Olivia no tuvo una infancia. Tuvo una supervivencia prolongada.
Nació en una casa donde el día empezaba con alcohol y terminaba con discusiones. Donde no había horarios ni rutinas, solo estados de ánimo. Su padre bebía desde primera hora de la mañana y consumía drogas de forma habitual. Su madre hacía lo mismo, alternando ausencias prolongadas con presencias vacías. Olivia creció sin una figura estable, sin protección y sin límites claros entre lo que era correcto y lo que no.
La violencia fue temprana. Primero verbal, luego física. Insultos constantes, gritos, amenazas. Los castigos no respondían a normas claras: podían llegar por un vaso mal colocado, por una respuesta considerada insolente o simplemente porque su padre estaba borracho. Golpes con la mano, empujones, agarrones. El miedo se convirtió en una rutina diaria.
Su madre rara vez intervenía. Cuando lo hacía, era para minimizar lo ocurrido o para pedirle a Olivia que no “provocara”. En esa casa, la responsabilidad siempre recaía sobre la niña.
Con el paso de los años, Olivia aprendió a anticiparse. A leer el tono de voz. A reconocer el sonido de los pasos en el pasillo. A desaparecer cuando era necesario. A no llorar. A no pedir. A no molestar. El silencio se convirtió en una forma de autoprotección.
Durante la preadolescencia, su cuerpo empezó a cambiar en un entorno que no respetaba ninguna frontera. Nadie le explicó qué estaba bien y qué estaba mal. Nadie le enseñó a decir no. Nadie la defendió cuando las miradas se volvieron invasivas, cuando los comentarios cruzaron límites o cuando la cercanía dejó de ser inocente. Hay experiencias que no necesitan ser descritas con detalle para ser entendidas: basta con observar las secuelas.
Olivia desarrolló una relación conflictiva con su propio cuerpo. Aprendió a desconectarse emocionalmente para soportar determinadas situaciones. A “no estar” mientras su cuerpo sí estaba. Este mecanismo de disociación fue una herramienta de supervivencia, pero también una herida profunda que arrastraría durante años.
En el colegio, Olivia era la niña callada, la que llegaba con sueño, la que a veces tenía marcas que no sabía explicar. Faltaba a clase con frecuencia. Suspendía asignaturas. Los informes hablaban de desinterés y falta de concentración. Nadie preguntó qué pasaba en casa. Nadie llamó a servicios sociales. El sistema no miró.
A los quince años, la situación era insostenible. El consumo de sustancias en casa se agravó. Las discusiones eran diarias. La violencia, más imprevisible. Olivia vivía en un estado constante de alerta. Dormía poco. Comía mal. Empezó a pasar cada vez más tiempo fuera de casa, aceptando cualquier excusa para no volver.
Cumplió dieciséis años sin celebración. Sin tarta. Sin regalos. Ese día decidió irse.
No fue una huida impulsiva. Fue una decisión calculada. Hizo una mochila con lo imprescindible y salió sin despedirse. No dejó una nota. No miró atrás. Sabía que quedarse significaba seguir perdiéndose a sí misma.
La vida fuera no fue fácil. Durmió en casas ajenas, en sofás, en habitaciones compartidas. Trabajó de camarera, de dependienta, de lo que aparecía. Aceptó condiciones precarias. Pasó hambre. Pasó miedo. Pero había algo nuevo: control. Por primera vez, decidía cuándo irse, a quién ver, qué aceptar y qué no.
Fue en ese contexto donde empezó a modelar la persona que es hoy. La coquetería no apareció como frivolidad, sino como una herramienta. La sensualidad no nació del placer, sino de la necesidad de reapropiarse de su cuerpo. De decidir ella cuándo, cómo y para quién.
Con el tiempo, esa armadura se transformó en poder real. Olivia aprendió a usar su imagen sin que la usaran a ella. A poner límites. A decir no. A elegir.
Hoy, Olivia no suele hablar de su pasado. No porque lo niegue, sino porque aprendió demasiado pronto que contar ciertas cosas no siempre trae alivio. Lo guarda. Lo administra. Decide con mucho cuidado quién tiene derecho a conocer esa parte de su historia.
En su vida adulta permanecen secuelas silenciosas. Duerme poco y mal. Se despierta con facilidad ante ruidos inesperados. Le cuesta relajarse del todo, incluso en entornos seguros. Mantiene un control férreo sobre su espacio personal y necesita saber siempre dónde están las salidas. La sensación de amenaza nunca desapareció del todo; simplemente aprendió a convivir con ella.
Le resulta difícil confiar plenamente. Las relaciones afectivas le generan una mezcla constante de deseo y alerta. Puede ser cercana, cariñosa, incluso intensamente sensual, pero hay partes de ella a las que casi nadie accede. El abandono temprano la dejó con un miedo persistente a depender emocionalmente de alguien.
Su relación con el cuerpo sigue siendo compleja. Aunque lo ha transformado en una herramienta de trabajo y expresión, aún existen momentos de desconexión. A veces necesita mirarse en el espejo para reconocerse. A veces le cuesta sentir placer sin culpa o sin control. La sensualidad que muestra es elegida, construida, consciente; nunca ingenua.
Olivia evita el alcohol. Evita las drogas. Evita perder el control. La idea de parecerse, aunque sea mínimamente, a quienes la dañaron le resulta insoportable. La disciplina con la que vive no es casualidad: es una forma de no volver atrás.
No se considera una víctima, pero tampoco una superviviente romántica. Es una mujer que arrastra una historia dura y que ha aprendido a funcionar con ella. Algunas heridas cerraron. Otras simplemente dejaron de sangrar.
Su pasado no define quién es, pero sí explica muchas de sus silencios, de sus límites y de su necesidad constante de autonomía. Olivia no cuenta su historia a menudo. Prefiere que hablen su trabajo, su presencia y la vida que ha construido lejos de aquella casa.
Y quizá esa sea su mayor victoria: haber salido sin hacer ruido y no haber vuelto nunca.