Año 281, 

después de la Conquista. 

 

El reino aún respiraba en paz tras la Rebelión de Robert Baratheon. Tywin Lannister había regresado a Roca Casterly con la reputación intacta: el Señor de la Roca, guardián del Occidente, Mano del Rey hasta hacía poco y aún considerado por muchos como el hombre más poderoso de Poniente, aunque la corona no adornarse su frente. 

Fue tras aquellos primeros días, cuando un cuervo llegó desde Marcaderiva. La carta estaba escrita con la caligrafía clara y firme de Vaeron Tidewell, un nombre conocido para Tywin desde hacía años. Tidewell no era un gran señor ni un noble de estirpe influyente, pero era un hombre de mar, astuto en las rutas, leal en el trato, y lo bastante útil como para ganarse el respeto de Lannister.  

Había servido en la rebelión asegurando que los navíos que Tywin necesitaba en el Mar Angosto tuvieran lo esencial: grano, sal, madera y aceite.

Vaeron cumplía, y eso, para Tywin, valía más que cualquier apellido altisonante. 

Sin embargo, aquel cuervo no hablaba de guerra ni de comercio, sino de vida. El nacimiento de la primera hija de Vaeron.

Tywin había leído aquellas palabras con el ceño imperceptiblemente relajado. No era costumbre suya responder a esas nimiedades, pero había un trasfondo más grande: Vaeron proponía reforzar las alianzas comerciales con Occidente, nuevas rutas, nuevos envíos que beneficiarían tanto a Marcaderiva como a Roca Casterly. 

Así que, ¿cómo no iba él a ir a conocer a la primogénita de su amigo? 

Viajó solo. Jaime y Cersei, con apenas catorce años, se quedarían en la fortaleza, junto a su hermano pequeño Tyrion, de siete. 

Tywin viajó con algunos de sus hombres. Visitar a la infante, de algún modo u otro, ayudaría a fortalecer la fortuna y el futuro de los Lannister. 

El estandarte del león carmesí se ondeaba al viento, llegando al puerto de Marcaderiva, recibiendo el olor fuerte a sal y algas, el murmullo grave de las olas rompiendo contra los muelles y el despliegue de marineros inclinándose al verlo llegar. 

Tywin avanzó como quien pisa suelo propio: recto, altivo, ya observando a su alrededor.

Allí lo esperaba Vaeron. De complexión robusta, curtido por el viento y el mar, con las manos firmes de quien ha atado demasiadas cuerdas en altamar. Lo saludó con sincero respeto. No era hombre de florituras, y Tywin lo apreciaba precisamente por eso. Se estrecharon las manos como viejos camaradas: el oro y la sal, el león y la marea. 

Pero no fue Vaeron quien captó toda la atención de Tywin aquel día... 

Junto a él, sosteniendo entre sus brazos a la recién nacida, estaba Lady Velenna Velaryon. 

El sol arrancaba destellos de plata en su cabello, recordándole de inmediato el linaje antiguo de la casa a la que pertenecía.

La primogénita de Lord Velaryon, aunque casada con un hombre que la apartaría de la herencia que le correspondía. Sin embargo, cuando se acercó, cuando se aproximó y él pudo ver bien su rostro, algo pareció retorcerse en su interior. 

El tono carmesí de su vestido abrazaba su talle como si hubiese nacido para portar los colores de los Lannister, y por un instante, creyó ver a Joanna.  

No era un parecido exacto, pero había algo en la forma en la que su cabello se ondulaba, en la frialdad orgullosa de su mirada, en la elegancia natural de cada uno de sus gestos, que le hizo contener la respiración.

El recuerdo de su esposa, la única mujer a la que había amado de verdad, irrumpió en su mente. 

El cabello de aquella mujer caía en ondas largas, doradas bajo la luz del fuego, pero con reflejos pálidos que delataban la sangre de los Velaryon. No lo llevaba recogido con artificios de corte, sino suelto, casi indomable, como si el mar mismo lo hubiese moldeado con espuma y viento. Sus labios dibujaban una sonrisa tenue, no de ternura, sino de cálculo; una sonrisa que parecía medir a quien tenía enfrente. 

Y sobre todo, eran aquellos ojos... Un azul acerado, frío, profundo, de esos que no se limitan a mirar sino que escrutan, que parecen abrirse paso bajo la piel para descubrir lo que se esconde dentro. 

Tywin, acostumbrado a que las miradas se apartaran de la suya, se encontró por primera vez con unos ojos que no se apartaban, que no dudaban. Había orgullo en ellos, sí, pero también desafío y un destello de curiosidad que le pareció ciertamente peligrosa. 

Y Tywin, que jamás se permitía flaquezas, se descubrió inmóvil durante unos segundos, perplejo ante la idea de que aquella mujer no solo le recordó a ella, sino que la superaba en algo que no sabría nombrar: una fiereza aún intacta, no domada por la maternidad ni por la pérdida. 

