamos —dijo, su voz ronca—. Transferidas a cuentas bajo nombres ficticios en los puertos del sur. Pero hay una condición más.
Lianna, que examinaba las cifras con ojos expertos, alzó la vista.
—Yo tengo una condición también—replicó—. No quiero la mitad. Quiero el ochenta por ciento. Y el castillo completo puede quedárselo su nuevo heredero.
El Rey soltó una risa breve, sin humor.
—Sois una mujer de negocios peligrosa.Trato hecho. Pero mi condición sigue en pie. —Hizo una pausa, sus ojos ancianos buscando los suyos—. No mataréis a nadie más de mi familia. Sois peligrosa… y fascinante. Pero mataste a mi heredero.
Lianna se acercó.
—Conseguiré otro heredero.Uno mejor. Uno que no os llevará a la ruina.
Una sonrisa genuina, cargada de una lujuria antigua y resignada, apareció en los labios del Rey.
—Dios,Lianna… me casaría contigo en este instante si no fuera por la muerte de mi hijo.
Ella no respondió al comentario. En cambio, desplegó su plan.
—En cuanto a la reina, estudie a una criada, es joven y trabajadora, puede moldearse fácilmente. La haré pasar por una dama de sangre lejana y la educaré. Ella y el nuevo heredero que encontremos harán florecer este reino de nuevo.
El asentimiento del Rey fue su sello. La alianza se había formalizado: ella obtendría una fortuna colosal y el poder tras el trono; él obtendría la seguridad de su legado y la presencia de Lianna a su lado, era todo lo que el podría pedir en la vida.
— Ya veo , tienes todo listo, Majestad,— Dijo el antes de dar un suspiro y acomodarse en una silla para hablar con ella mas tranquilamente.
—En ese caso yo también tengo algo que decir, me iré unos días a buscar a mi heredero, mi sobrino, el principe Gabriel, estoy seguro que será una buena elección, sin embargo...me gustaría ir personalmente por el y charlar sobre nuestros asuntos, pero antes...quiero presentarte a un noble, el se encargara de ayudarte con el reino, no dudo de tus capacidades, sin embargo, hacerte cargo sola puede ser demasiado pesado, el vendrá en unos días, los suficientes para dejar mis maletas hechas hacía mi destino.
Lianna solo asintió y empezaron a hablar de muchas cosas mas, Blackwood y Lianna, se habían vuelto muy cercanos, su relación parecía mas de viejos amigos que de amantes en tregua.
La noticia del "asesinato vil de Valthorn" había unificado al reino en su ira, pero entre los nobles, la incertidumbre era tangible. Sin heredero directo, el trono temblaba. El Rey, aunque visiblemente afectado, mantenía una fachada de firmeza. Y Lianna, el espectro de luto en el centro de la tormenta, observaba.
Fue en este clima de poder que llegó a la corte Lord Maximus Valerio, "Max". Un noble menor de un reino aliado costero, su visita tenía la excusa perfecta: presentar condolencias y ofrecer apoyo en "estos tiempos de oscuridad para nuestros aliados Blackwood".
La primera audiencia fue pública, en el salón del trono. Max era alto, de una elegancia discreta y una palidez interesante. Sus ojos, de un gris plomizo, escudriñaban la sala sin prisa. Cuando se inclinó ante Lianna, su mirada se detuvo en ella un instante más de lo protocolario.
"Lord Valerio. Una sorpresa. ¿Viene a darme el pésame por lo de James?" preguntó Lianna, su voz envuelta en el velo de pena que había perfeccionado.
Max se enderezó, una sonrisa cortés pero fría en sus labios. "En realidad, Majestad, venía a ofrecer mis condolencias y a ver si hay algo en lo que pueda ayudar a la corona en estos momentos de necesidad." Su tono era dulce, preocupado, pero sus ojos... estos brillaban con una avaricia mal disimulada, una ambición que no encajaba con la simple condolencia.
Lianna lo detectó al instante. No era ambición por tierra o título; era hambre de influencia, de mover hilos en la sombra. "Oh, es muy dulce de su parte —replicó ella, jugando el papel—. Ahora mismo, Lord Blackwood se está encargando de los asuntos sucesorios. Hay un joven candidato que es perfecto para llevar el trono."
Los ojos de Max se entrecerraron ligeramente, un destello de decepción y curiosidad rápida como el relámpago. "Majestad, ¿puedo preguntar quién es el elegido?"
"Lo sabrá en su momento, querido Max," dijo Lianna, dejando caer el título con una falsa familiaridad que era un claro "no es asunto tuyo".
Max forzó otra sonrisa, inclinándose de nuevo. "Por supuesto, Majestad. Solo quería asegurarme de que la corona estuviera en buenas manos." Pero su mirada, al alzarse, no buscó al Rey. Se posó en Lianna, desafiando por un segundo su máscara de viuda doliente, como si intentara ver qué había detrás.
Max se quedo unos dias en en reino, "para asistir en lo que fuera necesario", instalándose en una suite de invitados. Lianna lo observaba. Su persistencia era sospechosa. Lo invitó a una audiencia privada, un "té de agradecimiento" por sus condolencias.
En la intimidad de su salón, sin sirvientes, la atmósfera cambió.
"Seamos directos,Lord Valerio —dijo Lianna, dejando su copa—. ¿Qué busca realmente aquí? Blackwood está en duelo y en guerra. No es lugar para aventuras políticas menores."
