La tormenta golpeaba los ventanales con violencia aquella noche.
Juliette, con apenas nueve años, se acurrucaba bajo sus cobijas, escondiéndose del sonido de los truenos como hacía siempre. El murmullo de la lluvia era casi un arrullo, hasta que el crujido de la puerta la sacó de su escondite improvisado.
Con el corazón acelerado, asomó apenas la cabeza.
Y al ver aquel rostro conocido, su miedo se disipó. Era alguien querido, alguien de confianza. Sus labios se curvaron en una pequeña sonrisa y salió de entre las sábanas para sentarse sobre la cama, tranquila, expectante. No había peligro en su mente de niña.
El hombre cerró la puerta con un sonido seco, y luego… puso seguro.
Juliette frunció el ceño, confundida, sin entender el gesto. El elegante abrigo fue retirado con parsimonia, doblado sobre el brazo, y cada paso que daba hacia ella resonaba en la habitación como un presagio oscuro.
De repente, un escalofrío le recorrió la nuca.
Era como si algo invisible, instintivo, la alertara: corre.
Y lo intentó. Saltó de la cama con torpeza, los pies descalzos sobre la alfombra, buscando la salida. Pero la mirada del hombre la alcanzó primero… una mirada que no era humana, que se había transformado en la de una bestia hambrienta, predadora, imposible de reconocer como aquel ser que ella conocía.
Juliette no logró avanzar. No logró gritar.
Un instante después, sus pequeños hombros fueron atrapados con violencia, y su cuerpo infantil arrojado de nuevo sobre las sábanas.
El aire se le escapó del pecho.
La mano del hombre recorrió su pierna, fría, pesada, como una sombra que la marcaría para siempre.
El daño apenas comenzaba.
Y con él, el silencio que la acompañaría durante toda su vida.