Al inicio, no existía nada más que Dios. Todo era un profundo vacío y soledad, de la cual poco a poco se fueron formando todas las cosas que se conocían a la actualidad, incluso las que los humanos aún no eran capaces de comprender.
Tras los primeros miles de años de Dios en soledad perpetua, finalmente llegó a su mente el crear seres a su servicio, los cuales le hicieran compañía y admiraran su labor, siendo estos los primeros ángeles de la creación.
Samael y Miguel, un par de "gemelos" que eran más distintos de lo que realmente pudiera pensarse, fueron los primeros en existir, utilizando elementos que previamente ya habían sido creados, siendo Samael formado de nubes, estrellas y luz, dándole la representación que luego cargaría en apellido, aunque con un peculiar tamaño al ser más pequeño que su "hermano".
Con el paso de los años, poco a poco fueron creados más seres similares, cada uno de forma distinta, de esencias distintas pero todos catalogados como ángeles.
Los títulos llegaron al paso del tiempo, divididos en arcángeles, serafines, querubines, etc. Y dando a cada uno su papel dentro de la orden celestial, papel el cual deberían cumplir pero, curiosamente, ninguno le fue dado a Samael.
Dios mismo se dio cuenta de la diferencia de ese pequeño serafín con el resto de sus hermanos. Era intrépido, soñador, libre como el aire mismo y, poco a poco, fue ganándose de su propio renombre como un joven e inexperto creador, un arquitecto de sueños.
El poder de Samael no era comparable al de su padre, pero si bastante similar pues su esencia también fue parte de esa peculiar mezcla, por lo que el poder de materializar de la nada misma, era algo suyo, de ambos y eso sólo pudo ir en crescendo poco a poco.
El cielo, con cada piso, cada construcción y edificio, cada detalle en él, fue obra y gracia de Samael que dio los primeros preceptos para complacer a su padre y, aunque su rebeldía era nata y no seguía las mismas reglas que el resto de sus hermanos, Dios jamás pareció retarlo por ello pues esa era la libertad misma que él representaba.
Todo era armonía, por lo menos hasta que Dios quiso crear vida más allá de sus ángeles, comenzando con pequeñas cosas, mismas que el serafín vio desde el inicio, admirando cada hoja, cada flor, cada insecto, todas las maravillas que su padre era capaz de hacer y que él, a la par, quería aprender para seguir enorgulleciéndolo.
Finalmente, llegó el día de la última y más importante creación, los humanos.
Con la llegada de Adán y Lilith, Samael fue el encargado de vigilarlos, de cuidar el Edén y, de ser necesario, ayudarlos a aprender.
Nació una amistad entre él y Adán, algo nuevo para Samael que no tenía con sus hermanos siquiera, que era apartado por ser tan diferente y no regirse por las mismas normas... Conocer a Lilith fue otro lado en la moneda pues, si bien la veía ajena y distante a lo que su pareja designada quería, notaba algo más allá de el deseo de libertad en ella y eso era en su físico.
Él, como un ser puro, jamás sintió morbo ni deseo, jamás se fijó en la desnudez, mucho menos era consciente de su propia existencia corporal como tal, por lo que tampoco se fijaba demasiado en ellos pero había algo, algo que no podía pasar de largo y eran rasgos en aquella mujer que le resultaban tan familiares.
La diferencia era evidente, era innegable, pero también había algo peculiar y eso era que Lilith había sido creada a partir de la imagen de Samael pues compartían demasiados rasgos, tantos que Samael, en otro sexo, habría sido demasiado idéntico a ella, con una diferencia de estatura denotable.
Nunca cuestionó, nunca pensó de más en aquel detalle pero era como verse a sí mismo y, a la vez, ver a alguien más.
Cuando las peleas comenzaron entre la pareja, él siempre intentó ser el mediador de ambos, de ayudarlos a arreglar las cosas y, por ende, de buscar a Lilith para hacerla ceder ante su capricho aunque eso sólo abrió paso a que comenzaran a pasar tiempo juntos, a conocerse más y mejor y, con cada cruce de palabras, a congeniar de una manera que jamás imaginó.
Ambos eran soñadores, ambos anhelaban libertad y seguir su propio rumbo, pero Lilith logró algo en Samael que jamás imaginó posible. Poco a poco, sin saber como o porque, el serafín fue enamorándose de quien se suponía era la mujer de otro y ella no le era indiferente. Lilith veía una dulzura y sumisión que Adán no tenía, mientras Samael buscaba complacer a aquella mujer y hacerla sentir que valía más de lo que cualquiera pudiera demostrarle.
Y así empezó, un torrido romance entre una humana y un ángel, uno al que Dios no pareció oponerse, pues los dejó ser, los dejó estar y creó a Eva de la costilla de Adán, para que fuera su fiel compañera.
