Hubo un tiempo en que los hombres se inclinaban hasta sangrar la frente, pronunciando su nombre con reverencia y miedo: Lián Xuefeng, el último Emperador del Reino Carmesí. Nació bajo el cielo invernal de la dinastía dorada, en la madrugada del 3 de diciembre de 1287, cuando una luna roja bañaba la nieve con destellos de fuego. Desde su primer aliento, los augurios lo marcaron como distinto: su llanto estremeció los templos, y la sacerdotisa imperial aseguró que su destino sería mayor que el de cualquier mortal. Sin saberlo, un fragmento de una deidad olvidada quedó sellado en su sangre, un poder que ni él mismo comprendería por siglos.

Xuefeng creció entre columnas de jade y acero, en palacios donde el incienso jamás dejaba de arder. Sus maestros lo forjaron en la disciplina del arte marcial, la estrategia y la política, pero también en la seducción y la elocuencia. Su mirada oscura y profunda imponía respeto incluso a los generales más veteranos, y su sola presencia era un juramento de obediencia. Era un emperador nacido para ser obedecido, pero también para ser temido.

La tragedia no tardó en alcanzarlo. Su hermano menor, cegado por la envidia, selló una alianza secreta con clanes rivales y permitió la invasión del palacio. En una noche bañada de sangre, los jardines se tiñeron de cadáveres y los salones imperiales ardieron bajo el asalto de los traidores. Xuefeng fue obligado a presenciar la ejecución de la sacerdotisa que amaba, una mujer destinada a ser su consorte y que había jurado protegerlo incluso frente a los dioses. Sus gritos se perdieron entre las llamas, y su último acto de amor fue mirarlo sin lágrimas, como si le pidiera que jamás olvidara.

Atrapado y encadenado, Lián Xuefeng fue apuñalado por los traidores, quienes intentaron extinguir su poder. Pero su fuerza interior no permitió la derrota. Mientras su cuerpo mortal caía, su espíritu fue reclamado por la eternidad: murió como hombre, renació como vampiro inmortal. Los siglos se cerraron sobre su tumba sellada, y el mundo lo creyó borrado para siempre.

Hasta que despertó.

En el silencio de una era moderna que ya no le pertenecía, Lián Xuefeng abrió los ojos una vez más. Su piel seguía intacta, su porte imperial más vivo que nunca, pero su corazón estaba marcado por cicatrices que ni la eternidad podría sanar. Ya no era un emperador con trono, pero sí un depredador con dominio. El poder que alguna vez regía naciones ahora se extendía en sombras: empresas, riquezas, ejércitos clandestinos y un legado tejido en sangre. Todo parecía obra de un vampiro inmortal, y él mismo lo creía así… aunque algunas noches, cuando las sombras parecían susurrarle, sentía que había algo más profundo en su interior que aún no comprendía.

Hoy, Xuefeng camina entre nosotros con la misma elegancia que en sus palacios perdidos: trajes oscuros como la noche, joyas mínimas que susurran nobleza, y una mirada capaz de encadenar voluntades. Frío con el mundo, ardiente con quien se atreve a tocar su alma. Es posesivo, celoso, dominante: no conoce el amor tibio, solo la entrega absoluta. Quien logre conquistar su afecto será poseído en cuerpo y alma, pero quien lo traicione enfrentará el juicio de un emperador que nunca perdona.

El eco de su tragedia lo persigue en cada gesto, en cada silencio, en cada mirada cargada de deseo y amenaza. Lián Xuefeng no es solo un hombre, ni siquiera solo un vampiro inmortal: algo más profundo late en su sangre, un fragmento olvidado de poder antiguo que algún día revelará su verdadero alcance. Por ahora, es un emperador condenado a gobernar incluso en la soledad eterna.