El fuego chispeaba en el centro del campamento como si temiera apagarse. Las llamas parecían cansadas, plegadas sobre sí mismas, y el aire olía a hierro, a cuero húmedo, a victoria amarga.
Los hombres —pocos, dispersos, cada uno perdido en su pensamiento— bebían y callaban. No había canciones, ni risas, ni gritos de gloria. Solo el crujido de la leña y el suspiro del viento colándose entre las grietas del silencio.
El recluta, joven, de rostro aún sin cicatrices, jugueteaba con la copa. Su voz tembló al romper el silencio:
—¿Así fue entonces? —preguntó—. ¿De verdad… cayó el sol aquel día?
Uno de los veteranos, de barba gris y mirada hundida, levantó la vista con parsimonia. Su voz, rasposa como una piedra rozando otra, cargaba el peso de alguien que había visto demasiado.
—No cayó, chico. Lo apagaron. —Dejó la copa a un lado—. El cielo se volvió ceniza, y las torres gimieron como si el mundo les arrancara el alma. Todo el aire… —hizo una pausa, buscando la palabra— olía a fin.
Otro soldado, más joven pero curtido, añadió mientras atizaba el fuego:
—El sol no muere tan fácil, eso dicen. Pero aquel día, parecía que lo estaban estrangulando. Las llamas no daban calor, solo luz… una luz cansada, enferma. Y entre esa luz… lo vimos.
El recluta alzó la mirada.
—¿A quién? —preguntó con un hilo de voz.
Todos guardaron silencio. El más viejo, un hombre de hombros anchos y rostro surcado por arrugas que parecían grietas, habló con una solemnidad casi religiosa.
—A él. Al Invierno. —Hizo una leve inclinación, instintiva, como si aún temiera ser escuchado—. Cuando el Dragón llegó, hasta el fuego se enderezó para mirarlo. La tierra se estremeció… y los escombros parecían querer arrodillarse.
El joven asintió con respeto.
Otro soldado, el de la cicatriz que cruzaba su ojo izquierdo, bufó suavemente.
.-Y que allí lo esperaban las ruinas de los Bryride, los hijos del río. —Escupió al suelo, no por desprecio, sino para espantar los fantasmas de su recuerdo—. Nadie olvidará cómo el mundo se quedó quieto cuando él habló.
El de barba gris lo interrumpió, con un tono más firme:
—No fueron palabras humanas. No eran para oídos como los nuestros. Pero todos sentimos lo mismo: el suelo tembló, el aire se heló, y el fuego… obedeció. Nadie manda al fuego, chico. Nadie, salvo él.
Un silencio reverente se extendió. El recluta bajó la vista, temeroso incluso de pensar el nombre del Invierno.
Luego, casi susurrando, se atrevió:
—Y… el otro.
—¿El Ocaso? —repitió el de la cicatriz, como si el apodo mismo pesara en la lengua.
El recluta asintió.
El más viejo soltó un suspiro que se confundió con el viento.
—El Ocaso... —murmuró—. A veces creo que no era hombre. No de los nuestros. Su mirada… —se detuvo, tragando saliva—. No, chico. Era la mirada de alguien que ya había cruzado algo. Algo que no tiene nombre.
—Oscuridad —dijo el soldado más joven.
—No —corrigió el anciano—. La oscuridad es solo el velo. Lo que él cargaba era lo que viene después del velo.
—Pero nos ayudó —agregó otro, el más supersticioso, con voz apretada—. Sin él, jamás hubiésemos tomado las puertas. No hubo resistencia. Las murallas se quebraron solas, las lanzas se partían en las manos de los enemigos. Todo… se abría. Como si el mundo mismo quisiera apartarse de su camino.
El de barba gris apretó los dientes.
—Y a cambio, nos miraba. —Se tocó el pecho—. Nos miró...
El recluta se estremeció.
—¿Y el Invierno… qué hizo?
—Le habló —contestó el de la cicatriz, bajando el tono, casi como si recitara un rito antiguo—. Le habló entre las ruinas, frente al humo. Nadie entendió sus palabras, pero todos las sentimos. Fue como si la tierra misma escuchara.
—¿Y el Ocaso respondió? —susurró el joven.
El veterano sonrió, pero su sonrisa era triste.
—Sí. Respondió… aunque no con voz. Era como escuchar una herida abrirse.
Se quedó en silencio un instante, luego añadió:
—Y cuando lo hizo, el fuego dudó. Dudó de sí mismo. Como si por un momento no supiera si debía seguir ardiendo o rendirse a la sombra.
Otro soldado asintió lentamente.
—Dicen que el Invierno inclinó la cabeza —murmuró—. No como quien se rinde, sino como quien comprende algo que nadie más puede. Como si en esa respuesta… hubiera reconocido su límite.
—Y el sol… —preguntó el recluta—. ¿Qué pasó con el sol?
—El sol huyó, chico. —El anciano rió con sequedad—. Se escondió detrás del humo. Desde entonces, ya no calienta igual.
Se inclinó hacia él, con voz más baja, casi paternal:
—Y nosotros… solo quedamos para contarlo. Pero lo que vimos allí, nadie puede olvidarlo. La victoria fue nuestra, dicen. Pero todos sabemos que no hubo tal cosa. El Invierno conquistó. Y el Ocaso… decidió qué quedaba en pie.
El fuego crepitó, levantando una última llamarada que dibujó sombras danzantes sobre sus rostros.
El recluta bebió sin hablar. La noche se hizo más densa, como si escuchara.
Entonces el de barba gris, con el rostro vuelto al horizonte, murmuró:
—Cuando el Invierno se marchó, la torre aún ardía. Pero él… el otro… se quedó.
—¿Se quedó? —preguntó el joven.
—Sí —asintió el veterano—. De pie, entre los restos, mirando el cielo. Y dicen que al final… murmuró algo. Algo que hizo temblar hasta las estrellas.
El anciano se levantó lentamente, con la copa vacía, y miró hacia el oeste, donde la noche se tragaba el mundo.
—El Ocaso llegó —susurró.