Max dejó su propia copa. La cortesía se desvaneció de su rostro.
—Busco oportunidades,Majestad. Un reino en transición es un océano de corrientes. Algunas llevan a naufragar. Otras, a puertos muy ricos. He oído... rumores. Que la Reina Lianna no es solo una viuda afligida. Que tiene una visión para este reino que trasciende a... la simple sucesión."
"Los rumores son peligrosos," — dijo ella, pero no lo negó.
—"La inocencia también lo es,querida reina.— replicó él, haciéndose eco de sus propias palabras de su primer encuentro público.
Fue entonces cuando Lianna lo sintió. Un leve zumbido en sus sentidos vampíricos, un eco de su propia naturaleza. No era humano. O no del todo. Y Max, al ver el leve destello de reconocimiento en sus ojos azules, supo que ella también lo había percibido.
Una sonrisa verdadera, fría y cómplice, apareció en el rostro de Max.—"Parece que hablamos el mismo idioma...ancestral."
El velo cayó por completo. No hubo necesidad de grandes confesiones. En la quietud de la habitación, se reconocieron como depredadores de la misma noche.
Los días pasaron, Con el heredero Gabriel localizado pero aún necesitado de pulimento, y con las arcas del reino sufriendo por la guerra, el Rey Blackwood tomó una decisión arriesgada. Reunió al Consejo Real, su voz, aunque cansada, era firme.
—La amenaza de Valthorn no cede, y la búsqueda de una consorte adecuada para Gabriel es crucial para la estabilidad —anunció—. Voy a viajar personalmente a los reinos del sur y del este. Dejaré a la Reina Lianna como Regente Interina en mi ausencia. El Rey Blackwood se despidió de Lianna, poniendo todo el deber en sus manos, mientras tanto, el noble Max y Lianna empezaron a frecuentarse mas, no tenían opción, sin embargo con forme iban conociéndose y a pesar de qué no confiaban el uno en el otro, existía un buen entendimiento entre ellos.
Lianna decidió contarle sobre sus planes con el reino vecino, solo en parte, Max escuchaba atentamente admirado y fascinado por sus planes a futuro.
— Te propongo un trato, Max, ayúdame , se mi socio y obtendrás una generosa recompensa, si me traicionas...bueno, sería una pena para ti.
Max por otro lado también confesó sus intenciones.No quería el trono de Blackwood. —" Demasiada luz, demasiados ojos," dijo. Él era un vampiro de puertos y sombras, de comercio y espionaje. Su ambición era tejer una red de influencia en los reinos costeros. Había venido porque una reina viuda, joven y aparentemente vulnerable, era una pieza clave perfecta para manipular... hasta que descubrió que la pieza era, en realidad, la jugadora maestra.
Lianna, a su vez, le habló de sus planes con Valthorn. De que se iría pronto, dejando atrás Blackwood con un heredero manejable. "Necesito alguien aquí —dijo—. Alguien que entienda que las riquezas y el poder no tienen lealtad, solo dueños. Alguien que vigile mis intereses cuando yo no esté."
Max era la respuesta perfecta. Su naturaleza inmortal garantizaba continuidad. Su ambición era compatible con la de ella: él quería el control económico e informativo; ella, el poder político y la suficiente libertad que podía otorgar sus riquezas y el poder que poco a poco iba construyendo.
"No seré tu mano derecha en Blackwood —aclaró Max, sirviéndose más "vino" que ninguno de los dos probaría—. Eso sería como poner a un lobo a cuidar el rebaño que planeas esquilar. Sería demasiado obvio. Pero en Valthorn... en el reino que planeas tener... ahí sí. Un Lord extranjero, hábil con las finanzas y las intrigas, llegando como parte del séquito de la reina... sería una posición muy cómoda. Yo gestiono la tesorería, los puertos, la información. Tú reinas. Y ambos nos enriquecemos."
Lianna lo estudió. Era una oferta sensata. Él no quería su trono actual, quería un puesto privilegiado en el próximo. Y sus habilidades serían útiles.
"¿Y qué garantía tengo de que no me traicionarás en Valthorn?Un vampiro ambicioso al lado es un riesgo."
Max sonrió,mostrando por un instante fugaz la punta de un colmillo.
"Por la misma razón por la que tú no me traicionarás aquí,ahora. Nos reconocemos. Sabemos de lo que somos capaces. Una traición entre nosotros sería una guerra eterna y agotadora. La cooperación es más rentable. Además —añadió, su tono bajando—, he visto lo que le hiciste a tu esposo. Y he oído rumbres... confusos, terribles... sobre el capitán Thomas. No soy un tonto. Prefiero ser tu aliado que tu obstáculo."
Fue la pragmática declaración que Lianna necesitaba escuchar. No había lealtad, pero había un entendimiento perfecto de las consecuencias.
"De acuerdo—asintió—. Ayúdame a asegurar mi salida de Blackwood. A transferir mi riqueza. A asegurarme de que el heredero que deje aquí sea lo suficientemente débil como para no ser una amenaza, pero lo suficientemente estable como para que el reino no se desmorone antes de que Valthorn lo absorba. Y a cambio, tendrás un puesto de canciller o tesorero real a mi lado en Valthorn. Un socio en la sombra."
Max inclinó la cabeza. "Un trato entre monstruos, Majestad. Me gusta."
Los días pasaron bajo la regencia de Lianna, el castillo Blackwood no solo no se desmoronó; floreció de una manera peculiar.
