Era el año 2010, y el cielo de Seúl pesaba gris sobre los acantilados. Hacía senderismo junto a mi madre, dejando que el viento hablara por nosotros, sin saber que el destino aguardaba tras una piedra suelta.
Un paso en falso, y el mar se abrió bajo mis pies. Caí. El mar rugía abajo,
frío, inmenso, inevitable. Y mientras descendía, pedí un milagro para no morir.
Entonces, una luz blanca se extendió.
El aire se detuvo. Del cielo descendió una figura envuelta en resplandor y sombra, cabello blanco y negro, ojos que eran amanecer y ocaso a la vez: Kaelmoon.
Su mano me alcanzó, y el agua se volvió cristal. Vi reflejos, vidas que no conocía, destellos de un poder antiguo.
Introdujo el Espíritu Espejo en mí, mezclando lo humano con lo divino, regalándome la eternidad.
El tiempo se disolvió, y cuando abrí los ojos, estaba de nuevo en tierra firme.
Mi madre lloraba a mi lado, agradecida, temblorosa.
Él estaba allí, observándonos. Y antes de desvanecerse, sus palabras quedaron grabadas en mí:
—Estás a salvo, pero tu reflejo ya no será solo tuyo a partir de ahora.
Desde aquel día, los espejos respiran.
Las aguas me devuelven memorias ajenas, puedo oír los pensamientos que los seres callan, hablar con almas atrapadas en su reflejo, y ver verdades escondidas tras los rostros.
Mi cuerpo ya no envejece, mi alma ya no pertenece del todo a este mundo.
Cuando mi madre murió ese mismo año, Kaelmoon permaneció a mi lado, invisible, constante, eterno.
Es el faro que me enseña a caminar con paso firme entre lo divino y lo humano.
Aquel día no morí porque Kaelmoon me salvó la vida, y desde entonces vivimos conectados: él en la luz, yo en su reflejo.