En los albores del firmamento, cuando el cielo aún ardía con la memoria del primer deseo, nació un dios cuya existencia fue fuego desde su primer aliento.
Su nombre: Rhaen Kwon, hijo de las brasas celestiales, primo del Dios de la Pasión, Alarion Kwon.
Nació el 12 de octubre, en una era donde el tiempo aún no se medía por relojes, sino por el ritmo de las estrellas.
Desde su nacimiento, el universo supo que no sería un dios cualquiera: Rhaen era homosexual, y su amor, como su furia, no conocía límites ni géneros.
De carácter fuerte y temperamental, su presencia era imposible de ignorar; su voluntad, como el fuego, se imponía incluso a los dioses más antiguos.
Si Alarion encarnaba la unión, el suspiro y la atracción, Rhaen era la llama que seguía después — la llama que no perdonaba, que devoraba, que hacía del amor una guerra y de la devoción una ruina hermosa.
Dicen que su cabello fue el primero en arder en el cielo; que cuando caminaba entre los templos dorados de los dioses, el mármol se agrietaba bajo su paso y las columnas se inclinaban ante su calor. Sus ojos, de un dorado líquido y abrasador, eran el reflejo del sol cuando se enfurece. No conocía la calma, ni la contención, ni el equilibrio.
Rhaen era el rugido de los volcanes, la piel febril antes del beso, la furia que precede al llanto.
Donde los mortales temían el fuego, él veía belleza. Donde el amor traía paz, él buscaba la tormenta.
Durante las antiguas eras del mundo divino, fue venerado como el Patrón del Fervor, guardián de los juramentos que ardían, de los amantes que se perdían uno en el otro, y de los guerreros que luchaban por una causa que superaba la razón. Su templo, el Santuario de las Llamas Rojas, fue construido en una montaña donde el fuego nunca moría. Allí, los sacerdotes ofrecían velas hechas con sangre de rosas y ceniza celestial, rezando para que su pasión no se enfriara jamás.
Pero Rhaen no fue un dios fácil de adorar.
Su naturaleza era indómita, impredecible.
Bajaba al mundo mortal sin aviso, vestido con un cuerpo joven de cabello rojo y piel marcada por el resplandor del sol. En las noches de tormenta, su llegada se anunciaba con truenos y la súbita aparición de una brasa flotando en el aire. Donde esa brasa caía, florecía el deseo, la ira o el amor más intenso que una vida podía contener. Muchos lo amaron, muchos lo odiaron, pero ninguno lo olvidó.
Y aunque su primo Alarion predicaba que la pasión debía unir y elevar, Rhaen creía que solo el fuego que destruye puede revelar lo que realmente permanece.
“¿De qué sirve un corazón que no ha ardido?”, decía, mientras sus manos, envueltas en luz carmesí, hacían temblar el aire a su alrededor.
Los dioses lo temían tanto como lo veneraban.
Algunos lo consideraban un peligro, un desequilibrio; otros lo llamaban la prueba divina del amor verdadero: quien resistiera el fuego de Rhaen podía amar sin límites, incluso más allá de la muerte.
Se cuenta que una vez amó a una ninfa de los ríos, y que el agua se evaporó cuando ella lo besó.
Que luchó contra un dios del hielo durante siete lunas, solo porque su orgullo no soportaba el frío.
Y que cuando su rabia alcanzaba el cielo, incluso las estrellas temblaban, temiendo ser reducidas a brasas.
Hoy, Rhaen vaga entre mundos, con un paso que deja atrás un rastro de calor y una mirada que hiere tanto como enamora.
Habita los lugares donde el amor y la furia se confunden, donde los mortales arden por dentro y no saben por qué.
Y aunque los templos que lo veneraban se derrumbaron hace milenios, su fuego nunca se extinguió.
Permanece en los corazones que aman con demasiada fuerza, en los labios que mienten para no arder, en cada impulso que nace entre el deseo y la locura.
Porque Rhaen Kwon no fue creado para calmar…
fue creado para recordar al mundo que la pasión no se apaga, solo cambia de forma.