Una mañana,se presentó ante ella el Lord Tesorero, sudando copiosamente.
—Majestad ,los graneros del norte están casi vacíos. Los campesinos esconden las cosechas, temiendo que Valthorn avance.
—Ofrece inmunidad fiscal a los pueblos que donen la mitad de sus reservas—ordenó Lianna sin levantar la vista de los informes—. Y envía a los pregoneros a anunciar que cualquier acaparador será considerado traidor y sus tierras serán repartidas entre los que sí colaboraron.
—¿Y si no creen la amenaza?
Lianna alzó por fin sus ojos azules,gélidos. —Haz que el capitán de la guardia (uno nuevo, leal a Max) "descubra" un pequeño alijo escondido por un terrateniente avaricioso. Ejecútalo públicamente y reparte sus tierras al día siguiente. Creerán.
La medida funcionó. El flujo de grano se restableció.
Con Max operando en la sombra, infiltrando sus propios hombres en puestos claves y manipulando el mercado negro para desviar recursos hacia sus cuentas conjuntas (y las del reino, para mantener las apariencias), Blackwood experimentó una paz interior inusitada. Incluso la guerra en la frontera pareció estancarse en una calma tensa, gracias a "información estratégica" que Lianna filtraba a través de canales que Max controlaba, desorganizando los movimientos de Valthorn sin necesidad de grandes batallas.
Una vez que el reino se estabilizó , había dejado el castillo a cargo de Max, Lianna decidió viajar a la corte de Valthorn bajo bandera de parlamento. Como viuda del príncipe asesinado, mi dolor puede ser un arma. Quizás pueda sembrar disensión, encontrar facciones descontentas... o al menos, hacerles ver el costo real de esta contienda.
Fue una jugada audaz, casi suicida. Pero su reputación de viuda estoica y su éxito como regente le dieron el beneficio de la duda. Solo el Rey, ya de viaje, y Max, conocían el verdadero plan.
El viaje a la capital de Valthorn fue rápido, con una escolta mínima. Al llegar, fue recibida con frialdad pero sin hostilidad abierta. El Rey Edmund de Valthorn, un hombre astuto y cansado de la guerra, la recibió en privado.
—Su osadía la precede, Reina Lianna —dijo Edmund, observándola con curiosidad—. Venir aquí, sola, tras acusarnos del asesinato de su esposo... ¿es valor o desesperación?
—Es pragmatismo,Majestad —respondió ella, dejando caer el velo de la viuda afligida. Su postura era recta, su mirada directa—. Mi dolor es real, pero mi reino se desangra en dos frentes: en su frontera y en su sucesión. Usted también. He gobernado Blackwood en ausencia de mi suegro. Conozco sus debilidades. Conozco sus fortalezas. Y sé que esta guerra no tiene un vencedor claro, solo vencidos.
Edmund se recostó en su trono, intrigado. —¿Y qué propones? Una rendición?
—Propongo una tregua.Una paz larga y rentable —dijo Lianna, acercándose un paso—. Blackwood está herido, pero no muerto. Puedo asegurar que la retirada de sus tropas del Paso del Cuervo sea permanente. A cambio, necesito... asilo. Y un nuevo comienzo.
La sonrisa de Edmund fue lenta. Había recibido su mensaje cifrado meses atrás, pero ver a la autora en persona, con esa belleza glacial y esa aura de poder, era distinto.
—Un nuevo comienzo es caro.
—Y yo soy extremadamente rica—replicó Lianna sin inmutarse—. Riqueza que, con el tiempo y la posición adecuada, podría fluir hacia Valthorn. Imagine una alianza no basada en un matrimonio forzado con una niña, sino en una asociación entre gobernantes. Usted obtiene el Paso del Cuervo, el fin de la amenaza inmediata, y una inyección de oro. Yo obtengo... un lugar en su corte. Un título. Y la oportunidad de aplicar mi talento para administrar lo que será, esencialmente, mi nuevo hogar.
El trueque estaba sobre la mesa. Edmund no era un tonto; desconfiaba profundamente. Pero la oferta era tentadora. Y Lianna, con su don de belleza y manipulación trabajado sutilmente, se presentaba no como una súplica, sino como un activo estratégico.
—Necesitaré garantías—dijo finalmente.
—Tendrá mi riqueza como garantía.Y mi persona, aquí, en su corte —respondió ella—. Además... tengo un asociado. Lord Maximus Valerio. Un hombre con un talento excepcional para las finanzas y la logística. Él podría servir como puente, gestionando los... aspectos prácticos de nuestra nueva relación.
Edmund asintió, pensativo. El plan de Lianna se materializaba: entrar a Valthorn no como una refugiada, sino como una emisora de paz convertida en consejera, con Max ya posicionado para ser su brazo ejecutivo. Sería una reina sin corona al principio, pero con el control real de la tesorería y la información, y con el favor del rey. Desde allí, el trono sería el siguiente paso lógico... o no, si el poder detrás del mismo era suficiente.
Las semanas de "negociaciones" transcurrieron de manera pacífica. Paseos por jardines invernales donde se hablaba de poesía más que de fronteras. Cenas íntimas donde Lianna, hablaba de historia, comercio de gemas y la decadencia de dinastías pasadas. Ella no negoció como un soldado, sino como una banquera. Le mostró a Endmu los números: cuánto le costaba la guerra a Valthorn en oro y hombres, frente a lo que podría ganar si Blackwood se convirtiera, no en un territorio conquistado y rebelde, sino en un amortiguador rico y estable bajo su influencia.