Velenna alzó la vista hacia él con calma, sin la sumisión que tantas damas le ofrecían, sino con una curiosidad fría, incisiva. 

Entonces, le mostró a la niña, que dormía en sus brazos, envuelta en paños claros, con la piel aún sonrosada y el gesto tranquilo de los recién llegados al mundo. 

Tywin la miró brevemente, asintiendo con la severidad de un hombre que no sabe qué hacer con criaturas tan pequeñas, pero el recuerdo se grabó en él de inmediato: los ojos cerrados, la respiración leve, el silencio absoluto. Una niña que no lloraba ni se agitaba. 

Las formalidades siguieron durante el resto del día después de las presentaciones. Vaeron habló con entusiasmo de las nuevas rutas que pretendía abrir, del grano que llegaría a Occidente sin retrasos, de cómo podría reforzar a los Lannister en futuros conflictos. Tywin asentía con sobriedad, pero no siempre estaba escuchando. Sus ojos regresaban, una y otra vez, a la figura de Velenna, a lo lejos, meciendo a su hija, con la brisa marítima agitando suavemente su vestido. 

 Y así, durante los días en los que duró el viaje.

... 

La cena había terminado hacía rato. El salón aún olía a vino y a la grasa de los pescados servidos en abundancia, pero el bullicio de marineros y doncellas se había apagado. Tywin había despachado a sus hombres temprano: al día siguiente zarparía rumbo a Roca Casterly. 

Se hallaba en el pasillo de piedra que conducía a sus aposentos, cuando una voz femenina, baja y firme, lo detuvo. 

—El Señor de Roca Casterly... 

Tywin se giró. Lady Velenna estaba de pie junto a una columna, vestida con un vestido azul marino con tonos turquesa, el cabello suelto cayendo como una cascada dorada bajo la luz de las antorchas. No parecía sorprendida de encontrarlo, más bien como si lo hubiese estado planeando. 

Él la miró. 

Mi Lady... —un suave asentimiento de cabeza a modo de reverencia—. ¿No descansáis? 

—El mar no descansa nunca —replicó ella, con un leve gesto hacia la ventana abierta, donde las olas golpeaban contra los acantilados. La sonrisa parecía no abandonar nunca su rostro. Pero aquella no era una sonrisa sincera, ni de cortesía. No... era una sonrisa que iba siempre por delante. Que se adelantaba al resto. Una sonrisa de conocimiento, de perspicacia. 

Tywin se mantuvo en silencio unos segundos. Finalmente, se acercó. 

En el lugar del que vengo, las mujeres acostumbran a descansar tras dar a luz. Creo que incluso el mar, a veces debe descansar. 

Ella extendió la media sonrisa. 

—¿Y los vuestros? 

Él la miró interrogativo. 

—Vuestros hijos. 

—Permanecen en Roca Casterly. Supuse que el viaje no me llevaría demasiado tiempo. Prefiero que se acostumbren pronto a lo que será suyo un día —La dureza de sus palabras, envuelta en un humor seco, dejó un resabio de broma.

Velenna inclinó un poco la cabeza, esa sonrisa todavía danzando en sus labios.

—Una pena que vuestra visita sea tan breve. Mi esposo me ha hablado con estima de vos. Es... reconfortante pensar que contamos con un buen aliado. 

—Los aliados —respondió al fin, con la voz grave— no son nunca un regalo. Son una inversión. 

Ella dejó escapar una ligera risa, apenas un soplo.

—Y vos invertís con prudencia, lo sé. Mi esposo os admira por ello. 

—Vuestro esposo es un hombre leal —dijo Tywin sin titubeos. 

Los ojos de Velenna brillaron con un matiz más oscuroDio un paso hacia él.

—A veces basta. Pero no siempre. 

Tywin la sostuvo con la mirada. Había en su voz una insinuación peligrosa, algo que no debería estar ahí, pero que estaba. Era real, podía sentirlo. Tensándolo, como hacía tiempo que nada lo tensaba.

—Lo suficiente para mí. 

Velenna ladeó la cabeza, como si quisiera leer más allá de sus palabras. Su sonrisa se suavizó.

—Decís eso... y sin embargo... parecéis cansado.

—¿Cansado?

—De sostener el mundo... De cargar con hombres que no saben más que obedeceros. 

El silencio lo obligó a apretar la mandíbula. Había algo en aquella frase, algo que no sabía nombrar, pero que le cosquilleaba en algún lugar de su mente. 

—Vuestro viaje habrá valido la pena. 

No dijo nada más. No necesitaba hacerlo. Con un leve movimiento, se retiró, dejando tras de sí el eco de su perfume y la cadencia de sus pasos; sus pies, desnudos sobre la piedra.

Tywin permaneció en el pasillo, erguido, observando cómo ella se perdía al final del pasillo, en la oscuridad.

Velenna. 

Velenna...

Qué extraña y cautivadora era la sangre Velaryon. Ahora que él, la había conocido.