El ángel seguía ignorante de tantas cosas, del amor en sí y sus acciones siempre fueron guiadas por Lilith. Incluso su primer encuentro entre caricias y pasión, la primera vez que Samael experimentó el sexo, el placer y la lujuria, fueron por obra de ella que le enseñó tanto, aprendiendo los dos y, el único pero y la única vez que él se sintió avergonzado de su naturaleza, también fue gracias a ella.
Jamás se había cuestionado lo que entre sus piernas había, no hasta ver el desagrado en ese dulce rostro que lo hizo apenarse y tomar la decisión de elegir su sexo, de ser un hombre por completo y esconder lo que no era necesario pues ella ya lo tenía.
El tiempo siguió su curso y los amantes disfrutaban por su lado, hasta que, entre charlas, la idea de la libertad y el desagrado de Lilith al ver a una mujer tan sumisa como Eva, terminaron convenciendo a Samael de "liberarla". Mostrarle que podía ser ella misma, que no necesitaba someterse a un hombre y que elegir su propio camino no era pecado, esa era la idea original, los dos estaban de acuerdo pero todo fue en picada a partir de ahí.
Samael no sólo le dio frente a enseñar lo que era el libre albedrío, también sintió deseo por Eva, por su inocencia, por verse rodeado con dos mujeres de increíble belleza, tan distintas entre sí... El fruto prohibido no fue sólo el conocimiento, también la lujuria, la avaricia y el creerse tan libre para decidir que eligió traicionar a su propia mujer por inducir a otra al pecado, pecado mismo que Eva indujo a Adán y los dos, conscientes ahora de su desnudez, de lo que eran capaces, de su poder de elección, cuestionaron a Dios.
La ira del cielo no se hizo esperar, Samael fue capturado por sus hermanos, sometido a juicio y encadenado para impedirle usar sus alas. Él no comprendía que hizo mal, fue libre, tan libre como siempre y jamás el fue recriminado por Dios ¿Por qué sus hermanos si se creían con ese derecho?
Un error le costó, un desliz que quizá nunca debió tener, pero tampoco fueron capaces de explicarle y sólo llegó el castigo.
Las cuchillas, lanzas, cadenas y golpes llegaron, dejando maltrecho el cuerpo de Samael, al punto en que no podía levantarse ya más. Siete días y siete noches fue lo que duró aquel martirio, mismos en los que su condena final fue dictada, pues la flagelación no era castigo suficiente y la muerte sería liberarlo de las culpas que debía cargar.
El destierro, junto a la mujer que le llevó a decaer, fue el designio final.
Samael no tenía fuerzas para luchar, para oponerse o implorar, Lilith sólo pudo ver caer a su pareja contra el cesped del Edén y, rodeados por la corte de ángeles, ambos fueron arrojados al abismo.
Todo lo que había era oscuridad, dolor y pesar. Samael sufría con sus heridas, pero esas apenas eran el inicio, pues la tortura continuaría por bastante tiempo más. La corrupción era la siguiente parte del castigo.
su cuerpo se deformó, sus pies terminaron rompiéndose y tomando la forma de pezuñas, sus manos se volvieron garras y, la oscuridad del pecado cometido, de la culpa humana por sus actos, comenzaron a mancharlo. De su cabeza salieron cuernos, lenta y tortuosamente, atravesando su carne, creciendo poco a poco, causándole un dolor horrible a la par que sus dientes, parejos y pulcros, se deformaban para ser una hilera de afilados colmillos.
Dios fue piadoso, pues no le arrebató las alas, no le quitó su esencia divina pero terminó reprimiendo su poder y lo dejó agonizar junto a la mujer que había elegido para amar.
Aquel serafín ya no era más lo que alguna vez fue. Luzbel llegó, siendo la corrupción completa, el dolor, el rencor, la soledad y la culpa ante sus acciones, ante sus decisiones, maldiciendo y odiando al cielo, sufriendo por años de aquellas deformidades en su ser, deseando la muerte de sus hermanos, de su padre.
Con los milenios que siguieron, Lucifer finalmente tuvo paso cuando Samael y Luzbel encontraron un punto medio, donde, el primer error que iba a remediar, era la fidelidad a la mujer que amaba y de lo que más se arrepentía. Le dedicaría su existencia, le dedicaría un reino entero, su propio reino, donde ellos serían los gobernantes y nadie, siquiera Dios, podría imponerse contra su voluntad... Así se creó el Infierno y, tras años y la maldición a cuestas para evitarles concebir, finalmente llegó a sus vidas una pequeña mezcla, la primer hija de Lucifer tras tantos no natos.