Creció entre pasillos húmedos, broncas ajenas y un silencio que lo educó mejor que cualquier padre.

En su adolescencia ya tenía los nudillos rotos más veces de las que podía contar.

Lo reclutaron joven, demasiado joven, y aun así fue él quien enseñó a otros lo que realmente significaba no dudar.

Primero fue mensajero. Más tarde, sicario. Uno fino, limpio, de esos que no levantan ruido innecesario.

Su nombre empezó a circular por boca de gente que sabía mantener la boca cerrada. Y así fue subiendo.

La vida le tatuó la piel y él decidió tatuarse el resto.

Hoy, con las canas marcando la experiencia, se mueve con una calma que jode a cualquiera.

Habla poco, observa mucho. Fuma como si cada calada fuera un recordatorio de cuántas veces ha estado a punto de morir.

No presume de nada, porque no necesita hacerlo.

Ahora trabaja también como guardaespaldas, y lo hace con la misma frialdad profesional con la que ejecutaba encargos.

Su presencia impone más que cualquier arma que lleve encima.