El hielo brillaba como nunca aquella noche, las luces del estadio se reflejaban en cada línea, en cada movimiento, todo tenía ese aire de final, de algo grande que estaba por terminar. Jacob sabía que era su momento, el partido que podía cambiarlo todo, el que lo haría saltar a la categoría profesional, el que su padre le había dicho que recordaría toda su vida.

El sonido de los patines cortando el hielo, el golpe seco del disco contra la portería, los gritos, el corazón desbocado. Jacob jugaba como si el mundo dependiera de cada pase. En las gradas estaban ellos, su madre agitando la mano, su padre grabando con el móvil, Emily sonriendo, siempre ahí, su amuleto, su calma.

Cuando sonó la bocina final, cuando el marcador brilló con su victoria, Jacob se arrodilló sobre el hielo, rió, gritó, lloró, todo a la vez. Lo habían conseguido. Era el sueño que había perseguido desde niño, y justo ese día, frente a ellos, frente a las personas que más amaba.

Después vinieron los abrazos, las fotos, las risas en el vestuario, la prensa, los compañeros. Alguien le ofreció quedarse un rato más, celebrar con el equipo, y él dudó, apenas un segundo, pero pensó que sería bonito disfrutarlo, solo un poco, era su noche. Su familia se marchó antes, tenían un largo camino de vuelta y su madre siempre temía conducir de noche. Emily le lanzó un beso desde la puerta, prometiendo llamarle al llegar. Jacob se lo guardó en el pecho sin saber que sería el último.

Una hora después, cuando el ruido del estadio ya empezaba a apagarse, el entrenador entró con el rostro pálido, el teléfono aún en la mano. Dijo su nombre, despacio, como si le doliera pronunciarlo. Jacob no entendía, solo escuchó las palabras sueltas: camión, carretera, accidente… no sobrevivieron.

Todo se detuvo. El eco del estadio, las luces, los gritos, el hielo, todo se volvió ruido sin forma. Jacob se quedó quieto, mirando al vacío, sin poder creerlo. Sintió que el aire se volvía más pesado, que el suelo se abría bajo sus pies.

Aquella noche, el muchacho que soñaba con ser profesional murió junto a ellos, aunque su cuerpo siguiera respirando. Desde entonces, el hielo ya no le habló, el deporte ya no le importó, y el mundo, el mismo que antes brillaba tanto, se apagó para él.