En mi infancia no todo fueron desgracias; también hubo destellos de luz, instantes que parecían detener el mundo. Algunos incluso junto a mi padre… pero los verdaderamente mágicos, los que aún guardo como un tesoro, fueron con mis abuelitos.

 

Solo tuve abuelos del lado materno. Los paternos, demasiado mayores cuando llegué a este mundo, partieron pronto hacia ese lugar del que nadie vuelve. Y sin embargo, tuve la fortuna de quedarme con los mejores.

 

Aún puedo cerrar los ojos y ver con absoluta nitidez aquel primer verano en que mis padres nos dejaron en su casa. Ellos vivían en un campo inmenso, casi infinito a los ojos de un niño: lleno de animales que parecían sacados de un cuento, un lago de aguas mansas donde mi hermana y yo nos tiramos sin miedo, y, como corona de aquel reino infantil, una casa del árbol. Podíamos pasar horas allí, jugando, leyendo, inventando historias o haciendo pijamadas que se extendían hasta que el sueño nos vencía. Era nuestro refugio secreto, nuestro pequeño universo.

 

Siempre me pregunté cómo mi madre pudo convertirse en alguien tan… amargada, irritable, moldeable a voluntad ajena. Porque mis abuelos eran la antítesis perfecta de eso. En su casa siempre flotaba música en el aire; de tanto en tanto, los veía bailar, leves, como si no hubiera gravedad. Mi abuelo sacaba su guitarra y yo me sentaba a su lado con una chocolatada tibia y un pedazo de pan casero recién hecho. Mi abuela, en cambio, era un río de palabras, una enciclopedia de chismes del pueblo, contados con una gracia imposible de imitar. Pero eran las historias de mi abuelo las que tenían un poder especial.

 

Había sido camionero y atesoraba cientos de relatos: de terror, hilarantes, o de amores imposibles. Cada vez que contaba uno, encendíamos un fogón y cocinábamos algo que siempre estaba para chuparse los dedos. Fue él quien me enseñó el arte sagrado del asado; aún puedo oler el humo y escuchar el crepitar del fuego.

 

Todos los veranos viajábamos a verlos, y ellos nos recibían como si fuésemos la alegría hecha carne. Hubo un verano en que mi hermana y yo simplemente no quisimos volver a casa. Queríamos quedarnos allí, vivir con ellos para siempre. Recuerdo a mi padre discutiendo con mi abuelo, y a mi madre—como siempre—silenciosa, agachando la cabeza. Mis abuelos regresaron con una tristeza que aún hoy me duele recordar. Con el corazón apretado, nos dijeron que no podíamos quedarnos, que debíamos volver. Pero mi abuelo, pese a las lágrimas que trataba de ocultar, sonrió y nos dijo:

“Siempre los vamos a esperar cada verano. Se los prometo.”

 

Si de él dependiera, sé que aún hoy estaría parado en la puerta de su casita, con pan recién hecho y una chocolatada humeante esperándonos. Pero el tiempo es voraz, despiadado; se lleva lo mejor sin pedir permiso. Un verano, mi abuelo enfermó gravemente. No pudimos viajar. Y la noticia llegó… inevitable, cruel, como llegan siempre las malas noticias.

 

Se habían ido. Y no regresarían. Me lo dijeron así, sin anestesia. Yo acababa de cumplir ocho años.

 

Sentí rabia. Él me había prometido esperarme siempre. ¿Por qué se fue? ¿Por qué me abandonó? Mi hermana lloraba a escondidas en su cuarto, y yo no lograba entender cómo mis abuelitos, que eran hogar, refugio y amor, podían habernos dejado así.

 

Fue con el tiempo que comprendí que no se marcharon por voluntad propia. Estoy seguro de que mi abuelo luchó contra la muerte como en sus historias: con el cuchillo de caza en una mano y el poncho ondeando en la otra, valiente hasta el último aliento. Pero era ya un viejo guerrero cansado… y esa batalla no pudo ganarla.

 

¿Por qué cuento esto ahora? Bueno, hace poco supe que habían vendido la casa. Mi hermana me lo dijo y sentí que algo dentro de mí se quebraba. Tomé mis cosas y fui hasta allí sin pensarlo. Al llegar, vi luces encendidas. Me quedé quieto, mirando, y en un parpadeo volví a ser aquel niño de cinco años, con una mochila más grande que su cuerpo y una sonrisa que esperaba a su abuelita en la puerta.

 

Pero esta vez, quien abrió no fue ella. Era otra mujer, ya mayor, de unos sesenta y tantos. La saludé y le pedí permiso para pasar. Conversamos largo rato, de banalidades, porque no encontraba el valor para hablar de lo que realmente me quemaba el pecho. Había sacado un pan casero, y casi sin pensarlo, le pedí una taza de leche con chocolate.

 

No le rogué que se fuera. No le pedí que me devolviera aquella casa que fue mi infancia. Solo le pregunté si podía visitarla de vez en cuando. Ella, con una calidez inesperada, me dijo que sí, que la soledad le pesaba, y que no le vendría mal la compañía de un muchacho tan guapo. Incluso insinuó que quería presentarme a su nieta. Ahora, cada verano regreso. La visito, le llevo lo que necesita y la escucho. Sé que no es mi abuela… pero se le parece tanto...

 

Y, a veces, cuando estoy allí, el viento trae un aroma a pan recién hecho y una risa conocida. Entonces me pregunto: ¿Y si ella reencarnó en esta mujer para recordarme que nunca quisieron dejarnos?

Si, los extraño aunque sea un grandote boludo... Pero les debo más que la vida y si tuviera la oportunidad, desearía verlos que me vean, que vean quien soy y en que me convertí... Volver a abrazarlos, solo una vez más.