—Mi difunto esposo —decía Lianna, con una pausa perfectamente calculada de dolor— veía el mundo en blanco y negro, en amigos enemigos. Yo veo balances. Blackwood está agotado, su rey es un anciano aferrado al pasado, y su heredero es un niño. ¿Por qué gastar más sangre para aplastar un cascarón vacío, cuando puedes enfocarte en el poder y las buenas tacticas.
Endmu estaba cautivado. Por la lógica, y por la emisaria. La viuda de su enemigo, bella como una daga de joyas, fría e inteligente, ofreciéndole la victoria sin el desgaste. Una noche, en su gabinete privado con vistas al mar, hizo su jugada.
—Tu plan es impecable, Lianna. Pero requiere una cosa que no me has ofrecido: confianza irrevocable. Un tratado es papel. Una alianza matrimonial… es sangre. —Se acercó, y el olor a vino especiado y ambición era denso—. Quédate. No como emisaria, sino como Reina. A mi lado. Juntos, no solo terminaremos esta guerra, sino que gobernaremos los dos reinos más poderosos de este lado del continente. Tú traes la legitimidad sobre Blackwood y una mente que vale más que diez ejércitos. Yo te doy un trono que no está lleno de fantasmas y un hombre que sabe valorar un recurso.
Lianna bajó la mirada, no por modestia, sino para ocultar el brillo de triunfo en sus ojos.
—Es una oferta…magnífica, Majestad. Pero Blackwood me pertenece, y no está en venta, además...necesito volver. Asegurar la transición. Silenciar voces que podrían oponerse a esta… nueva visión de paz. Necesito unos días.
—¿Y tu lealtad? —preguntó Endmu, atrapando su mentón con suavidad, obligándola a mirarlo—. ¿Cómo sé que no es otro de tus movimientos en el tablero?
Ella sostuvo su mirada, dejando que una chispa de algo cálido (falso, calculado) encendiera sus ojos azules.
—Mi lealtad, Endmu, estará donde esté mi futuro. Y mi futuro —dijo, poniendo su mano sobre la de él— ya no está en un castillo lleno de recuerdos de hielo. Está aquí. Con un halcón, no con un lobo. Dame algunos días.
Finalmente Lianna regresó a Blackwood, con la "promesa de paz" como coartada pública, Lianna se reunió con Max en la más absoluta oscuridad de las criptas reales. El aire olía a tierra y muerte vieja.
—¿Tan fácilmente te ha comprado el Valthorn? —preguntó Max, su voz un eco frío en la piedra. No había reproche, solo curiosidad profesional.
—No me ha comprado —corrigió Lianna, sacando un pequeño tubo de cristal con un líquido espeso y oscuro—. Le he vendido una ilusión. Y ha pagado con una corona. Él cree que será el cerebro y yo la cara. —Le tendió el tubo a Max—. Esto es para ti. Un regalo por el trabajo que hiciste en mi ausencia.
Max tomó el tubo sin inmutarse.
—Poético.Y el heredero, el joven Gabriel que tu viejo rey fue a buscar?
—Gabriel regresará para encontrar un reino en duelo, con su abuelo moribundo y su nueva regente, la devota reina viuda, abrumada por la tristeza y la responsabilidad. Será… maleable. O será eliminado. Depende de cuánto se parezca a su tío James.
Max asintió, guardando el veneno.
—Y mi parte en este nuevo…imperio conjunto?
Lianna esbozó una sonrisa. En la penumbra, sus colmillos parecían más largos.
—Lord Maximus Valerio,Primer Espada y Consejero de la Corona de Valthorn, y Gobernador General de la Provincia de Blackwood. Tú serás mis ojos, mis oídos y mi garrote aquí, en este viejo castillo que ahora será nuestra principal fortaleza fronteriza. Mientras yo esté en el lecho de Endmu, tú serás el verdadero poder en esta tierra. Un cincuenta por ciento de sus impuestos, fluyendo a nuestras cuentas privadas.
—Me gusta cómo suena "Gobernador General" —musitó Max—. Y ¿el viejo rey? ¿No sospechará? Está obsesionado contigo.
Lianna sintió un pinchazo, no de culpa, sino de fastidio. Era el único cabo suelto en su perfecta traición.
—Su obsesión es su punto ciego.Cree que compartimos un secreto y un futuro. No comprende que su futuro termina en unos días, y que su secreto morirá con él. —Se volvió hacia Max, su expresión seria—. Asegúrate de que cuando Gabriel llegue, la guardia personal del Rey esté compuesta por tus hombres. Y que los archivos sobre mi… naturaleza, si es que existen, desaparezcan para siempre.
—Quedará hecho —aseguró Max.
Max la miró con una admiración genuina y siniestra.
—Es un plan repulsivamente hermoso,Lianna. Traicionas a un rey que te adora, envenenas a un anciano que te confió todo, y entregas el reino de tu esposo muerto al hombre que lo mató en el campo de batalla. Y todo por un trono más cálido.
Lianna enderezó su postura, la reina, la vampira, la triunfadora.
—No lo hago por el trono,Max. Lo hago por el control. Blackwood era una jaula. Esta… es la llave de dos reinos. Ahora, si me disculpas iré a descansar, estos días estarán muy movidos, seguro Blackwood ya viene y yo aún tengo que moldear a una criada.
