Ve el cuadro ante sí. Se toca las mejillas y sonríe, es como el auxilio que él mismo pidió, un futuro que no se demacraba ante su suerte, y cuando el cuadro le sonríe, fue el capullo de la rosa, el que le dijo que callara. De todos, la corte era ignorante de sus propios fantasmas sobre los que las cuchillas de sus dientes reventaban en forma de sangre. Sus progenitores le habían dado la arena directo a sus manos.   

Él, hecho con un pacto de sangre, de reyes del bosque y heraldos de la noche, se estremece ante lo que susurra desde esa apariencia que le toca ver. No es un cuadro, es un arrullo hecho clamor, las lágrimas que caen de ningún sonido, de sí mismo no hacen más que enjugar el alba de sus ojos.           

Él, paria, él bosque. El rey de su propio reino, piensa en la risa que le llama, perenne. Una virosis se extiende en su cuerpo de espinas y huesos de estalactitas y hierro. Quien al clamor avanza, él llora frente a su propio reflejo, ese que le encanta como un espejo en el que su cobijo es el contorno de su propia silueta. Y puro, no hay pureza más que en la idea de haberle creado, ese hecho de tiempo, ese forjado en espacios de más allá que de una base en la que no yace.          

Los mensajes decaen, se retuerce en su interior, desde el espacio de su evanescente estatua. La profecía de la rosa que le fue conferida le dice que una roja esgrimiría una espada ante sí, como si las cadenas no fueran suficientes. La tinta lineal que deja en sus muñecas es como un difusor que encanta a sus propiedades, aunque no las tenga.

Sus progenitores le advirtieron, el inmaculado corazón triunfaría, se sesgaría. Ayudaría a la quimera que duerme en su propia consciencia. Como un poemario que las lágrimas que no sollozan frente a los que lo falso engulle en la presencia que deja un dejo de presencia de salinidad. Sus presencias son presencias escritas con lápiz de grafito. Él mismo ha gritado ante lo que dibujaron. No es más que un cuadro tinturado con sangre, un diseño que fue voz crítica de lo que los reyes de esos embrujos, que rezan con rosarios de cuentas negras, se atrevieron a imbuir en sus propios ritos.      

Y él grita, solloza, tersa, vuela, fallece y revive. Lo único que le queda es decirse a sí mismo que la remembranza de su propia existencia. Funesta. De carácter que nace de la sangre de puntos cardinales. Si bien él está coronado de espinas y las espinas le crean un descanso que no descansa, pese a todo, clama al vapor con el que se repasa el mayor de los regalos que dieron esos que llama madre y padre, y el ancestro que lo pidió, como se pide al sonido que no emite ruido.   

Él fue pedido como un sueño. Solloza, se enclaustra cuando ya no ve más allá de sus turbias clemencias. Vierte matices sobre lo interesante que es lo que es, lo que hace que sea una estrella plateada en una noche iluminada por su propia serenidad. Que más que serenidad es una oración que no debe mancharse más allá de lo que él se atreve a decir.     

Nada llega. Se encarcela, viste cadenas, viste muertos sueños, porque nació por un pacto, tiene doble sangre y doble rostro, doble espíritu. Y su poemario es fruta podrida. Más madura que las que crecen en el árbol del que nacieron todos los que se burlan de su propia existencia.         

Dirá: “He caído, reluzco como una cuenta en ese rosario de oscuridades. Sobre las que me entierran cada vez que se atreven a buscarme, frente a este cuadro, este templo. Este espacio en el que la llave abre a lo que piensa esa jaula de rosas rojas en la que vive mi propio reflejo, como el uno vertido desde mí mismo”.