Fragmento del Archivo Municipal de Saint–Ravoux

 

(Autor desconocido, fechado entre 1962–1974)

 

Hay historias que el pueblo repite sin saber por qué, como si hubieran nacido en la sangre y no en la memoria. Una de ellas es la de la heredera Monsier. Mireille.

La joven que llegó hace unos años… o hace unas décadas.

Depende de a quién se le pregunte.

 

La primera vez que se la vio caminar por la estación vieja fue un invierno suave. Traía una maleta de cuero gastado y un vestido demasiado elegante para un pueblo tan pequeño. Saludó al encargado de la estación con una cortesía que ya no se usa, como si hubiese aprendido a hablar en otro siglo.

 

Lo curioso fue que nadie preguntó quién era.

No hizo falta.

 

Varios vecinos aseguraron reconocerla.

No sabían de dónde, no sabían cuándo.

Solo dijeron lo mismo, sin mirarse entre ellos:

“Ah… la señorita Monsier volvió.”

 

Pero nadie recordaba haberla visto irse.

 

No pasó mucho antes de que caminara cuesta arriba hacia la vieja mansión, esa que todos creían abandonada desde los años treinta. Una casa que respira como si tuviera pulmones propios. Una casa que escucha. Una casa que, según los más viejos, siempre estuvo esperando la vuelta de alguien.

 

Dicen que Mireille tocó la puerta solo una vez.

Y la mansión, que no había respondido a nadie en más de cuarenta años, se abrió de par en par.

 

Desde entonces, la joven aparece de vez en cuando en el pueblo: comprando hilo, escogiendo un libro usado, tomando café en silencio. Es amable, discreta, educada con una elegancia que se siente prestada de otro tiempo.

Pero hay detalles que incomodan.

 

No envejece.

Ni un año.

Ni un gesto.

 

Hay fotografías antiguas —manchadas, casi borradas— donde aparece alguien idéntica a ella, con la misma postura, la misma expresión, el mismo lunar en la clavícula.

Cada año la foto pertenece a otra familia.

A otra época.

A otro entierro.

 

Y cuando se le pregunta, solo sonríe y dice lo mismo:

 

“Nací un 20 de diciembre. Eso es todo lo que necesitan saber.”

 

A veces, desde la calle, se puede ver la luz tenue de la mansión.

Dos sombras sentadas en la sala principal: una joven y otra mucho más anciana… demasiado anciana para seguir viva.

Se dice que es su bisabuela.

Que borda con ella todas las tardes.

Que la mansión guarda a los suyos aunque ya no tengan cuerpo para habitar.

 

Nadie quiere comprobarlo.

 

Así viven Mireille Monsier y la casa que la reconoció antes que el pueblo.

Ambas permanecen, ambas recuerdan.

Ambas parecen saber algo que nosotros hemos olvidado hace mucho tiempo.