Mientras salía de las criptas, dejando a Max entre los muertos.
Lianna pasó sus últimas semanas "arreglando asuntos": El rey Blackwood ya había vuelto y ambos se aseguron de que Gabriel fuera presentado al pueblo como el heredero y que las estructuras de poder que ella y Max habían creado permanecieran intactas,y teniendo una , intensa y melancólica pre despedida con el Rey Blackwood, quien regresó de su viaje.
—¿Estás segura de esto, Lianna? —preguntó el viejo Rey en su encuentro privado, su mano arrugada sobre la de ella—. Valthorn es un nido de víboras.
—Todos los reinos lo son—respondió ella, y por un instante, hubo algo que no era respeto ni lujuria en su mirada, sino algo cercano al afecto—. Pero yo tengo veneno propio. Y tú... tienes un reino que salvar.
Unos días después , Lianna presento un avance con Sophia quien ahora se hacía llamar Ingrid de Galván. Tenía diecinueve años, ojos grandes asustadizos y manos encallecidas por el trabajo. Lianna la sacó de los lavaderos, ahora su deber era aprender al trono.
Al principio, Sofía fue dócil, ávida de aprender. Lianna le enseñó modales, protocolo, historia, el arte de la conversación insustancial y demás cosas que ella consideraba importantes. Pero el poder, incluso el prestado, es un veneno dulce. Sofía empezó a enderezarse demasiado, a mirar con desdén a las otras criadas, a quejarse de las lecciones. "Esto es aburrido", refunfuñó un día durante una clase de etiqueta en la mesa.
Lianna, que estaba corrigiendo su postura, se quedó inmóvil.
—¿Aburrido?—preguntó, su voz tan tranquila que resultó aterradora—. Muy bien. —Se apartó, señalando la puerta—. Ahí está la puerta. Puedes volver a fregar los suelos. Allá no hay nada aburrido, sólo trabajo duro hasta que se te rompa la espalda.
Sofía palideció.
—¡No lo dice en serio!¡Papi! —gritó, volviéndose instintivamente hacia el Rey, que observaba desde un rincón.
La risa de Lianna, fría y cortante, llenó la sala.
—¿Papi?¿Creés que el Rey es tu padre? —se acercó, su sombra cayendo sobre la temblorosa muchacha—. A mí me perdonó por matar a su hijo. ¿Creés que le importaría lo que le pase a una simple criada que se cree princesa? Conseguiré a otra, es obvio que me equivoqué contigo.
El terror destiló la arrogancia de Sofía en un instante. Pero para Lianna, la oportunidad ya estaba perdida. Las segundas chances eran un lujo que no concedía. Sofía volvió a los lavaderos, su sueño destrozado, y Lianna buscó una nueva candidata con la mente fría de quien elige un instrumento, no una persona.
El Rey la observaba, a veces con preocupación, a veces con admiración.
—Has sido dura con ella—comentó una noche, compartiendo una copa de vino.
—Hubiera sido cruel, tuve empatía por alguien que no quiere crecer —replicó Lianna—. Creí que te gustaba mi… dureza.
—Me encanta —susurró él, el deseo antiguo brillando en sus ojos—. Pero también puede cortar profundamente.
La relación entre ellos era un extraño equilibrio de respeto, necesidad y una atracción que nunca se consumaría por completo. Él era su ancla a la humanidad y su proveedor; ella, su obsesión más peligrosa y su mejor consejera.
Lianna volvió su atención a asuntos pendientes. Su partida al reino de Valthorn, donde ahora tenía una oferta de trono a cambio de paz, se acercaba. Pero antes, había una cuenta personal que saldar.
El guardia Thomas, volvió a su actitud de antes, confiando en que ya no vería de nuevo a Lianna, su arrogancia, había pasado de murmurar a vociferar. Sabía que la "viuda" se iba, y creyendo que su partida era una derrota, su misoginia hervida en rencor se desbordó. En los establos, borracho, lo oyeron proclamar: "¡Se escapa la zorra roja! Al final, todo lo que sabe hacer es huir. Una puta de sangre azul que ni para heirero sirvió. Se va a Valthorn a abrir las piernas por paz, seguro."
Las palabras llegaron a Lianna a través de Max, quien las relató con una sonrisa de complicidad. "Parece que tu admirador quiere una despedida," comentó.
—Parece que el capitán desea una despedida personal —dijo, observando su reflejo fantasmagórico en el cristal—. Sería de mala educación no concedérsela.
Max asintió, comprendiendo el juego. No era solo venganza; era política del terror. Un último mensaje tallado en carne y locura.
Thomas fue secuestrado con ayuda de Max en su cuarto, una bolsa de tela hundida sobre su cabeza. No hubo lucha. Max, con la velocidad sobrenatural de su especie, se había ocupado de ello. Lo llevaron a una bodega olvidada bajo las cocinas, un lugar frío y repleto de barriles vacíos que ahogaban los sonidos.
Atado a una pesada silla, Thomas recobró el sentido para encontrar a Lianna frente a él. Llevaba un sencillo vestido negro, y sobre una mesa auxiliar, había varias herramientas: un cuchillo de carnicero afilado, un cautín frío, aguja e hilo fuerte, y un ramo de rosas rojas oscuras, casi negras, que ella había hecho traer del invernadero.
—Buenas noches, capitán —dijo Lianna, su voz un susurro sedoso en la oscuridad—. Me dijiste que tenía que despedirme. Aquí estoy.
