Por primera vez desde que murió, Monster durmió.
No se lo esperaba. No lo buscó. Simplemente… ocurrió.

Un parpadeo. Un silencio. Un espacio donde ni siquiera el caos tenía fuerza. Y entonces: el sueño.

No fue una ilusión lúcida, ni una escena que pudiera manipular. 
Fue memoria cruda, sin filtros.
Un recuerdo que creyó enterrado.
Volvió allí.



Londres. Año 1439.


El invierno le calaba en los huesos. El cielo era una lona de plomo colgando sobre los tejados llenos de hollín. Olía a grasa, orina de caballo y humanidad pútrida, pero lo que más dolía no era el frío, ni el hedor… sino la conciencia.

Sentía. Todo.
Y todo fue real.

Los gritos en las calles.
Los cuerpos.
Los banquetes silenciosos en sótanos oscuros.
Los dientes hundidos en cuerpos que no suplicaban más.
Los ojos vidriosos de un niño que aún masticaba pan cuando le atravesó la garganta.

Recordaba… y no le causaba placer.

Solo un vacío.
Inexplicable.
Insaciable.
Como si incluso en ese entonces ya estuviera maldito.

Dos hombres robustos. Uno a cada lado.

Lo llevaban a la horca.
Arrastraban su cuerpo enclenque con una facilidad risoria.
Estaba amarrado con sogas gruesas y renegridas, apretadas al punto de que la piel se abría.
La multitud escupía a su paso, o lo que quedaba de él. 

Lo llamaban asesino, monstruo.
¡MONSTRUO! Una palabra con mucho más peso y recurrencia que su nombre, que su historia, que sus circunstancias.

Insultaban.
Maldecían.
Aún creían que colgarlo sería un castigo merecido.

La soga tembló al ajustarse.
La maderá rechinó. 
El verdugo no lo miró a los ojos.
Y él, sin palabras.
Por primera vez, sin una maldita palabra que decir.

Estaba aterrado.

La soga bajó, le rodeó como una serpiente enamorada de su cuello.
Y, cuando el suelo desapareció, lo último que escuchó fue el crujido de vértebras, resonando como un trueno.

El mundo se apagó.
Pero no para siempre.
Jamás para siempre.

La negrura lo abrazó con un frío amargo.
Sin paz, ni descanso, ni olvido.

Cayó. Le esperaba el foso del infierno, el tormento de las llamas eternas.

Junto al vértigo de la caída, llegó el despertar.


El aire era denso. Demasiado denso.

Monster jadeó.

Una inhalación violenta lo arrancó del sueño con una sacudida que estremeció las sombras varias calles a la redonda. Estaba tirado en algún rincón húmedo, roído por el moho, su cuerpo hecho de oscuridad, meciendose como si aún colgara.

Sus manos buscaron la cuerda.
Su cuello ardía.
En sus ojos rojos, el negro reemplazó el rojo. Monster no lo notó y no pudo evitarlo, ni ocultarlo.

— No... —susurró, la voz vibró, rota como en el patíbulo.

Le temblaban los dedos. Una sensación que no recordaba desde hacía siglos: el temblor real. El de un cuerpo que aún puede sentir.

— No...

Y una punzada.

No hambre.
Miedo.
Preocupación.

Monster se llevó una mano al cuello, donde aún sentía la soga ardiendo como una gargantilla maldita.
Era la primera vez que soñaba desde la horca.
Y por alguna razón, no podía dejar de pensar que aquello no fue un recuerdo.

Fue una advertencia.

Algo... algo lo había obligado a dormir.
Algo había cambiado.
Y Monster, por primera vez en siglos, no supo si seguía siendo él.