No soy lo que fui. El hombre que juró lealtad a la Luz murió hace tiempo, aunque todavía arrastre su sombra en mis huesos. Mis labios repitieron oraciones hasta sangrar, mis manos blandieron el martillo en nombre de un dios que nunca respondió. ¿Y qué recibí a cambio? Silencio. Silencio mientras los míos caían, silencio mientras la oscuridad devoraba lo que debí proteger.

 

La fe es un veneno más lento que cualquier brebaje alquímico. Te adormece, te hace creer que tus sacrificios tienen sentido… hasta que abres los ojos y ves que solo estás arrodillado frente a un vacío que no devuelve la mirada.

 

Acepté el brebaje porque no quedaba nada más. Lo bebí como quien se arroja a un abismo, sin certeza, sin esperanza. El fuego que me desgarró las entrañas fue mi verdadero bautismo, más real que cualquier agua bendita. Sentí mis huesos quebrarse, mi piel arder, mi sangre rebelarse contra mí. Y en medio de ese tormento, la bestia abrió los ojos dentro de mí.

 

No lo llamo maldición. Maldición fue confiar en plegarias inútiles. Esto… esto es un arma. Una furia que me pertenece, que puedo dirigir hacia aquellos que merecen ser arrancados de este mundo. Soy carne y colmillo, soy la furia encadenada que se niega a servir a otro dios que no sea mi propio odio.

 

No busco absolución. No busco que nadie entienda. Camino entre aldeas que me temen, arrastro la sangre de los monstruos que cazan a los hombres, y cuando el hambre de la bestia me quema, la dejo saborear a los culpables.

 

Soy Gideon. El caballero murió, el creyente murió.

Lo que queda ahora es algo peor.

Y en esa oscuridad, por fin, encontré mi verdad.