Thomas, con la boca libre, escupió. —¡Puta arrugada! ¿Qué pretendes? ¡Cuando el Rey se entere...!
—El Rey —lo interrumpió Max, surgiendo de las sombras detrás de él— está ocupado firmando los documentos que transfieren el último tercio de la fortuna de la corona a cuentas anónimas. No vendrá.
El terror empezó a arañar la bravuconería de Thomas al ver a Max, a quien siempre consideró un adulador inofensivo. Lianna tomó una rosa, pasando suavemente un dedo por una espina.
—Me gustan las rosas, Thomas. Son hermosas. Pero toca sus espinas y pasan de inofensivas a peligrosas. Sabes? Incluso me he llegado a identificar con ellas. Yo las suelo llamar "rosas de sangre". Porque su belleza a menudo se riega con ellas.
Sin prisa, Lianna hizo una señal a Max. Este, con fuerza sobrenatural, inmovilizó la mano derecha de Thomas contra el brazo de la silla. Lianna se acercó con el cuchillo.
—Esta mano... ¿cuántas mujeres tocó contra su voluntad? ¿Cuántas amenazó?
—¡No! ¡Espera! —gritó Thomas, pero el grito se ahogó cuando el cuchillo descendió con precisión brutal, separando el dedo índice con un crac seco.
Thomas gritó. Lianna recogió el dedo y lo dejó caer dentro de un jarro de cerámica vacío. "Uno."
El proceso fue metódico, lento. Dedo a dedo de la mano derecha, luego de la izquierda. Cada corte, un castigo por un toque no deseado. Thomas pasó del grito al llanto, de la súplica al balbuceo incoherente. Lianna no parecía alterarse. Era una jardinera podando malas hierbas.
Luego, tomó el cautín. —Y esta lengua... tan venenosa, tan llena de mentiras e insultos. "Puta". "Zorra". "Cualquiera". —Acercó la punta fría del hierro a sus labios—. Las palabras también son herramientas, Thomas. Las tuyas solo servían para dañar. Ya no las necesitarás.
Lo que siguió fue un silencio sofocado y el olor a carne quemada. Thomas se desplomó, semiinconsciente, babeando sangre y horror.
Lianna hizo otra seña. Max desató parcialmente al hombre, ya casi irreconocible por el dolor y la sangre. Con desprecio, lo arrojó al suelo de piedra. Entonces, Lianna y Max iniciaron un acto calculado de dominación. Frente a Thomas, cuyos ojos desorbitados aún captaban imágenes a través de la neblina del dolor, ellos entrelazaron sus cuerpos en un baile frío y deliberado. No había pasión, solo poder. Era una demostración: Mira lo que tú nunca tendrás. Mira el poder del que te burlaste. Somos depredadores, y tú, la presa.
Cuando terminaron, Lianna se vistió y luego se arrodilló junto al humano que era Thomas. Luego tomó el cuchillo por última vez.
—Y esto —susurró, acercando la hoja brillante por sus muslos — es por creer que un pedazo de carne te hacía un dios. Por ser un hombre tan patético que solo podía medir su valor por lo que podía tomar a la fuerza. Por ser la encarnación de todo lo débil y ruin que disfraza su vacío con crueldad.
El último castigo fue rápido y definitivo. Thomas ni siquiera se estremeció. Un sollozo seco, un espasmo, y luego el vacío. La esencia de su arrogancia, físicamente extirpada y arrojada a un rincón oscuro.
Pero Lianna no había terminado. Con Thomas al borde de la inconsciencia, sostenido solo por el shock y el dolor, ella tomó su rostro ensangrentado entre sus manos frías. Sus ojos azules, en la penumbra, parecieron encenderse desde dentro, emanando una luz sobrenatural y hipnótica. Su don de belleza y manipulación se concentró en un punto, y entonces empezó a hipnotizarlo.
—Escucha —ordenó, y su voz ya no era un susurro, era un mandato resonando en los huesos—.Este lugar, nuestras voces. Se desvanecerán. Serán un sueño del que no podrás despertar, un vacío donde solo habrá dolor. Lo recordarás todo: el frío del acero, el calor del hierro, el sabor de tu propia sangre, la impotencia. Recordarás que te hicieron esto. Pero nunca recordarás quién. Y vivirás con ello. La muerte no será un refugio. Tu mano no buscará un cuchillo, tu pie no se dirigirá a un acantilado. Vivirás. Y cada aliento será un recordatorio de tu nada.
Los ojos de Thomas, ya vacíos, se cerraron. Su cuerpo entero se relajó en un colapso total. La orden estaba plantada, más profunda que cualquier memoria, un instinto de supervivencia pervertido en una condena perpetua.
Max, que se había vestido, observó el resultado.
—Un trabajo artesanal—comentó, sin emoción, como si evaluara una escultura—. Brutal, pero elegante en su mensaje.
—No es arte,Max. Es limpieza —replicó Lianna, limpiándose las manos meticulosamente en un trapo blanco que luego dejó caer sobre el rostro inerte de Thomas—. Ahora, hagamos que desaparezca. Llévalo al bosque de los acebos, al límite este. Déjalo donde los leñadores madrugadores puedan encontrarlo. Asegúrate de que esté vivo. Debe ser encontrado vivo.
La Mañana Siguiente.
