Hasta los once años odiaba a mi hermana. Hoy entiendo que, en realidad, era un nudo de celos, dolor e incomprensión. Ella tenía aquello que yo más anhelaba: la aprobación de nuestros padres. Y por culpa de eso, o al menos así me parecía entonces, viví a la sombra de su luz. Mi hermana era la niña perfecta: hija modelo, alumna ejemplar, deportista destacada, tocaba el violín, amable, linda… y un etcétera interminable que me taladraba la cabeza.
Y luego estaba yo: el desgraciado.
El que siempre llegaba tarde a cualquier logro porque ella ya había llegado antes… y mejor. Me ardía la sangre cada vez que mi padre repetía con su voz fría, casi mecánica:
—¿Por qué no puedes ser como tu hermana?
Yo me esforzaba. Y mucho. Si ella limpiaba su cuarto, yo pulía el mío hasta que el piso brillaba. Si ella hacía un deporte, yo me anotaba y luchaba por ser la estrella del equipo. Ella tocaba el violín; yo tocaba piano y saxo. Ella era la presidente en el club de debate; yo también, y me volví uno de los mejores. Nuestras libretas rebosaban dieces, compartíamos metas y ambiciones. Hasta que un día me descubrí convertido en su reflejo: una copia esforzada, desesperada, sin identidad propia.
Recuerdo una tarde. Mis padres habían salido a una cena, y mi hermana estaba en casa de unas amigas. Entré a su cuarto y… lo desordené. No rompí nada, no robé nada. Solo destendí la cama y moví sus peluches. Fue mi pequeña y miserable “venganza”. Cuando volvió, no dijo una palabra. Solo ordenó todo con calma. Esa calma me enfureció más que cualquier grito. Yo quería verla perder el control, quería —con la crueldad que solo un niño herido puede tener— ver cómo se resquebrajaba la niña perfecta.
Pero el destino, o la vida, o algo más fuerte que mi enojo, me mostró la verdad.
Una noche, pasaba por el pasillo. Su puerta estaba entreabierta. Ella estaba sentada en la cama. Siempre usaba ropa que cubría sus muslos, nunca entendí por qué… hasta ese momento. Sostenía un objeto filoso —no sé cuál— y lo deslizaba sobre su piel con una mezcla de rabia y desesperación. Era como si quisiera arrancarse algo que no lograba soltar. Entré rápido, la sujeté. Ella lloró, yo temblé. No entendí nada entonces. Pero esa imagen nunca dejó de vivir dentro de mí.
Con los años lo comprendí: ella no sufría menos que yo. Sufría el doble. Y lo hacía para que yo no tuviera que cargar con lo mismo. No buscaba opacarme: se elevaba para que yo pudiera existir sin el peso que aplastaba sus hombros. Su perfección no era un privilegio… era una jaula.
Mi madre respiraba a través de ella. Todo lo que no logró en su juventud, lo impuso sobre mi hermana. Una lesión terminó con su carrera en el patinaje; mi padre la sacó del club de debate cuando se conocieron; su “belleza” y “elegancia” se fue perdiendo con la edad -aunque nunca lo aceptó-. Mi hermana heredó esos sueños rotos como una deuda que nunca pidió. Tenía que ganar, sobresalir, brillar… y jamás enamorarse. Le estaba prohibido sentir libertad.
Mi madre revisaba su teléfono a escondidas —o a plena luz, qué más daba— buscando cualquier excusa. Un día encontró un simple chat con un compañero pidiéndole la tarea. Mi hermana desapareció por tres días. Creí que entrenaba, o que estaba ocupada. No: estaba encerrada, sin celular, sin comida, sin voz.
La noche en que la vi rota, con más sombras que piel, todo dentro de mí cambió. Comprendí que yo no era una víctima de su grandeza. Ella solo me protegía del monstruo que la devoraba día y noche.
Ese día juré protegerla de vuelta.
Desde entonces, cada comentario venenoso de mi madre encontraba mi respuesta. Poco a poco logré que redujera los entrenamientos, que respirara aunque fuera un poco. Le conseguí un celular escondido y hablábamos cada noche. Ella seguía cuidándome para que yo fuera libre… y yo, desde mi pequeño lugar, trataba de aflojar sus cadenas para que, algún día.
Ella también pudiera ser feliz.