Z𝖆𝖗𝖊𝖙𝖍 𝕬𝖚𝖗𝖊𝖑𝖎𝖔𝖓
El ángel caído que aún huele a flores marchitas y pecado redimido.


— El 14 de mayo de 1996, bajo un amanecer teñido de oro y llovizna, nació Zareth Aurelion, un ser que nunca debió existir según las leyes del cielo ni las sombras del infierno. Hijo de una ángel sanadora y de un íncubo de sangre pura, su alma fue un punto de equilibrio entre dos fuerzas que jamás debieron encontrarse. Su madre, Elaria, descendió del Reino Luminal para curar heridas en el mundo terrenal; su padre, Lisanth, un antiguo seductor de los abismos, la encontró una noche en un templo en ruinas, cuando la luz se mezcló con el deseo. De esa unión improbable nació Zareth, un niño de ojos dulces y cabello castaño que brillaba bajo el sol con un tono cálido, como si en cada hebra ardiera la memoria de los amaneceres de su madre.

Durante su infancia, Zareth vivió rodeado de armonía y risas. Creció en un pequeño valle donde los lirios se mecían con el viento, donde los días olían a néctar y tierra húmeda, y las noches eran un canto de estrellas. Su madre lo educó en la belleza de la vida: le enseñó que las flores podían escuchar, que la lluvia era una forma del cielo de llorar, y que el amor verdadero no era perfecto, sino persistente. Zareth la acompañaba a los prados, observando cómo curaba a los animales y a los humanos con la simple calidez de sus manos.

Su padre, aunque distante, lo vigilaba desde las sombras. Lisanth era un ser de fuego contenido, de palabras veladas y mirada penetrante. Amaba a su hijo a su manera, pero el instinto demoníaco dentro de él lo mantenía alejado, temiendo que su toque contaminara aquella pureza que Elaria había protegido con tanto esmero.

Pero incluso la luz más brillante tiene un final. Cuando Zareth cumplió doce años, Elaria enfermó de una dolencia desconocida, un mal espiritual que ni los cielos pudieron revertir. Su brillo se fue apagando día tras día, hasta que su corazón celestial dejó de latir una noche silenciosa. Zareth, acurrucado a su lado, sintió por primera vez el vacío absoluto. Recordaría para siempre el olor de las flores marchitas que cubrieron su lecho, el último beso tibio sobre su frente y la promesa que ella le susurró antes de desaparecer:

“Ama, aunque duela, Zareth. Ama incluso cuando el cielo te dé la espalda.”

Después de su muerte, Lisanth cambió. Su fuego se volvió ceniza, y su hogar, una prisión silenciosa. Zareth creció entre la melancolía y la soledad, luchando por mantener viva la enseñanza de su madre mientras sentía la oscuridad de su herencia demoníaca latir en su pecho. Aprendió a dominar sus impulsos, a contener la sed de deseo que corría por sus venas, y a aferrarse a lo que lo mantenía humano: las flores. Las cultivaba en secreto, hablaba con ellas, y les pedía consejo como si en cada pétalo se escondiera la voz de Elaria.

Cuando cumplió dieciocho años, decidió partir. Con una maleta pequeña, un ramo de lirios secos y una libreta llena de poemas, Zareth dejó atrás la casa donde había conocido tanto amor como pérdida. Su destino fue la ciudad —ruidosa, desbordante, anónima—, donde el brillo de los neones reemplazaba a las estrellas. Allí comenzó una nueva vida, reinventándose en medio del caos.

Encontró trabajo en un bar nocturno llamado “The Ecliptic Garden”, un lugar donde los mortales y los seres sobrenaturales se mezclaban entre copas y susurros. Al principio solo buscaba sobrevivir, pero pronto descubrió que la barra era un altar disfrazado: las copas eran confesiones, las risas eran plegarias, y él, el silencioso confesor que escuchaba a todos sin juzgar. Sus movimientos eran suaves, casi hipnóticos; su voz, baja y melodiosa, se convertía en refugio para los perdidos. En aquel entorno de penumbra y humo, Zareth floreció de nuevo.

Fuera del bar, llevaba una vida tranquila. Vivía en un pequeño departamento lleno de plantas, con jarrones repletos de flores frescas y dibujos de su madre colgando de las paredes. Amaba pasear de noche, tocar el piano viejo que había encontrado en la calle, y perderse en los mercados de flores, donde podía pasar horas escogiendo los colores perfectos para un nuevo arreglo.

Pero su alma seguía dividida. A veces, cuando las luces del bar se apagaban y el silencio lo abrazaba, su sangre íncuba lo llamaba. Sentía el deseo arder bajo la piel, la necesidad de ser tocado, de sentir la vida vibrar en cada fibra. No lo negaba: era un dios del deseo contenido, un equilibrio entre placer y redención. Sin embargo, jamás perdió su nobleza. Si amaba, lo hacía con todo el cuerpo, pero también con todo el alma.

Zareth era conocido por su belleza melancólica —cabello castaño suave, ojos que variaban entre el dorado y el gris, piel pálida con un leve resplandor casi lunar—, pero también por su carácter apasionado. No toleraba la injusticia ni la crueldad; defendía a los suyos con una intensidad feroz, aunque prefería resolver los conflictos con palabras antes que con violencia. Su presencia era un equilibrio raro: podía hacerte sentir paz y tentación al mismo tiempo.

Hoy, a sus aparentes 29 años, Zareth Aurelion vive entre dos mundos: el de las flores y el del pecado, el del amor y el deseo. Detrás de cada sonrisa guarda un recuerdo, detrás de cada trago que sirve, una plegaria. Su historia no es una de redención ni de caída, sino de resistencia: la de un ser que aprendió a vivir entre sombras sin olvidar nunca el perfume de la luz.

Porque él no busca ser santo ni demonio. Solo quiere ser humano.
Y en cada pétalo que toca, en cada mirada que cruza, Elaria vive un poco más.