El escándalo estalló con el primer grito del leñador. Trajeron a Thomas, o lo que quedaba de él, en una carreta. El pueblo entero se congregó, un murmullo de horror creciendo hasta convertirse en un clamor. El barbero, pálido como la muerte, intentó lo imposible. Las mujeres se santiguaban. Los hombres, incluso los soldados veteranos, apartaban la mirada.
En el castillo, la noticia subió como un vapor venenoso. El Rey Blackwood, que había regresado la noche anterior, mandó llamar a Lianna a su despacho. La encontró sentada junto a la ventana, leyendo un libro de poesía, vestida de un gris claro que contrastaba con la carnicería de la que todos hablaban.
—Lianna —dijo él, sin preámbulos, cerrando la puerta—. Thomas. Lo han encontrado… mutilado. Sin dedos, sin… lengua. —Hizo una pausa, buscando las palabras, el rostro marcado por el asco y una comprensión profunda—. Los rumores son… monstruosos. Dicen que también le faltaba… su miembro.
Lianna alzó la vista del libro,sus ojos azules claros e inocentes.
—Al parecer se lo quitaron—dijo, con una leve inclinación de cabeza, como si comentara el clima—. Una barbarie.
El Rey la miró fijamente,atravesando la farsa. —¿Fuiste tú? ¿Tú le hiciste… todo eso?
Ella sostuvo su mirada.No había desafío, solo la verdad desnuda.
—Así es.
Blackwood exhaló un suspiro que parecía salir de lo más profundo de sus años.No hubo explosión de ira, ni de dolor. Solo agotamiento. Se dejó caer en una silla.
—Por los dioses,mujer… ¿y qué quieres que haga con él ahora? No puede servir, no puede hablar… es un estorbo que grita sin voz.
—Nada—respondió Lianna, cerrando su libro—. No lo merece. Es un abusador, un cobarde que solo era valiente con los más débiles. Dale una choza, una limosna para que no muera de hambre en público. Y deja que su existencia sea el recordatorio. —Se acercó al escritorio, posando las manos sobre la madera pulida—. Y en cuanto a hablar de esto, de lo que realmente pasó… ¿lo harías ?
El Rey alzó la vista hacia ella.En sus ojos ancianos vio no a la amante del pasado, ni a la astuta reina, sino al monstruo que siempre había sabido que habitaba en ella. Y vio también que ese monstruo era ahora la arquitecta de su legado y la guardiana de sus secretos más oscuros. Un escalofrío de temor genuino, no por su vida, sino por el abismo que ella representaba, le recorrió la espalda.
—He visto—dijo, la voz ronca— lo que le sucede a quienes se interponen en tu camino, o simplemente te desagradan. No soy un necio. Prefiero mantener mi lengua intacta, y mi reino en una paz, por espantosa que sea.
Una sonrisa,pequeña y genuina, de respeto, apareció en los labios de Lianna.
—Muy sabia decisión.
El día de la partida de Lianna a Valthorn, el Rey Blackwood la esperó en los establos privados, lejos de las despedidas oficiales.
—¿Era necesario...todo eso con Thomas? —preguntó, su voz cargada de un cansancio que iba más allá de lo físico.
Lianna,ajustando el cierre de su capa de viaje, lo miró. —¿Piedad, Blackwood? Después de todo lo que hemos hecho.
—No es piedad, es... comprender el alcance de tu venganza. No solo lo mataste. Le robaste hasta la coherencia de su sufrimiento.
—Exactamente—asintió Lianna, sin rastro de remordimiento—. Es la lección final. Para él y para cualquiera que piense que mi marcha deja un vacío de poder. El poder no se ejerce solo cuando estás presente. Se ejerce cuando tu sombra es más larga que tu cuerpo. Thomas y James son mi sombra aquí. Un recordatorio de lo que sucede cuando se subestima a una rosa con espinas.
El Rey suspiró. En sus ojos, la fascinación y el horror libraban una batalla perpetua.
—Prometiste una última noche. Antes de irte.
Lianna se acercó y le tomó la cara entre sus manos,frías como el mármol de una tumba.
—Y la tendrás.
El último día en castillo, el estudio del Rey Blackwood olía a polvo de libros, a brandy añejo y a la lenta decadencia de la madera vieja. La noche había caído sobre el castillo, un manto pesado tras el escándalo de Thomas. Lianna entró sin llamar, como era su costumbre ahora. Lo encontró junto a la chimenea, no en su sillón de trabajo, sino en uno más modesto junto al fuego, contemplando las llamas con una expresión que mezclaba una tristeza infinita y una paz extraña.
—Has dejado tu marca —dijo él, sin volverse—. Más profunda que cualquier tratado que firmaré.
Lianna se detuvo a su lado. El crepitar de la leña era el único sonido.
—¿Te arrepientes?—preguntó con total tranquilidad.
—De haberte conocido,sí, cada día. De haberte dejado ir entonces, también. De no haber sido el hombre que pudo seguirte. —Finalmente, giró la cabeza para mirarla. El fuego iluminaba las profundas arrugas de su rostro, los surcos tallados por el deber y la pérdida—. Pero no me arrepiento de estar aquí, ahora, en este infierno que ayudé a crear.
Ella no dijo nada. Tomó la botella de brandy de la mesa y sirvió dos copas. Le entregó una. Sus dedos, pálidos y fríos, rozaron los suyos, arrugados y cálidos.
—No tenías que hacerlo —dijo Lianna, después de un trago. El líquido ardía, pero para ella era solo un sabor, un fantasma de calor—. Después de lo de James… podrías haberme denunciado. Podrías haberme hecho matar. Habría sido lo fácil. Lo correcto, incluso.
Blackwood soltó una risa breve, amarga.
—¿Correcto?¿Qué hay de correcto en este mundo, Lianna? Maté a hombres por ambición, traicioné votos por deseo, abandoné a la única persona que me hizo sentir vivo por un trono que ahora mi hijo no heredará. La ‘corrección’ es para los sacerdotes y los tontos. Yo solo tengo lealtades. Y una de ellas… contra todo sentido, contra toda razón… se ha convertido en ti.
Ella lo estudió. No había rastro de la lujuria obsesiva del joven que había conocido en la taberna. Esto era otra cosa. Más profundo, más devastador. Era la rendición total de un hombre que había visto el abismo en sus ojos y había decidido saltar, no por locura, sino por elección.
—Me alimentaste —recordó ella—. Me protegiste. Me diste las riquezas de tu reino. Cubriste mis asesinatos. Ahora guardas el secreto de mi mutilación. No has pedido nada a cambio. Ni siquiera mi cuerpo, no realmente. ¿Por qué?
El Rey bebió un largo sorbo, como si necesitara valor.
—Al principio,fue el fantasma del joven que fui, obsesionado con un sueño. Luego, fue la fascinación por el monstruo que eras, por la eficacia de tu crueldad. Pero después… después de ver cómo gobernabas, cómo pensabas… después de darme cuenta de que, a tu manera retorcida, estabas intentando dejar este reino en pie, no en cenizas… —Hizo una pausa, buscando las palabras—. Entendí que no había nada que pedirte a cambio. Porque todo lo que podía darte ya lo habías tomado, o yo ya te lo había dado. Mi hijo, mi sangre, mi silencio, mi reino. Solo me quedaba una cosa, y era libre de darla: mi elección. Y elegí estar a tu lado. Hasta el final.
Lianna sintió algo extraño, una contracción en un lugar de su pecho que había estado muerto durante siglos. No era amor. Era algo más raro, más valioso para una criatura como ella: respeto incondicional. Este hombre, este rey mortal y viejo, la veía como era: una depredadora, una mentirosa, una asesina. Y aun así, no se apartaba. No por miedo, no por deseo, sino por una lealtad forjada en el reconocimiento de su verdadera naturaleza.
—Soy una vampira —dijo, como si lo recordara a ambos—. Tú morirás pronto. Dentro de unos años, este cuerpo se descompondrá y solo quedaré yo.
—Lo sé—asintió él—. Y cuando eso pase, espero que, en algún lugar de tu memoria eterna, haya un rincón para el viejo tonto que te amó lo suficiente como para destruir todo por lo que había vivido.
Lianna se arrodilló frente a su sillón, una posición de sorprendente sumisión que hizo que el Rey contuviera la respiración. Tomó su mano arrugada entre las suyas, frías como la tumba.
—No seré tu amante en secreto, Blackwood —dijo, y su voz tenía una suavidad que nunca antes le había oído—. Seré tu aliada. Tu amiga, si esa palabra puede existir entre nosotros. Cuando te vayas, dejaré este reino con un heredero que no lo arruinará del todo. He neutralizado a sus enemigos internos, he asegurado sus fronteras por un tiempo. Es el pago por tu lealtad. Por tu… amor.
La palabra, en su boca, sonó extraña, pero cierta.
—Y cuando estés en Valthorn —susurró él, con lágrimas brillándole en los ojos—, ¿recordarás?
—Recordaré—prometió ella—. Recordaré al joven en la taberna. Y recordaré al rey que eligió el abismo por mi . Tu nombre no se borrará.
Se inclinó y posó sus labios, eternamente rojos, sobre su frente. Era un gesto de bendición, de despedida, de pacto final.
—Pide tu último deseo —dijo Lianna, aún arrodillada—. Y lo cumpliré. Como palabra de honor.
El Rey sonrió, una sonrisa triste y luminosa.
—Ya lo tengo.Mi último deseo es que sobrevivas. Que ganes. Que conquistes Valthorn y todo lo que venga después. Y que, en algún momento, en medio de toda tu gloria fría, recuerdes que hubo un rey mortal que fue tan estúpido y tan sabio como para amarte sin condiciones.
Lianna cerró los ojos por un instante. Cuando los abrió, el respeto se había solidificado en algo inquebrantable.
—Así será.
Se levantó. Ya no había nada más que decir. La transacción final estaba completa: él le había dado todo lo que un humano podía dar. Ella, a cambio, le daba un legado menos oscuro, una memoria honorable, y la promesa de llevar su lealtad como una insignia oculta en su inmortalidad.
Al salir del estudio, Lianna supo que no volvería a verlo con vida. No era necesario. Todo lo que debía pasar entre ellos ya había pasado. Él se quedaría, gobernando las sombras de un reino que ella había moldeado, esperando el fin con la paz del hombre que ha cumplido su última y más contradictoria lealtad.
Y ella, la rosa de sangre, se llevaba algo inesperado de Blackwood: no solo riqueza y venganza, sino el peso solemne y extrañamente ligero de un juramento hecho a un hombre que, en la economía perversa de su existencia, había resultado ser el más valioso de todos sus aliados. Por él, y solo por él, Blackwood no caería en el caos absoluto. Sería su último regalo, y su último secreto compartido.